Remedios Zafra (Zuheros, Córdoba, 1973) es ensayista e investigadora en el Instituto de Filosofía del Consejo Superior de Investigaciones Científicas. Su trabajo se orienta al estudio crítico de la cultura contemporánea, el feminismo, la transformación del trabajo creativo y las políticas de la identidad en las redes.
La educación -pública en su caso- le ha permitido cambiar el trabajo agrario de sus padres por uno intelectual. Nació en un pequeño pueblo-fortaleza, a los pies de la sierra, desde donde se divisa la campiña cordobesa. La olivarera era su principal actividad económica. Ahora, también prolifera el turismo.
Doctora en Arte, es licenciada en Antropología Social y Cultural, tiene estudios de doctorado en Filosofía Política y un Máster Internacional en Creatividad. Tuvo que dejar la docencia por una enfermedad degenerativa y realizar otro procedimiento burocrático para lograr una plaza como investigadora científica. Quizá la pérdida de oído y vista hayan agudizado su lucidez y originalidad. Remedios Zafra es una singular conjunción de inteligencia, bondad y entusiasmo.
Ha recibido el premio Anagrama de Ensayo por El entusiasmo. Precariedad y trabajo creativo en la era digital (Anagrama, 2017) y el premio Jovellanos por El bucle invisible (Ediciones Nobel, 2022). De todo ello hablamos con la autora.
Quizá usted forme parte de la última generación que, gracias principalmente a la educación, vive mejor que sus padres. ¿Qué es para usted el conocimiento?
En mi generación la pasión por la educación como oportunidad nos movilizó a muchos por puro contraste. Nuestros padres venían de una posguerra y una dictadura y la mayoría no pudieron estudiar. La capacidad de aprender, de hacernos preguntas que nos llevan a pensar, a disentir y a imaginar, es el inicio de nuestra conciencia como personas. La ilusión por conocer ha sido siempre la chispa de la revolución humana. El conocimiento es además una llave para la igualdad y te aporta un sentido único.
Sin embargo, las nuevas generaciones van a vivir peor que sus padres.
Cierto es que la precariedad y la temporalidad de los empleos a los que acceden los jóvenes, la dificultad para lograr vivienda y la ecoansiedad, se suman al dolor del freno en sus expectativas. Este malestar se entremezcla con la sensación de ansiedad normalizada de muchos de sus padres que forman parte de mi generación, la sobrecarga de cuidados (hijos y abuelos), nuevas enfermedades derivadas del ritmo de una vida precarizada y compleja, junto a un alto grado de incertidumbre.
Por ello matizaría esa presuposición comparativa que diferencia generaciones de trabajadores en los que predomina igualmente el malestar. Me parecen fórmulas que alientan la rivalidad entre ellas y desvían el foco de la cohesión necesaria para transformar las cosas.
¿A qué llama usted autoexplotación y vidas-trabajo?
Cuando hablo de autoexplotación y vidas-trabajo me refiero a cómo la tecnología ha favorecido que gran parte de los trabajos mediados por pantallas (muchos de ellos creativos) se estén apropiando de nuestro tiempo. Además, proyectan la responsabilidad en quien decide y acepta hacerlos, como si realmente hubiera un contexto electivo que nos permitiera decir sí o no.
Vivimos en una inercia donde se concatenan tareas y actividades que son difíciles o imposibles de rechazar. Esto fagocita nuestro tiempo y nos hace sentir enganchados al trabajo y a las máquinas que nos median en él. Y lo digo usando una máquina en un día festivo que, como tantos, dedicamos a seguir trabajando.
¿Qué es el bucle invisible?
Es el título de mi último ensayo. Con él me refiero a un riesgo contemporáneo: la repetición de una rutina que se normaliza de manera irreflexiva. Llenamos nuestro tiempo de actividades y pantallas, evitando interrupciones y desvíos que son los que nos permitirían un mínimo extrañamiento para pensar e intervenir en lo que estamos haciendo. Creo que cuando se les priva de tiempo para reflexionar, las personas son más fácilmente manipulables y tienden a repetir lo que hace la mayoría.
También, la científica de datos, Cathy O'Neil, advierte de los "bucles de retroalimentación perniciosa", de cómo los modelos matemáticos pueden contribuir a asentar determinados prejuicios y clichés.
¿Qué riesgos hay cuando se normaliza esa invisibilidad? ¿Cuáles son las consecuencias?
Normalizar la invisibilidad implica desconocer si esos modelos están contribuyendo a perpetuar formas de desigualdad. No hay que olvidar que los algoritmos son la base del nuevo estrato social digital y que, en contextos como las redes sociales, están regidos por intereses monetarios, no necesariamente buenos para la ciudadanía.
Esos bucles son cada vez menos visibles porque la programación es cada vez más opaca. A ello se le suma la presuposición de que un algoritmo es neutral. Los sesgos que pasan desapercibidos pueden contribuir a una reiteración de prejuicios que, a escala planetaria, tienen un increíble poder para mantener la desigualdad y polarizar.
A menudo, recurre a Simone Weill cuando advierte que la organización social puede ser odiosa si se generan compartimentos estancos. ¿Qué son estos compartimentos estancos?
En ese contexto argumentativo esos compartimentos estancos son escenarios que no permiten una salida. Cuando me refiero a ellos en mi trabajo apunto a las situaciones en las que tenemos la falsa sensación de avanzar, pues estamos permanentemente activos, pero seguimos en el mismo lugar.
Para lograr mayor igualdad social es básico poder concebir las identidades que heredamos -familia, sexo, cultura- no como compartimentos estancos sino como espacios que permiten movilidad social, oportunidades y derechos para todos.
¿Cuál es la sensación de vivir en compartimentos estancos?
La de aquella persona que, haga lo que haga, se siente condenada a una situación opresiva que no puede cambiar. En muchos casos esos estados no se perciben. Al estar tan ocupados en las rutinas y actividades, uno cree que está progresando, pero, realmente, se está moviendo en círculo.
¿Por qué propone la empatía para comunicar esos compartimentos estancos?
La empatía es fundamental para activar la implicación social de las personas, reforzar vínculos colectivos en un momento en que se tienden a romper y, por tanto, para comunicar esos compartimentos.
"Los privilegiados son leídos por personas, las masas son leídas por máquinas", escribe usted citando a Cathy O’Neil. ¿Es la nueva división de clases?
En cierta forma sí es una manera de entender la división de clases. Mientras las personas que tienen más dinero pueden contar con asesores humanos que les orienten en sus vidas y actividades; médicos que los escuchen y ayuden con profundidad y tiempo; la gran mayoría es atendida cada vez más por máquinas bajo fuerzas monetarias o por humanos precarios que actúan como máquinas.
En ambos casos, con poco tiempo y con una atención que será útil solo si encajas en una de las casillas prefijadas por la aplicación informática. Se sacrifica así la empatía en beneficio de la rentabilidad y de una idea "rentable" de eficacia.
Las máquinas nos obligan a elegir determinadas opciones. Si no eliges te quedas fuera.
Ocurre frecuentemente cuando, por ejemplo, las opciones implican aceptar o no, o cuando requieren elegir entre casillas predeterminadas, de forma que, si no te posicionas, no puedes seguir adelante.
Es curioso cómo esas dinámicas pueden condicionar las decisiones importantes, pero también cómo pueden dañar la diversidad y favorecer un mundo simplificado y llamativamente más burocratizado que esquiva matices y reflexión.
Somos "pobres, pero estamos conectados"…
Los servicios gratuitos de empresas con finalidad mercantil son otra forma de intercambio. En lugar de pagar por ellos, das a cambio datos y tiempo. Es una forma ya tan normalizada que se tiende a pasar por alto y también a infravalorar lo que implica. A la escala a la que acontecen estos intercambios hablamos de la cesión de millones de datos a empresas privadas que le otorgan grandísimo poder a nivel íntimo y planetario.
Usted alerta sobre la dictadura de los datos. Te enmarcan según tu entorno y tu pasado dificultando la posibilidad de cambiar.
Esa posibilidad de cambio me parece un derecho que no podemos perder. Ya hay reivindicaciones y algunos logros al respecto. No obstante, cuando la información personal se queda archivada y publicada en la red, se comporta como una identidad a nivel global, regida por la lógica monetaria de las audiencias que convierte lo más visto en lo mejor posicionado, de forma que ese poder escópico (de lo más visto) ejerce su tiranía y dificulta a muchas personas ese derecho a poder cambiar.
Por otro lado, no podemos olvidar que los algoritmos que leen los datos ayudan tanto a describir y a ubicar a una persona (género, código postal, estudios...) como a orientarla atendiendo a lo que mayoritariamente caracteriza a esos grupos (cómo son quienes tienen ese código postal, dónde compran, qué poder adquisitivo tienen, etc.). Conocer los sesgos y actuar desde enfoques éticos es importante para evitar esos condicionantes.
¿Cómo romper el bucle invisible?
Este modelo vital basado en la prisa, la acumulación, la productividad, la burocracia y el enganche a las pantallas no nos vale. Darnos cuenta de ello es un primer paso para desviarnos y romper el bucle.
Parece poca cosa salir de esa espiral que nos dociliza y agota, pero es ese primer paso que requiere toda transformación. El siguiente es saber que es compartido y que muchos lo experimentamos y tenemos voluntad de cambiarlo. El auge de las organizaciones de trabajadores va en esta línea.
¿Cuáles son las principales contradicciones vitales para ello?
El propio bucle del que hablamos implica una cierta contradicción. Queremos y no queremos, o podemos frenar. El aislamiento, pensar que estamos solos o que no hay alternativa, juegan a favor de seguir atascados.
¿Se puede ser optimista? ¿Pueden mejorar las cosas?
Puede que el pesimismo sea la tentación para quien se siente confuso y cansado, pero ¿no es acaso el pesimismo el gran valedor de la desigualdad social? Porque, ante una visión negativa del mundo, podemos caer en la insolidaridad del "que cada cual se busque la vida".
Quizá no necesitemos un gran optimismo, pero sí un mínimo para probar otras maneras. Cuidarnos y no enfrentarnos es un comienzo. Las lógicas bélicas y opresivas del poder siempre están destrozando el mundo.
Cuando veo a muchos de mis estudiantes y a jóvenes investigadores llenos de ilusión y talento e implicados socialmente, creo que con ellos las cosas pueden mejorar. Es como si llevarán escrita en la frente "esperanza". Quisiera que la sociedad pudiera también conocerlos.