Cuando hablamos de felicidad, cada persona la halla en algo diferente. Desde viajar, pasear a nuestra mascota, comer en nuestro restaurante favorito o ver una película mientras llueve, depende de las percepciones y opiniones de cada uno de nosotros para definirla y considerarnos plenamente felices.
Los acontecimientos que vivimos afectan en nuestro estado de ánimo y pueden cambiarlo en tan solo unos segundos, cuando considerábamos que estábamos en la cúspide del bienestar. Sin embargo, las investigaciones demuestran que alrededor del 40% de nuestra felicidad reside en nuestro poder de cambio, en hábitos sencillos y positivos que pueden aumentarla.
Todos ellos nos hacen reflexionar sobre un mismo círculo, y pensar que por muy amplio y subjetivo que sea el concepto de felicidad plena, todos los expertos coinciden en que podemos ser más felices si realizamos una serie de hábitos. Y a pesar de que muchos de los consejos que nos han contado hasta ahora están relacionados con hacer frente a los peores momentos de la vida, el secreto parece estar mucho más cerca.
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Ya lo decía la sabiduría popular, la felicidad viene en un frasco pequeño. Por mucho que nos esforcemos en conseguir todo el dinero del mundo o llegar al puesto más alto en nuestro trabajo, una vez logrado podemos sentirnos más infelices que nunca. Y de todos esos cambios que buscamos adaptar para lograr nuestro deseo, hay uno de ellos que valoramos y realizamos poco, pero es el más importante para los expertos.
En plena era digital, el contacto físico se ha visto más invisible que nunca. Las interacciones sociales se basan en 'solicitudes de amistad' o 'me gustas' que pocas veces llegan a traspasar la pantalla. Sin embargo, es este afecto físico el que constituye un paso muy importante para lograr la felicidad tan ansiada.
El sencillo hábito que olvidamos y nos hace más felices
El contacto físico es algo que lleva con nosotros desde que surgió la humanidad. A medida que los humanos evolucionaron, el tacto se convirtió en un lenguaje que permitía establecer vínculos morales con los demás. Y de todos los tipos que existen, desde la palmadita en la espalda para reforzar la confianza hasta un abrazo de despedida, todos forman parte del secreto de la felicidad.
En plena era de movimiento y trabajo, el apego y contacto físico queda relegado a un segundo plano. Sin embargo, es la piel la que está formada por miles de receptores sensoriales y por ende, la que nos permite percibir e incrementar los niveles de dopamina y serotonina, los encargados de regular el estado de ánimo y aliviar el estrés y la ansiedad
Cuando estamos tristes, un abrazo nos hace llorar más, cuando tenemos miedo, buscamos una mano a la que sujetarnos y cuando estamos emocionados, nuestra piel se eriza. Desde el momento en que nacemos hasta la vejez, el tacto juega un papel primordial en nuestro desarrollo y bienestar físico y mental. Con el paso del tiempo, nuestros patrones de apego se van moldeando a través de las interacciones, desde nuestros padres hasta los amigos del colegio.
Todas ellas son las que determinan cuánto apego necesitamos. No todas las personas necesitan el mismo contacto físico y pueden sentir placer con algo que otras pueden contemplar como insignificante. Un individuo puede querer una cantidad mínima de contacto frente a otra que pide mucho más, pero ambos están directamente relacionados con el bienestar.
En una investigación de la Universidad de Binghamton y la Universidad Stony Brooke, se estudió a 180 parejas casadas de diferentes sexos. Ambos individuos contestaron a preguntas sobre su estilo de apego y satisfacción, mientras que el resultado fue que aquellas que se tocaban más (no necesariamente de forma sexual) eran mucho más felices.
Así como el contacto físico nos hace ser felices, algunas investigaciones han demostrado que la falta del mismo tienen correlación con problemas como cambios en ritmos cerebrales, trastornos del sueño o comportamientos más impulsivos y agresivos. Esto, incluso, hace relacionar a los expertos con los comportamientos rebeldes que se dan en la adolescencia, cuando los niños están más separados de sus padres.