Tras 50 días de confinamiento la tan deseada libertad vino en forma de un paseo diario. Una hora para salir de casa, volver a pisar la calle y sentirla más allá de la ventana o el balcón. Pero, si para unos supuso un chute de energía y un ánimo nuevo para afrontar lo que queda, para otros la vida cotidiana ha perdido su atractivo. “Salir está sobrevalorado, yo por lo pronto me voy a quedar en casa”, me dice una amiga por Whatsapp.
Como ella, más personas han decidido no salir de casa al menos en los primeros días de desescalada. Las hay que lo hacen porque consideran que es demasiado pronto y hay demasiada gente saliendo sin las medidas de protección. Otras simplemente se han acostumbrado a su nueva realidad y les cuesta volver a la antigua rutina, antes de que la pandemia nos confinara a todos en casa.
“Después de tanto tiempo encerrados, la casa se ha vuelto el lugar donde tenemos el control y donde nos sentimos seguros. Por eso es normal que ante la perspectiva de volver a salir, algunas personas sientan algo de miedo”, dice Lourdes Fernández, psicóloga experta en emergencias. “En otras se ha desarrollado una especie de pereza, similar a la que se genera en el síndrome postvacacional, cuando hay que volver a recuperar viejas rutinas”.
Detrás de ello está el síndrome de la cabaña: se trata de evitar el exterior después de un largo período de aislamiento. “Empezamos a asociar el encierro al hecho de que estemos bien y no nos haya pasado nada. Es como el viejo dicho de que más vale malo conocido. De alguna forma es parecido al síndrome de Estocolmo que sufren las personas que han estado secuestradas y que al ser liberadas experimentan sensaciones de angustia”, explica la especialista.
Ansiedad, pánico, sudores, taquicardia, nervios o miedo anticipativo son algunos de los síntomas que pueden presentarse a la hora de salir. Aunque cualquier persona pueda sufrir este síndrome, es más probable que ocurra entre los que han estado más aislados durante la pandemia. “Las personas que viven solas y que han pasado el confinamiento con menos contacto tienen más probabilidad. Porque las que viven con alguien y han mantenido un cierto contacto han tenido la cabeza un poco dentro y fuera, como que no se han aislado del todo”, cuenta Fernández.
Entre los colectivos más afectados están las personas pertenecientes a grupos de riesgo y los que han pasado la cuarentena en soledad. Dentro de estos, las mujeres serían la mayoría, una vez que casi un millón y medio de mujeres mayores de 65 años viven solas en España. Ellas representan cerca del 72% de las personas de esa franja etaria que viven solas en el país.
“Se ha hecho hincapié en los riesgos que pueden sufrir estas persona, como es normal. Y en ese segmento de población no hay solo el miedo a enfermar, existe el miedo a morir. Esas personas saben que si siguen en casa no hay peligro, van a estar bien y, saliendo, se pueden estar arriesgando”, dice la psicóloga. “Esto se traduce en una autoprotección excesiva y el rechazo a salir”.
La desescalada del miedo
Para superarlo, es necesario ir poco a poco y no forzar una salida solo porque está permitido hacerlo. En la desescalada del miedo, como del virus, los tiempos son importantes. “Lo primero que hay que hacer es explicar a esa persona el riesgo real que existe y como protegerse. Que entienda que si sale a la calle con las medidas de protección recomendadas está a salvo y no tiene por qué pasarle nada”, explica Fernández.
Después, y cuando el ánimo lo permita, habrá que empezar a salir durante cortos periodos de tiempo. “Salir a comprar algo y volver a casa. Salir a pasear 15 minutos y volver. Poco a poco ir aumentando el tiempo de paseo hasta que uno se vaya sintiendo cada vez más seguro y que el cerebro pueda ir rechazando todo lo que temía”.
Los mismos casos se están dando en niños. “Nos estamos encontrando con pacientes con este problema, con niños que no quieren salir”, destaca. “Hemos estado dos meses diciéndoles que había un bicho ahí fuera y que no se podía salir. Están tan concienciados del peligro que es normal que ahora les de miedo”, cuenta.
Además, el periodo del confinamiento ha permitido que los niños pasen más tiempo con su padre y su madre “y eso ellos lo agradecen, es algo muy positivo”. Aquí como en el caso de los adultos, también hay que ir poco a poco. “El niño tiene que sentir que sus padres son su poste de seguridad. No les va a pasar nada porque su madre o su padre van a estar al lado y van a protegerles del bicho. Y así ellos van interiorizando que pueden salir, que no pasa nada”.
En el caso de los adolescentes, cuenta la especialista, muchos han desarrollado una nueva comodidad al estar en casa. Y como todavía no pueden verse con sus amigos, no sienten la necesidad de salir. “Los jóvenes se adaptan muy rápido a las nuevas realidades. Y la mayoría está muy conectada, ha estado todo este tiempo relacionándose con sus amigos por videollamadas y mensajes y ese contacto lo han mantenido. Salir ahora les da como un poco de pereza”.
En estos casos, romper la dinámica es solo cuestión de fuerza de voluntad. “Es como cuando llegas de vacaciones y te da pereza volver a la rutina, te genera estrés. Aquí es un poco lo mismo. Pero sabemos que no podemos estar confinados para siempre y hay que poner de nuestra parte para romper con este hábito”.
Pese a las similitudes con patologías más serias como la agorafobia (fobia a los espacios abiertos), la psicóloga señala que es muy poco probable que se venga a desarrollar este tipo de trastorno debido al confinamiento. “A no ser que se tenga otro tipo de patología detrás, como la hipocondría o episodios de ansiedad generalizada, no es probable. Lo más normal es que la mayoría de la gente, en una semana, esté adaptada a las nuevas rutinas”.