En el colegio, y hasta en la universidad, aprendimos que nuestra lengua estaba fragmentada y que cada parte detectaba un sabor distinto: dulce, salado, ácido, amargo y umami. Estos son los cinco sabores y esos son los que, en teoría, nuestro sentido del gusto sabría detectar.

Sin embargo, un estudio reciente ha demostrado cómo el cuerpo no es tan simple, ni está troceado, sino que la misma parte de la lengua es capaz de percibir muchos sabores.

Antiguamente, aprendimos que en la punta de la lengua solo detectábamos el dulce. Pero solo tienes que hacer la prueba y poner un poco sal en esa área para comprobar que es un mito. La ciencia acaba de demostrar que esta enseñanza es un error. Y no solo eso, sino que los sabores no se detectan solo en la boca. 

'Mapa de sabores' de la lengua iStock

¿Cómo funciona el sentido del gusto?

Todo empieza cuando los saborizantes de los alimentos entran en nuestra boca y activan los receptores del gusto. Estos están en las papilas gustativas, de las cuales tenemos alrededor de 4.500, que a su vez tienen unos 60 receptores del gusto. Estos receptores, una vez activados, mandan la información al cerebro y este combina esta percepción junto a datos que considera relevantes: lo que le llega desde el olfato, la temperatura y la textura de aquello que estamos comiendo. Aparentemente, algo 'sencillito'. 

¿Y para qué sirve el sentido del gusto? ¿Es solo para dar placer?

Aunque el gusto contiene un matiz subjetivo, este es un sentido que tiene una función protectora para nuestra supervivencia.

Todas hemos tenido cerca a la típica embarazada a la que todo le sabe especialmente fuerte o que es capaz de detectar antes que nadie una carne en mal estado. Esto es porque nuestro sentido del gusto nos defiende para no morir. Pero no solo eso, también está cualificado para orientarnos hacia aquellos alimentos más sabrosos porque entiende que son los que nos dan más energía. 

Nuestro sentido del gusto se ha quedado anticuado. De hecho, la preferencia por el dulce se desarrolla mucho antes del nacimiento. Esto es porque la leche materna tiene una gran concentración en azúcares naturales.

Sin embargo, los sabores amargos y ácidos nos previenen de alimentos tóxicos, aunque bien sabemos que si lo intentamos varias veces acabamos cogiéndole el gustillo, como pasa con la cerveza.

¿El gusto nace o se hace?

Madre e hijo desayunando Pexels

Aunque el gusto tiene un evidente factor genético, fisiológico e inherente a nuestra especie, este también se moldea.

La forma en la que nos enseñan a alimentarnos y nuestros hábitos condicionan nuestro gusto. Por ejemplo, si has probado a retirar el azúcar de tu día a día, habrás notado como ahora eres mucho más sensible y puedes llegar a rechazar alimentos dulces que antes comías con asiduidad. 

También se ha demostrado que la dieta occidental alta en hidratos y grasas de mala calidad cambia el esquema de la lengua y que las personas que se alimentan de esta manera acaban desarrollando una preferencia por el dulce.

Pero en la boca no acaba todo. Más allá de esta hay receptores que, aunque no perciben exactamente los sabores, se activan de distinta manera según lo que comemos. Estos receptores extraorales hacen cosas tan variopintas como regular la fertilidad masculina, entre otras funciones. 

No, el intestino no detecta el dulzor de ese bollo. Pero desencadena, junto con el páncreas, la segregación de insulina. Aunque ojo, también se ha demostrado como nuestro intestino siempre mostrará preferencia por el azúcar antes que por un edulcorante no calórico, ya que "entiende" que uno conlleva energía y el otro no. 

Así que sí, puede que al fin y al cabo todo sea cuestión de gusto.