En lo yermo a veces surge la vida, quizás no la vida que late, la otra vida, esa de la que es capaz de alumbrar la mente.
La primera vez que oí Salvatierra fue en 2013, cuando paré por casualidad en Salvatierra de Tormes con una antigua novia. Me fascinó el nombre, pensé que sería perfecto para una guerrera. Seguí caminando por esas ruinas de la mano de esa mujer que, como la fantasía que me recorría en ese instante, se desvaneció entre mis manos al poco tiempo.
En 2018 recorrí la Siberia extremeña invitada por el escritor Gabriel Martínez. Lo llamó "Caravana negra" y consistía en una "trashumancia artística". Yo lo único que recuerdo, más allá del paisaje, los animales y el frío, son los carajillos a las 7 de la mañana y las comilonas a media tarde con el fuego en las mejillas. Allí coincidimos un buen puñado de personas maravillosas: Agustí Villaronga, Gemma Arrugaeta, Carles Mercader, Carla Boserman, Ángel Mateo Charris y Mario Torrecillas. Aquel rebaño de ovejas negras de Miguel Cabello y sus tierras bravas se clavaron en mi nuca y pensé que el paisaje, nuestro paisaje, podía dar pie a maravillosas piezas de ficción sin necesidad de copiar modelos yanquis.
Mientras todo aquello se quedaba en mi cabeza, en 2019 viví la gran aventura italiana: gané la Beca de la Real Academia de España en Roma por el proyecto de cómic inspirado en la Piquer: Doña Concha (2021, Reservoir Books). Con lo que no contaba era con una pandemia mundial y un encierro de tres meses que, aunque mutilaron algo la experiencia, me permitieron acabar el libro y sacarlo a finales del año siguiente. El proceso, tan sumamente rígido y riguroso cuando se trata de material basado en personas reales, me dejó exhausta. Pensé que lo siguiente que haría sería salir de lo real, habitar otros territorios y dibujar algo ligero que disfrutara sin ataduras.
En todo esto, también tenía que hacer hueco a mi propio deseo: quería contar una historia de amor, de esos dramones intensos que me gustan a mí: un Breve encuentro (1945) o una Mata Hari (1931). Una historia de mujeres guerreras que se aman con el desgarro de las películas en blanco y negro, enfrentadas por su pasado o territorio. Una Julieta y Julieta vestidas de charras, un paisaje amarillo que baile con la pena y que también la contemple con belleza. Así es como llego a Orgullo (1955) de Mur Oti y compruebo que es posible hacer un western ambientado en España. Las piezas terminan de encajar cuando leo La Casta de los Metabarones, el cómic de Juan Giménez y Jodorowsky que narra la historia de una dinastía de mercenarios espaciales. La batidora está lista y en esa mezcla imposible asoma Leonor, Isabel, Isidora y Los Ellos.
La tierra yerma
Volcaré mi dolor en la página, me decía, ese dolor que da la pérdida y que aparece con fuerza tras una ruptura en verano de 2022. Tanto dolía, que por un momento casi me consume. La creación sanará la herida, me repito como un mantra, con la intención de salvarme, y la vuelco toda en el papel, en los bocadillos, en los trazos rasgados de la plumilla que rasca la hoja cuando dibujo a Leonor y asoma por primera vez su rostro.
Tras un tiempo intentando localizar la historia, decido ambientarla en Salamanca. Aquí es donde entra en escena Macu Vicente. Macu, una mujer que conozco a través del periodista Edu Bravo y que es fundamental en la creación del libro, porque me ayuda a documentarme sobre la zona en la que está inspirada el cómic. Así es como acabé, después del Día de Reyes de 2023, en un lugar de Salamanca, cerca de Vitigudino.
Sí que recuerdo perfectamente su nombre, pero en un deseo egoísta no quiero compartirlo con nadie. Fue allí, en apenas unos días, que escribí la historia de Leonor e Isabel, los Ellos y las castas de Salvatierra e Isla Perdida. Tecleé las páginas mientras oía a los toros bramando. De vez en cuando levantaba la vista y contemplaba el atardecer en la pequeña ventana que había frente a mi escritorio. Era invierno aún, anochecía pronto, los últimos rayos se escondían como una cerilla apagándose en medio de la noche amplia y serena. Hubiera vivido en esas nubes negras, en la luna oscura, en el búho que cantaba junto al árbol de mi cama toda la vida, pero supongo que tenía que volver a mi casa de Madrid a continuar con mi rutina. Allí los únicos que cantan son los pijos borrachos a las tres de la mañana.
Es septiembre de 2023, hace calor y estoy dibujando las últimas páginas de La Tierra Yerma. Manuel, mi compañero de taller, se acerca a mi mesa. Me corrige la anatomía de los caballos sin pestañear, como el profesor exigente que es. Tiene todo un ritual: sostiene en sus manos la página, calla, entrecierra un poco los ojos, tuerce el gesto y me comenta lo que soy incapaz de ver sentenciando con un "y si…" que me da escalofríos. Tiene razón, como siempre. Se me atascan las patas de los caballos, maldigo a la Diosa que fue capaz de crear esos seres del infierno. Cualquier dibujante lo sabe, los caballos y las bicicletas son la mayor tortura que existe, pero sin caballos no hay western, así que vuelvo cabizbaja al papel, corrijo y espero su bendición.
La cantina está llena. Está todo el mundo, incluidos mis padres. Tengo el libro en las manos. No late, pero tiene vida.
En su portada, Leonor cabalga en un atardecer enrojecido. Qué lejos hemos llegado, me digo. He alumbrado una hija de páginas amarillas, cuerpo pequeño y blando. En sus páginas está la historia de muchos dolores, viajes y amistades, pero también está el relato de unas mujeres guerreras que voltean el western y lo convierten en algo, otra cosa, que alumbrarán ustedes.