La filósofa y artista multidisciplinar Jana Leo (Madrid, 1965) ha pasado cinco años estudiando los casos de las 132 mujeres que murieron en Madrid entre 1999 y 2020 a manos de sus parejas o exparejas. Mamá está muerta, pero la vamos a curar, es su nueva obra. 300 páginas donde muestra el maltrato y cómo operan los agresores mediante relatos cortos e ilustraciones. Se podrá ver en la sala de exposiciones de UGT Madrid hasta el 26 de noviembre.
Con esta obra, Leo quiere dar voz y honrar a las mujeres, pero también reflexionar sobre "qué estamos haciendo mal y los patrones que se repiten". Su resumen es contundente: "Hay cierta tendencia al maltrato en la sociedad, el sistema está fallando a las mujeres y no estamos poniendo el foco en quien se debería: el maltratador".
Junto al economista Sergio Tombesi, Leo ha creado una base de datos a la que llaman uxoricidio —del latín luxor, asesinato de la esposa— porque "es más concreto que feminicidio, esto es un 'la maté porque era mía'". La creadora señala que hay agresores como el depredador narcisista, "un inmaduro emocional que no soporta la frustración", y luego está el machista, que cree que hay dos mundos y dos reglas, unas las mujeres y otras para los hombres. "Estos vienen a decir que si no te comportas en tu rol de mujer, tienes que ser castigada", comenta.
"La mujer de Sergio me contaba que lo veía llorar al leer los informes", recuerda la artista. "Al principio, también me podía la pena y la rabia", pero cuenta que ha estado atenta a no normalizar la violencia. "Me advirtió de ese riesgo el fotógrafo Alberto García Alix, 'sé consciente y no dejes de ver el dolor'". Para entender el contexto de los crímenes, incluyen en las fichas cuánto tiempo había convivido la víctima con su agresor.
El proyecto ha podido ser una realidad gracias al crowfunding. La frase que lo titula —Mamá está muerta, pero la vamos a curar— procede de una niña que llamó a emergencias para decir que su madre estaba en el suelo muerta. "¿La vais a curar?", preguntó la pequeña que aún no tenía formada la imagen de lo que es la muerte. "Aquella historia me impactó y me dije, sí, vamos a curar a mamá y para hacerlo tenemos que generar conciencia", confiesa Leo.
La infancia de Leo transcurrió en el madrileño barrio Bilbao, entre Pueblo Nuevo y San Blas. "Mi padre era de Extremadura, mi madre de Soria. Él trabajaba en la construcción. Ella cocinaba y limpiaba en casas". No había violencia física, pero sí miedo: "Mi padre mandaba y, cuando se cabreaba, se ponía a gritar".
En aquel ambiente de tensión "me cayó alguna bofetada y a mi madre, también. Entonces decían, mi marido me pega lo normal". Por eso los dibujos de Mamá está muerta, pero la vamos a curar, ahondan en esos miedos. Con esta obra quiere desenmascarar la ficción en las parejas para justificar el control o el uso de palabras despectivas, por amor o preocupación amorosa. "Mi objetivo es desnaturalizar y desnormalizar el desprecio hacia la mujer, lo que viví de niña", proclama.
Del libro destaca la historia de Concepción. "Su marido estaba en la cárcel por maltrato y cuando salía, bebía e iba a por ella. Lo hizo durante 11 años, hasta que la mató. Nadie hizo nada por impedirlo" comenta. Porque, recuerda, todos asistimos al maltrato de algún modo. "Ahora intervengo muchísimo. Si oigo un ruido de mis vecinos o si alguien trata mal a una mujer en mi presencia no me corto un pelo. Antes no, y eso nos hace cómplices de la violencia", afirma. "Si queremos que pare o baje, hay que involucrarse".
En la mayoría de casos estudiados, las mujeres hicieron todo lo posible para que no se la maltratara: separarse, alquilar una habitación en una casa en una zona diferente o denunciar, pero el sistema les falló. Entre los patrones que se repiten, la artista destaca el número uno: "Una tendencia a abusar de la otra persona. A veces son golpes, otras, gritos o palabras crueles". Un 64% de las 132 muertas vivían en una situación de tensión. Un 30% nunca había sufrido maltrato, ni siquiera psicológico, previamente, "o no se ha logrado ninguna información al respecto", matiza Leo, que indica otro problema: "No analizamos los fallos".
Antes el objetivo de las campañas era que la mujer reconociera que había maltrato, ahora toca poner el foco en el maltratador. Como ha reclamado Gisèle Pelicot —la mujer francesa drogada por su esposo y violada por más de 50 hombres— la vergüenza debe cambiar de bando. "Hay que educar al agresor para que deje de agredir. Porque si solo le decimos a ella que se niegue a ser maltratada, estamos poniendo el peso y la culpa en la víctima. Hay que ponerlo sobre él", clama Leo.
Para ello es fundamental afrontar el problema desde la infancia. "La educación de los niños tiene que ser hacia la fortaleza, no solo competitiva y productiva, como se hace ahora. Si no tenemos hombres emocionalmente fuertes, conectados con sus emociones y que no rechacen la ternura, van a seguir matando mujeres".
Su interés por la violencia machista se fraguó despacio. Con 13 años, la futura artista se dedicaba a leer El Capital, de Karl Marx, o a Engels. "Yo tenía un tío súper rojo, mi tío Rafa, y su mujer, mi tía Carola, sin hijos, muy importantes en mi vida", cuenta. Ellos marcaron una de las constantes en su obra: cuestionarse el núcleo familiar.
Aquella adolescente que destacaba en filosofía y matemáticas, no comprendía "por qué no vivíamos juntos en plan unidad familiar extensa. A mis padres, claro, mis ideas les horrorizaban".
Al comenzar Filosofía, tomaba clases de dibujo y fotografía y trabajaba de modelo para pintores. "Me pagué así la carrera. Empecé a entender el arte y aprendí a ver", cuenta. Aquello le sirvió para cuestionarse el papel de la mujer: "Estaba muy cabreada con la imagen nuestra que se presentaba en la fotografía y el arte. Y cuando posas, también. Aparecíamos entre idealizadas y cosificadas. Me tocó deconstruir mi propio cuerpo que había sido objetivizado".
Su primera exposición, en el 92, en el Canal de Isabel II, mostraba autorretratos en blanco y negro en los que aparecían desnuda y herida, sin más información. La inquietud que provocaban era máxima. "Mis padres dejaron de hablarme", recuerda."Ese fue mi primer trabajo sobre la violencia de género", un tema del que entonces apenas se hablaba públicamente. "Aquella obra era una reivindicación de lo que yo era y de lo que iba a ser", afirma.
Entonces, daba clases en Cáritas como tutora, con el arte como método terapéutico, era profesora en un máster, exponía, pero necesitaba más. A los 30 años, dejó su trabajo y se marchó a San Francisco. "Me decían que estaba loca, que aquí me iba bien, pero sabía que para crecer tenía que aprender más" y tenía claro que su carrera se cimentaba a base de esfuerzo. "Soy una artista de clase obrera", recalca.
En Estados Unidos, cuando vivía en el neoyorquino barrio de Harlem, Jana Leo sufrió una violación en su casa. De aquella experiencia escribió un libro, Violación Nueva York, que le sirvió para denunciarlo, reflexionar y darle una perspectiva que le ayudó de forma terapéutica. Además, destapó el crimen que cometía el dueño de los apartamentos, que permitía que delincuentes violaran a mujeres, para ver si las inquilinas se marchaban y poder vender el edificio.
Aunque el libro le sirvió para empoderarse, reconoce que le quedaron secuelas psicológicas que duraron muchos años. Su espacio más privado había sido mancillado, pero no era la primera vez. De adolescente, al bajar la basura en el portal de la casa de sus padres, sufrió una agresión sexual. "Duró unos minutos, no llegó a más, así que no dije nada. Entonces no se le daba importancia, se normalizaba. Pero el cuerpo sí lo registra y esa memoria permanece", reflexiona.
En sus círculos profesionales, le aconsejaron que no escribiera Violación Nueva York porque le podría traer problemas. Y así fue. "En universidades privadas americanas como la de Yale, este libro me ha impedido poder dar clases. Ser una profesora que había sido violada era un estigma. No es algo que de lo que te informen directamente, pero me lo contaban conocidos", cuenta. Leo era consciente de estar abriendo una brecha en el patriarcado mucho antes del #Metoo. Estaba sola ante un sistema que se autoprotegía. "El mundo académico es muy hipócrita, al menos en EEUU", dice.
El círculo de violencia hacia las mujeres, que veía cada vez más claro, la condujo a realizar tres películas sobre violaciones. Una era sobre las oportunistas; otra basada en una agresión sexual que sufrió por parte de una monja en un colegio: "Durante el casting, me preguntaban, 'pero una mujer no puede violar, ¿no?' Es increíble lo poco que sabemos de agresiones sexuales"; La tercera era sobre violaciones grupales, la filmó en abril y lo de La Manada sucedió en julio. "Aún se me ponen los pelos de punta", asegura. Una vez más, se había adelantado.
Ahora, con Mamá está muerta, pero la vamos a curar, su reto es hacer reflexionar sobre la importancia de poner el foco en el agresor. También destaca que ha aprendido mucho con toda su obra, sobre todo "a dejar ir". "No puedes cambiar a nadie, solo a ti misma. Al menor síntoma de violencia de cualquier tipo, déjalo. Cada uno tiene que resolver sus problemas mentales, yo no soy una heroína".