En Bondu todavía está, cerrada con llave, la caja con un demonio en su interior. Los habitantes de este poblado, ubicado al este de Sierra Leona y rodeado por kilómetros de selva a la redonda, miran con recelo la casa de su propietaria. Zowe Yawa -o la bruja, como la conocían en la región- era una sanadora de cierta reputación. También fue la persona que trajo consigo el ébola desde una aldea cercana, dentro de los límites de Guinea. Allí, hablar de fronteras, apenas tiene sentido: es fácil caminar de una villa a otra si encuentras el camino entre la vegetación.
Un día, hace casi dos años, Zowe recibió el mensaje de que en una aldea cercana había un hombre que reclamaba sus servicios. Estaba bien posicionado socialmente y aquello podía reportarle una cantidad de dinero jugosa a la hechicera. Con una caja en sus manos se presentó en la casa del paciente e inició el rito. Dentro, decía ella, había un demonio: una serpiente en la que iba a vaciar todos los males del hombre, en realidad enfermo de ébola. La mujer se infectó en el proceso y llevó el virus hasta su aldea natal. Durante semanas y pese a su malestar, trató a otras personas, a las que también contagió. Murió poco después y más de 300 personas de su entorno contrajeron la enfermedad. Muchos creyeron que se trataba de una maldición y la casa de Zowe sigue cerrada bajo llave.
Es fácil imaginarse Sierra Leona como un laboratorio en el que, en las últimas décadas, se hayan puesto en marcha guerras, hambrunas y epidemias. Entre 1991 y 2002, el país se desangró en un conflicto civil por el control de las minas de piedras preciosas. Algunas películas, como Diamante de Sangre -protagonizada por Leonardo DiCaprio-, reflejan aquella situación. Niños soldado, mutilaciones, violaciones sistemáticas y decenas de miles de víctimas. Después llegó el hambre. Cuando por fin parecía que se empezaban a dejar atrás todos esos problemas, la muerte llegó en forma de virus. Era el ébola y sacudió al país hasta los cimientos.
Joe Musalubbu, a sus 16 años y sin ser consciente de ello, reúne en su existencia la historia reciente de Sierra Leona. Por las mañanas, compra arroz en el mercado, lo mete en saquitos y los vende por las calles de Lunsar. “Mis padres murieron en la guerra”, reconoce entre susurros. Habla bajo, puede que por timidez; quizá por miedo. Siendo hijo único, unos familiares se hicieron cargo de él, aunque muy pronto, casi abandonado, terminó en un orfanato.
Lunsar es una de las localidades más pobladas de Port Loko, un distrito ubicado al oeste del país. En España, el nombre de esta villa se hizo mediático cuando el misionero Manuel García Viejo contrajo el virus. Las autoridades repatriaron al religioso, que terminó muriendo en España. Teresa Romero, una de las enfermeras que lo trató en el hospital Carlos III, también contrajo el virus. El ébola ocupó entonces todos los focos mediáticos y el miedo se convirtió en epidemia.
Cuando aquello ocurrió, Joe no sabía cuál iba a ser su futuro, el de su aldea o el de su país: “No sé si algún día se irá el ébola”, señalaba. Allí también cundía el pánico, aunque en otras dimensiones que en España. Corría el rumor -cierto- de que los enterradores, incapaces de afrontar el volumen de trabajo que se les acumulaba, lanzaban los cadáveres a fosas que apenas cubrían con una pequeña capa de tierra. Por la noche, perros hambrientos profanaban los cuerpos.
Trabajadores voluntarios locales recorrían las aldeas exponiéndose al virus, tratando de convencer a sus habitantes de que el ébola era real y que había una serie de medidas -lavarse las manos con agua clorada, evitar contactos físicos- que podían frenar su avance. Para muchos era difícil de creer, sobre todo cuando creían que aquella enfermedad era una maldición, un castigo por sus pecados o un invento de Estados Unidos para diezmar a la población africana. Cuando recorría algunas zonas rurales no faltaron las ocasiones en las que me señalaban y gritaban “¡Ébola!”, creyendo que era un agente norteamericano infiltrado.
A Joe le temblaba las manos cuando repartía sus saquitos de arroz. Tras desatarse la epidemia del ébola, recorría algunos de los barrios más afectados de Lunsar vendiendo su mercancía. Cuando las autoridades detectaban que en una casa había llegado el virus, se llevaban al paciente -o al cadáver- y hacinaban al resto de inquilinos durante tres semanas, para asegurarse que la enfermedad no traspasaba las paredes de la vivienda. Un agente vigilaba cada una de ellas; si no había policías suficientes, los propios vecinos, asustados, no dejaban salir a ninguno de los sospechosos. A veces, a pedradas.
Joe, a escondidas, vendía algunos saquitos a las familias afectadas que no tenían qué llevarse a la boca. Sentía más miedo por la reacción que podrían tener los vecinos que por acercarse a los posibles infectados. “Si vendo, gano dinero y como; si no, me voy a dormir con el estómago vacío”, relataba el chico.
Este jueves, la Organización Mundial de la Salud (OMS) decretó el fin de la epidemia del ébola, que se ha llevado la vida de más de 11.000 personas. Aunque no han pasado ni 24 horas y precisamente en este país las autoridades han anunciado una nueva muerte por ébola. La OMS ya había advertido de que podía suceder.
En lugares como Sierra Leona -donde se manifestó por primera vez hace 22 meses-, su economía incipiente ha sufrido un zarpazo del que difícilmente se recuperará. Con la enfermedad como parte de su historia, sus vecinos ahora se esfuerzan en sobrevivir al día a día en una de las regiones más pobres del mundo. Tras charlar un rato, Joe se lleva la mano al corazón en agradecimiento: estrechar la de su interlocutor está prohibido por las autoridades. Se lleva su cubo de arroz a la cabeza y, antes de perderse entre uno de los barrios batidos por el ébola, vuelve a hablar en susurros: “Gracias por escuchar mi historia”.