Se abre el telón, aparece la protagonista, que proviene de una familia de mujeres poderosas, ligadas al mundo del teatro y la ópera, empoderadas e indispensables. Ella ha tenido una vida, para muchos, privilegiada, pero lo que sucede entre bambalinas de la ópera que puede ser la vida real a veces dista mucho del libreto preconcebido.
Lo sabe bien Bárbara Lluch, una de las pocas directoras de escena que tenemos en España (y en el mundo, pues es una profesión con pocas mujeres), ligada inevitablemente al peso de su árbol genealógico: es nieta de la gran Núria Espert e hija de la productora teatral Alicia Moreno.
Con 20 años de carrera profesional, muchos éxitos y un sinfín de proyectos en cartel, Bárbara deja claro que el talento no se hereda, pero sí los amigos "y los enemigos" de quien te precede. Ama su profesión, aunque el viaje no ha estado exento de dificultades, porque cuando se cierra el telón, hay escenas difíciles de digerir. Viajes y mucha soledad que ni Bellini, ni Verdi, ni Puccini mitigan con sus obras.
Su historia está llena de muchas luces y algunas sombras que vamos a conocer de primera mano. La cita es a las diez y media de la mañana, en casa de su famosísima abuela, lo cual ya es todo un lujo, un privilegio. Nos recibe con naturalidad, sin etiqueta y con una ración extra de desparpajo, cercana como una de esas amigas de toda la vida: el ambiente que se crea desde el primer momento hace vaticinar una charla fluida y, por qué no, algún detalle emotivo.
De todo eso hubo. Incluso más. Estaba de paso por la capital española antes de ir a Barcelona a comenzar los ensayos de La Bohème, uno de los muchos proyectos que tiene en la agenda de tareas. Pero también hay planes personales, como su próxima boda y, sobre todo, seguir disfrutando, aprendiendo a vivir de nuevo después de pasar por una época oscura, marcada por los problemas de adicciones.
Bien podría ser el argumento de una ópera, pero es la historia real de Bárbara Lluch que ella relata con una sinceridad brutal y sin filtros. Un viaje valiente que afronta con la cabeza alta y marcando el ritmo de su testimonio a golpe de confesiones.
En 2025 se cumplen 20 años de una carrera fulgurante como directora de escena y asistente de dirección para compañías como The Royal Opera House, La Monnaie de Munt; el Teatro Real o la Ópera de Copenhague. En este tiempo ha habido de todo, pero el resumen es que Bárbara Lluch es ya un referente para las nuevas generaciones.
No paras de trabajar. ¿Con qué proyectos estás ahora?
Llevamos La Bohème de Puccini para un festival en El Tirol. El director artístico es Jonas Kaufmann, que inaugura temporada y quería una directora de escena mujer. ¡Aleluya! ¡Gracias, Jonas! También tengo Tristán e Isolda, en el Liceu de Barcelona, que estrenaremos el 13 de enero de 2026.
Me iré a Copenhague a hacer Marina y luego prepararemos las reposiciones de La sonámbula y La Regenta, en Oviedo y en Barcelona. Estoy feliz, aunque para mí, que soy una persona bastante ansiosa, a veces todo esto me resulta un poco abrumador. Ya sabes, el tema de los viajes, la desorientación, la falta de arraigo, de no poder organizarte fácilmente... Adoro mi trabajo, pero todo lo maravilloso que suena el viaje, a veces no lo es tanto.
El rol de la dirección parece muy solitario.
Lo es, sobre todo porque se tiene que mantener la 'autoridad', llamémosle así, con el equipo, aparte de una cierta distancia. No es cuestión de irte de fiesta con un cantante y al día siguiente tener que darle una indicación que quizá no le guste. El director siempre está mucho más cansado que los demás, porque el horario es mucho más intenso. Cuando terminas, no te apetece vida social, sino meterte en la cama del hotel y ver Netflix. La soledad acaba pesando bastante, la verdad.
Siempre hay renuncias personales cuando una tiene una carrera de gran proyección como la tuya.
Sí, yo tengo la suerte de que mi pareja es escenógrafo e iluminador y trabajamos mucho juntos. Por ejemplo, Tristán e Isolda la haremos los dos. Por cierto, que nos casamos en mayo (dice con una sonrisa de oreja a oreja).
Empezaste con la interpretación, pero te pasaste a la dirección de escena. ¿Dónde quedaron aquellos sueños de actriz?
Mis inicios como actriz me han servido muchísimo. Tengo la suerte de poder entender a esta gente maravillosa que se sube a un escenario y comprendo la visión del intérprete en su acercamiento al personaje.
Y un buen día cogiste la maleta y te fuiste a Inglaterra, donde empezaste como ayudante de dirección de escena. Te adentraste en ese mundo, como antes lo hizo tu abuela, Núria Espert.
Sí y creo que ese pasado de actriz fue lo que en parte me abrió las puertas, porque en Londres la competición era salvaje. Todo el mundo era más joven y estaba más preparado para dirigir que yo. Me salvaron los idiomas -sabía inglés, francés e italiano- y tener una visión y bagajes diferentes y una manera de ensayar distinta.
Además, había estudiado en la escuela de Juan Carlos Corazza que es fantástica y allí aprendí también a dirigir en cierta manera por el método que tienen de trabajar, aprendí a tener olfato.
¿Por qué ese salto de la interpretación a la dirección?
Pues mira, creo que es algo que he estado negando mucho tiempo, pero el peso de la figura de mi abuela, Núria Espert, era muy heavy, y también el de mi madre, Alicia Moreno, que en aquellos tiempos movía la cultura en Madrid con el teatro. Todo el mundo sabía quién era yo, pese a no usar el apellido. Quería huir de ahí, aunque he de decir que tengo la familia menos nepotista del mundo. Si le pueden dar un trabajo a otro antes que a ti, se lo dan. Mi abuela nunca movió un dedo por mí para conseguirme un papel.
Y ahí pasaban dos cosas. Por un lado, la gente que la quería a ella, a veces me daba roles para los que no estaba preparada pensando 'como la abuela es la hostia, la nieta también'. No funciona así. Por otro, sus 'enemigos' y los de mi madre dentro del mundillo del teatro me las hacían pagar como venganza. Me han hecho cosas muy feas, como no mandarme el texto real para presentarme a una prueba de una obra. Se heredan los amigos y los enemigos.
Te metiste en un mundo en el que hay pocas mujeres, porque la dirección escénica de ópera aún es cosa de ellos.
La clave son los referentes. Mi abuela lo había sido, pero cuando yo era muy pequeña, fui a ver Rigoletto en Covent Garden y Madama Butterfly, en el Scottish. La recuerdo escuchando Electra... pero era un mico. Nunca la vi dirigir, pero sí actuar. Entonces, lo que me estaba diciendo la sociedad es que yo no podía dirigir, porque eran todo hombres. Desde 2005 he trabajado como asistente de unos 150 directores hombres y con una sola mujer, la holandesa Monique Wagemakers.
Por suerte, en estas dos décadas el panorama ha cambiado algo, y yo soy una prueba, porque la verdad es que me han dado oportunidades de trabajo muy gordas. Pero hay un problema básico: como no tenemos referentes, las mujeres empezamos a dirigir mucho más tarde que ellos. En mi caso, Joan Matabosch -director artístico del Teatro Real-, hizo una apuesta arriesgada conmigo al darme La sonámbula. ¡No me conocía nadie!
¿Crees que aún hay quien prefiere a un director mediocre que a una directora de ópera o teatro?
Sí, no sabes la cantidad de veces que he escuchado en los intermedios a hombres a los que no les estaba gustando el espectáculo, decir que las mujeres no saben dirigir, sobre todo en la orquesta. Si no les convence lo que ven, lo achacan a que es una directora la que está al frente. Con ellos no existe esa generalización, y hasta los más grandes tienen malos trabajos.
A día de hoy, cuando dirijo, siento que tengo el peso en la espalda de que si hago un mal espectáculo, estoy jodiendo las oportunidades a las jóvenes que vienen detrás de mí. Al final eres un referente porque somos muy pocas.
Eres una directora valiente. No dudaste en cambiar el final de La sonámbula de Bellini para darle un toque innovador y feminista.
Sí, y tiene una explicación. Vengo de una relación con un tío abusivo, que de hecho estuvo en la cárcel. Sucedió durante mi etapa en Londres, fue horrible y aquello duró mucho más de lo que debería. Lo cuento porque estoy harta de escuchar que a una niña de buena familia como yo, que viene de un entorno de mujeres fuertes y empoderadas, no le pueden pasar estas cosas. Muchas veces no me han creído, incluso personas cercanas, pero esto le puede suceder a cualquiera.
En el texto de la obra disecciono psicológicamente a los personajes y lo plasmo en el texto. De esta forma, lo que trasciende del libreto es que Amina, la protagonista, es sonámbula porque tiene una ansiedad brutal a causa de esa relación tóxica. Me negaba a casarla con ese nombre, como marcaba la historia original. Sentía que tenía que hacer justicia a las mujeres que hubieran pasado por ello, y también a las que puedan estar entre el público y hayan vivido algo similar.
Hablábamos antes de la soledad en este trabajo. Muchos viajes, mucho tiempo fuera de casa... Tu abuela, Núria Espert, confesaba recientemente que dirigir ópera la había llevado a la depresión.
Sí, es bastante duro. La reacción del público también es muy estresante. Mi abuela, por ejemplo, sufrió mucho la soledad de los viajes. No conozco a ningún director de ópera y teatro que lo lleve con naturalidad, de hecho es un mundo donde las adicciones están muy presentes. Yo llevo limpia ocho años, porque hubo un tiempo en que me pasé con la bebida y con la cocaína. A veces pienso que con qué derecho me siento mal siendo una auténtica privilegiada, porque he tenido mucha suerte y he estado en el momento adecuado.
Soy consciente de que esto puede cambiar en cualquier momento, así que vivo la vida muy feliz, pero con mucha ansiedad y también con mucha culpa viendo todo lo que sucede a mi alrededor. Gaza, la DANA... ¿Cómo podemos seguir viviendo con tanto dolor?
Bárbara, ¿cómo lograste encauzar el camino y superar esas adicciones?
Tuve la suerte de tocar fondo. Si no hubiese dejado las drogas y el alcohol, me hubiera suicidado*, estoy segura, porque sentía que era la forma de dejar de sufrir. Vi que no estaba trabajando al cien por cien en nada, ni siquiera a la hora de querer o ser buena amiga. Finalmente, pedí ayuda e interné en un centro de rehabilitación. Los míos me apoyaron sin fisuras. Fue un viaje muy duro, pero limpiarme ha sido lo mejor que he hecho, sin duda.
Una vez superado aquello, pensé '¿voy a saber trabajar sin esos aditivos?'. Y me vinieron el miedo y la ansiedad, porque antes estaba anestesiada y me daba todo igual, tanto si me aplaudían como si me abucheaban. Tuve que aprender a hacer las cosas de nuevo. En resumen, reaprendí a vivir.
Si antes, por ejemplo, a la hora de viajar, hacía la maleta bebiendo por todo lo que implicaba de la soledad, ahora la empiezo a preparar tres días antes. Y fíjate, me caso en mayo, haremos una fiesta y yo sin tomarme ni una copa -se ríe abiertamente-.
¿Cómo conjugas este pasado con un trabajo, la ópera, a la que tradicionalmente se le ha colocado bajo un halo de elitismo y alejada de los jóvenes? ¿Cómo se le quita el corsé?
Los teatros están haciendo un buen trabajo para acercar las óperas a este público joven, con precios fantásticos y días especiales para ellos. Hay una resistencia casi ideológica, como ocurre con el golf, por la que la gente cree que es de pijos, pero la música es universal. Es imposible que escuches una ópera y no se te pongan los pelos de punta.
¿Un proyecto soñado para Bárbara Lluch?
Me gustaría hacer las grandes óperas de historias poderosas como Werther o La Traviata... Y Macbeth, sería mi sueño. Todo lo que sea Shakespeare o The Rake's Progress, del poeta inglés W. H. Auden. En definitiva, los grandes textos.
¿Cómo desconectas ahora del estrés?
Hace dos años que he vuelto a jugar al tenis, me ayuda a relajarme y a descargar. ¡Pego unos pelotazos! También colaboro con una asociación canina, aunque la realidad es que los perros hacen más por mí que yo por ellos. Me ayudan a sentir que no soy un parásito de la sociedad.
*En España hay cerca de 4.000 suicidios al año.