Andrea Aguilar-Calderón nació en San José de Costa Rica, viajó por casi la mitad del mundo y, finalmente, de lo único que le han quedado ganas es de escribir. Una asesina en el espejo (Alfaguara 2024) es su primera novela de ficción.
['Neurofelicidad' es el libro que te descubrirá el poder y la magia de tu química cerebral]
Contaba mi mamá que, de niña, yo solía decir que quería ganar el Nobel de Literatura y que iba a leer todos los libros de todos los premios Nobel para entender qué hace de un libro un buen libro. Al parecer, yo era una criatura ambiciosa o, como dicen por ahí, "sin miedo al éxito". También, dicho sea de paso, quería casarme con el presidente de la república (quien, por cierto, sí que había ganado un Premio Nobel).
No obstante, tal y como lo atestiguan las décadas que han transcurrido, mi plan maestro, claramente, no ha funcionado. En realidad, nunca llegué a ponerlo en práctica. En su lugar, decidí ir a la Universidad.
Allí invertí algunos años en comprender un enigma que otras mentes, más preclaras, han intentado descifrar desde que el mundo es mundo y se documenta su historia con palabras. Sin embargo, luego de leer sobre formalismo ruso, estructuralismo y un teórico etcétera, no llegué a ninguna conclusión trascendental.
En su lugar, me decepcioné de convertirme en escritora. Me parecía algo así como ser astronauta: de esas profesiones con que se sueña de niña, pero que son tan inalcanzables como la luna. O tan imposibles como casarse con el presidente.
Así, de tan derrotista (pero realista) manera, seguí escribiendo, desde artículos de viaje hasta perfiles falsos para sitios web de citas. Pero me alejé de la literatura. En su lugar, me dediqué a viajar. De por sí, dice internet que dijo Tolkien: "No todos quienes vagan están perdidos".
Hasta ese año: 2010
Fue esa una época difícil. Luego de vivir en los dos extremos del planeta (el frío norte de Estados Unidos y el caluroso sur de Mozambique), regresé a mi país: Costa Rica. Teóricamente, al centro. Pero no al equilibrio. "Crisis existencial", le llaman. Ese año leí mucho. También (aunque no sea relevante para el desarrollo de esta trama) fui a muchos conciertos. Y, también, vi muchos documentales de asesinos en serie.
Eso sí es relevante
Una noche me sorprendí pensando en qué se sentiría matar a alguien. Cabe mencionar que, en ese entonces, mi exnovio me había dejado por otra. Como digo, fue una época difícil. Sin embargo, según los documentales, asesinar es tremendamente complicado.
En las películas, toma menos de un minuto. En los libros, menos de un párrafo. En la realidad, el instinto de supervivencia es el más fuerte de todos. Como concluí que jamás sería capaz de empuñar un revólver, un cuchillo, un candelabro o cualquier otra arma del juego de mesa de Cluedo, decidí escribir la historia de una asesina en serie.
Una asesina que utilizaría los cadáveres de sus víctimas para recrear, a escala natural, pinturas surrealistas con un objetivo: encontrar su alma. "Los espejos se emplean para verse la cara. El arte para ver el alma", asegura Internet que George Bernard Shaw dijo. A Internet no hay que creerle mucho. Por muy infalible que parezca, está escrita por seres humanos falibles. Igual, yo decidí creer en esa frase y seguí escribiendo.
Sin embargo, ¿cuál era mi motivo, además de asesinar sin asesinar, para escribir cuando ya tantas historias de crímenes se han escrito con tinta de mentira y sangre de verdad? Es relevante, quizás, para el desarrollo de esta trama, mencionar que hoy creo que un buen libro es aquel que le da al lector la libertad de hacer sus propias interpretaciones.
El lector, al recrear en su mente la historia, se convierte a su vez en creador de la literatura. Leer es un acto que, aunque parezca pasivo, es uno de los más creativos de todos los que ofrece el arte. Entonces, más que asesinar por asesinar y escribir por escribir, quiero que el lector no solo lea por leer. Quiero que se dé cuenta de cuán esencial es su papel, al punto de que es capaz, incluso, de decidir entre la vida y la muerte.
De tal forma, acabé por escribir una novela que parece negra pero no es negra. Tiene, en verdad, muchas más tonalidades. Como una pintura. O, más bien, como un libro. Empero, cuando terminé, almacené el manuscrito en mi computadora. O, más bien, en varias: en todos esos años cambié de ordenador cuatro veces. Seguía sin creer en mí. Inseguridad le llaman.
En su lugar, me dediqué otra vez a viajar mucho. Muchísimo. Fui desde Vietnam hasta Alemania de tren en tren. Recorrí Sri Lanka, India y Nepal, hasta ver el monte Everest de un lado. Luego, trashumé por sudeste asiático, China y el Tíbet, hasta ver el monte Everest del otro lado. "No todos quienes vagan están perdidos". Yo digo que todos quienes vagan están huyendo de algo o, al menos, han huido de algo alguna vez.
Hasta ese año: 2020
Para ese entonces, había terminado por vivir en Beirut, Líbano. Ahí, encerrada como el resto de la humanidad, me di de frente con las paredes de mi habitación y con la novela que tenía, olvidada, en ese archivo.
Ya no tenía hacia dónde más huir
Así, luego de una década, volví a escribir. A reescribir, editar, corregir, leer. Ese verano también sobreviví a la tercera explosión más grande jamás registrada, pero esa es otra historia. Lo que sí es relevante para esta trama es que, después de catorce años, esta novela se puede tocar con las manos.
Me parece que han pasado varias vidas desde que fui a la Universidad; desde que veía documentales de asesinos en serie; desde que viajaba o, más bien, huía. Pero se trata de una sola vida y, de todo lo que he hecho, de lo único que me han quedado ganas es de escribir. A lo mejor, aún estoy a tiempo de leer todos los libros de todos los premios Nobel. De lo que sí no estoy a tiempo es de casarme con el presidente.