Cierre los ojos. Imagínese el Museo del Prado vacío; no hay ni un alma. Aún no han abierto las puertas para visitantes y turistas. O tal vez hace pocas horas que las acaban de cerrar. Sea como fuere, se respira paz, tranquilidad… las paredes rebosan vida e historia y, seamos sinceros, ese aroma característico de los cuadros que tienen a sus espaldas siglos de antigüedad. Es un privilegio poder ver el museo nacional de la capital sin gente, sin más sonido que el personal que comprueba que todo está a punto para que nuevos ojos descubran a El Bosco, Velázquez, Goya, Van der Weyden, Van der Heim o Bonheur.

En 2023, más de 3.209.285 personas recorrieron las imponentes galerías del Museo del Prado. Y de entre todos los visitantes, una mujer llama la atención, pues realiza casi los mismos recorridos a diario durante dos meses: es la autora mexicano-estadounidense Chloe Aridjis (Nueva York, 1971). Ella formó parte de la última residencia literaria Escribir el Prado, que en su primera convocatorio consiguió que el nobel de Literatura JM Coetzee habitase el centro de arte durante varias semanas.

Sobre su experiencia, Aridjis reconoce que “una está casi durmiendo entre los cuadros”. Claro, que lo dice en sentido figurado: no se ha quedado ningún día, saco de dormir mediante, a pasar la noche entera en el museo. “Ojalá”, ríe.

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Sin embargo, el apartamento en el que se aloja en el madrileño Barrio de las Letras cuenta con una terraza desde la que, a diario, a medianoche, observa el Prado iluminado en la oscuridad. “Me imagino los cuadros ahí dormidos o conversando entre ellos”.

Aridjis, que lleva ya 15 años siendo una autora publicada, confiesa que en los meses de residencia literaria ha llegado a desarrollar “una relación muy íntima” con el museo. Pero, claro, no es de extrañar para una escritora cuya vida bulle alrededor del arte. Aridjis ha estudiado y escrito en profundidad sobre la pintora surrealista Leonora Carrington, de la quien también fue amiga. Ella le abrió la puerta a las artistas, a las mujeres silenciadas e invisibilizadas en los museos. Aunque fue su padre, Homero Aridjis, el que la introdujo de lleno en el mundo de la literatura.

Él, diplomático y poeta, la rodeó de figuras tan relevantes como Jorge Luis Borges o Ted Hughes, al principio de la década de los 80. “Mi papá desde muy niña me regalaba cuadernos y siempre tengo más de uno conmigo”, dice mientras saca una pequeña libreta de su bolso. “También tengo otro cuaderno más grande en el cuarto”, indica.

Y confiesa que desde la adolescencia siempre lleva uno, y en él apunta sus ideas. Y fue en esos años cruciales de la vida de cualquier persona cuando se inició en los autores que marcarían su carrera: Nikolai Gogol, Samuel Beckett, Thomas Bernhard, Franz Kafka, Miguel de Cervantes, Edgar Allan Poe, Horacio Quiroga, Charles Baudelaire, Gérard de Nerval, Stéphane Mallarmé, Arthur Rimbaud, Walter Benjamin, Robert Walser, Gaston Bachelard, Comte de Lautréamont, René Daumal… No sabría elegir uno, dice.

Lo que sí admite es que últimamente está inmersa de lleno en la narrativa de Clarice Lispector, Virginia Woolf y de la británica Anne Fine. Todas ellas (y ellos) tienen algo en común que ha llevado a Aridjis a recorrer las interminables galerías del Museo del Prado: sus obras, como las que cuelgan de las paredes que la inspiran, están llenas de “misterio”. Uno que empieza con las mujeres olvidadas del arte y la literatura.

La autora Chloe Aridjis en el Museo del Prado. Cedida Fundación Loewe

Pregunta: Cuando pasea por el Prado, ¿no se pregunta dónde están ellas, las artistas, las mujeres?

Respuestas: Están pintadas, salen en los cuadros…

P.: Son musas, pero ¿cuándo y cómo se les permite salir del cuadro y coger el pincel?

R.: Eso sí es un punto difícil. En el almacén del museo dicen que hay muchos cuadros de mujeres…

Tras un largo silencio —uno de muchos durante esta conversación, porque Aridjis dice mucho más cuando mira sin mirar y calla que cuando habla— continúa: “Me sorprende, porque hasta los años 90, cuando abría los libros de surrealismo, Leonora Carrington ni salía, o era una nota al pie. Y para mí era una de las artistas más importantes del movimiento”.

Carrington prácticamente se está dando a conocer en los últimos 15 años, “y hay otras artistas de las que te preguntas dónde está su obra, si la vamos a descubrir algún día o si ya se ha enterrado”. Eso, dice, forma parte también del “misterio” del arte, que transciende el lienzo y empapa al autor.

Aridjis menciona en repetidas ocasiones la palabra "misterio". Y es que lo misterioso corre por sus venas y empapa la tinta con la que escribe sus novelas. Siente una atracción fatal con este concepto que la RAE define como aquella “cosa arcana o muy recóndita, que no se puede comprender o explicar”.

P.: ¿Qué es para usted el misterio? ¿Por qué le atrae tanto?

R.: El misterio son nuevas preguntas, pero también un portal que se abre, una ventana a un mundo interior. El misterio genera tensión, porque es muy particular, porque jamás lo puedes entender ni definir. Se mantiene como un espacio suspendido. Mucho más que, por ejemplo, la belleza. Y depende mucho del individuo, de tus referencias, tu biografía, las asociaciones que surgen cuando tú te paras en frente de una pintura.

P.: Pero no todo el arte es misterioso, ¿o sí?

R.: Hay pinturas que son más obviamente misteriosas. Por ejemplo, las pinturas negras de Goya: ahí el misterio es un horror metafísico, un teatro mental. Pero estos meses que he estado aquí en el Prado me he dado cuenta de que los 'Cartones' de Goya también son misteriosos, pero de otra manera. Pero tienen también personajes muy extraños, que provocan el deseo de descifrar, y retienen algo; no sientes que está compartiendo todo contigo.

P.: ¿Cree que una obra puede ser verdaderamente buena sin misterio? ¿Puede tocarnos, sin él, el alma?

R.: Personalmente siento que sí. Con uno de los cuadros más famosos del mundo, la Mona Lisa, siempre se habla del misterio de su sonrisa. Me acuerdo de que leí una vez que Da Vinci, para hacer reír a la modelo, le ponía caras… pero claro, sabiendo lo que pasaba detrás del escenario se pierde algo. Es otra dimensión que a veces no quieres saber.

En mi obra, muchas veces reflejo la relación que tengo con el mundo del arte y siempre trato de quedarme fuera de este espacio, del desencanto, de la desmistificación, prefiero no habitar ese espacio.

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P.: ¿Cree que ese halo de misterio que envuelve diferentes obras, ya sea un cuadro, un poema, una novela, una pieza musical, lo que sea, es algo consciente?

R.: Lo estuve pensando y creo que en algunos cuadros u obras sientes la intención. Por ejemplo, en los cuentos de Henry James sientes que hay un misterio y personajes que no se pueden descifrar psicológicamente.

Y con Caspar David Friedrich, creo que él quería captar ese espíritu romántico místico, algo transcendente desde la naturaleza, y la soledad dentro de la naturaleza. Y él mismo no estaba pensando 'voy a crear una escena misteriosa', sino que para representar esa atmósfera que quería captar la única posibilidad era el misterio. No sé si él mismo pensaba en ello.

P.: Muchas veces hay cosas que se hacen de manera inconsciente…

R.: Exactamente.

Aridjis en el Museo del Prado. Cedida Fundación Loewe

P.: Y luego están los referentes…

R.: Sí, exacto. Preparándome para venir, me di cuenta de ello: ya era consciente de la influencia que tenía de Friedrich. Pero, por ejemplo, viendo esos otros cuadros que tenía en mi casa cuando estaba creciendo… y con Juan de Toledo menos, pero el francés Nicolás de Staël sí tiene algo impenetrable. Y creces viendo esos paisajes y no entendiéndolos por completo, y eso te influye.

P.: La relación entre misterio, obra y autor, ¿se entiende siempre igual?

R.: Mira, aquí en el museo está Van der Weyden, y en su obra el misterio va de la mano de una carga religiosa, mística. Y sí, hay muchos cuadros místicos, pero cierta gente es misteriosa de una manera diferente, desligada del misticismo. Quizá yo soy agnóstica, pero es palpable ese misterio también en mi obra. Tu relación con el misterio es diferente, pero hay algo compartido en el sentido del más allá.

P.: Cuál diría que es la relación o la influencia entre el arte, las artes plásticas, y la literatura.

R.: Hay escritores, tengo amigos, que tienen mucha relación y trabajan mucho con artistas contemporáneos. Para mí, mi inspiración es el arte del pasado, aparte de Leonora Carrington, casi toda la pintura que me inspira es de otros siglos.

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P.: Arte y literatura son expresiones artísticas diferentes, pero en su caso se retroalimentan.

R.: Para mí, se trata de una búsqueda de la metáfora, sí. Pero también entiendo la literatura y el arte visual como un reflejo de otra realidad detrás de la que estamos experimentando. Siempre hay algo que nosotros llamamos la musa, y no estoy hablando de algo sobrenatural, pero…

P.: Sería lo desconocido, ¿no?

R.: Exactamente, lo desconocido. Es imposible conocer el misterio de la existencia. Y tanto el arte como la literatura exploran esto. Kafka es para mí el escritor más misterioso, porque su prosa es muy nítida y no necesariamente complicada, pero retiene mucho. En ella, hay personajes, situaciones, espacios, en los que cada persona se encuentra algo distinto, lo interpreta de una manera. Sus cuentos, sus relatos, captan exactamente lo imposible que es realmente conocer la existencia.

P.: ¿Hasta qué punto es importante lo que no se dice, lo que usted como autora se guarda, o lo que Kafka se guarda?

R.: Mucho. Me he dado cuenta con mis novelas que entre la versión penúltima y la última versión quito mucho. Porque tengo todo un andamio simbólico que ya está funcionando y me doy cuenta de que puedo quitar muchas de las estructuras que lo estaban manteniendo; sin ellas la historia sigue funcionando.

Y también en esta última etapa, leo mucha poesía; hago una destilación final del lenguaje, pero también del significado y sentido de las cosas. En ese momento siento que la novela está ya en el aire sin mí.

Aridjis nos invita al Prado

Recorrer el Museo del Prado con Chloe Aridjis es como dar un paseo por su vida, por su infancia. Los ocho años de su infancia que pasó en los Países Bajos hacen que sienta cierta devoción por la sala flamenca del centro de arte.

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Porque, dice, “hay cierto espíritu flamenco y holandés que está presente en esos cuadros, que es bastante misterioso”. Y continúa: “Para mí hay muchos anhelos, especialmente en los de [Joachim] Patinir… Y en El Bosco, que me encanta por ser tan extraño; es realmente un artista que es imposible de entender; es inagotable”.

Siempre empiezo mi recorrido con los flamencos, a veces nada más paso cinco o diez minutos y luego ya voy hacia Goya, Velázquez…”, confiesa. Aunque admite que algunos días, algo le invita a quedar en esa sala durante horas. “Cada vez que voy me encuentro con aún más preguntas con los cuadros de El Bosco”, admite.

Sus paseos por las galerías se compaginan con conversaciones con restauradores y conservadores. Todo, dice, le ayuda a buscar metáforas, a dibujar sus próximas historias. “Se están desarrollando en paralelo dos relaciones con la obra y el museo”, dice. Una tiene que ver con sus propios relatos. Otra, con la intimidad forjada con cada autor al observar cada cuadro.

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