El día amaneció soleado y tranquilo. Como era domingo, la reunión con la que damos comienzo a la jornada de trabajo se había fijado para las 9 de la mañana; un poquito más tarde que de costumbre. Aquel 10 de abril, nuestro plan consistía en acercarnos con nuestra clínica móvil hasta los lugares donde se encuentran los refugiados y migrantes que se han establecido más lejos del campo principal de Idomeni. Fuimos para allá, pero apenas unas horas después de comenzar a trabajar, tuvimos que interrumpir de manera abrupta nuestras actividades. Los compañeros que estaban en el campo principal nos llamaban para pedirnos que acudiéramos rápidamente hasta allí para echarles una mano: había muchas personas con necesidad de atención médica a causa de la violencia ejercida contra ellos por la policía de ARYM.
El campamento de Idomeni se encuentra situado en un vasto terreno de tierras agrícolas que está dividido en dos por una valla metálica reforzada con alambre de espino. Algunas tiendas de campaña se encuentran cerca de este lugar, pero la mayoría se sitúan en otros puntos más lejanos.
Aparcamos el jeep cerca de la estación de trenes, junto a la clínica de MSF, y mientras nos acercábamos al campo vi cómo una nube de humo blanco se erigía en la distancia. Supuse que sería gas lacrimógeno, pero no estaba seguro. También se escuchaban fuertes explosiones y disparos, así que empecé a preocuparme: seguramente estarían disparando balas de goma y lanzando gas lacrimógeno, pero el ruido era tan ensordecedor que también podría haberse tratado de una explosión de bombas en cadena.
Una vez que estábamos lo suficientemente cerca, lo primero que me llamó la atención fue el enorme número de familias que se habían aglutinado a tan sólo 100 metros de la valla fronteriza. Muchas mujeres y niños lloraban y se consolaban mutuamente. Me di cuenta de que en aquel grupo había un gran número de niños no acompañados, que seguramente habían perdido de vista a sus padres durante los momentos de mayor tensión. Vi también a algunas personas distribuyendo pasta de dientes y mascarillas para que pudieran protegerse de los gases lacrimógenos. Muchos otros abrían latas de Coca Cola, echaban el contenido sobre pañuelos y los colocaban sobre sus rostros para no inhalar los gases. El caos era absoluto, con cantidades ingentes de personas siendo atendidas y con otras tantas que gritaban pidiendo ayuda.
En la clínica de MSF, mis compañeros trataban de asistir a todos los que llegaban. Sin embargo, antes de que nos diéramos ni cuenta, comenzó un nuevo ataque. Desde donde yo me encontraba, cerca de la puerta de la clínica, pude escuchar un gran número de explosiones seguidas por un montón de gritos. Y según se iban acercando más personas en busca de ayuda, esos gritos se iban haciendo más fuertes.
Lo que más me impactó en aquel momento fue el gran número de mujeres y niños que llegaron hasta allí, muchos de ellos cargando con algunas de sus pocas pertenencias. Trataban de encontrar la clínica, pero no podían ni ver por dónde caminaban.
Empezamos a hacer triaje de los pacientes: casi todos presentaban lesiones cutáneas en la cara causadas por los gases lacrimógenos. También había muchos niños con los pulmones inflamados. Muchos hombres, mujeres y niños eran traídos hasta la clínica sobre mantas que hacían las veces de camillas improvisadas. Las heridas y el impacto psicológico que les había provocado la agresión de la policía macedonia hacían que algunos fuesen incapaces de llegar hasta allí por su propio pie.
La mayoría de los que no presentaban lesiones relacionadas con la exposición a gases lacrimógenos tenía enormes moratones y traumatismos producidos por el impacto de balas de plástico. Enseguida me di cuenta de que un número importante de estas lesiones se localizaban en la parte posterior del cuerpo, lo cual indica claramente que cuando fueron alcanzados se encontraban caminando o corriendo para alejarse de la fuente de los disparos. Algunos también habían presentaban impactos de balas de plástico en el pecho y en la cabeza.
Uno de los tres niños que sufrieron el impacto de estos proyectiles en la cabeza, deambulaba totalmente aturdido sosteniendo la bala de plástico en su mano. Su madre, descompuesta de rabia, nos dijo que había estado inconsciente durante al menos cinco minutos. El pequeño fue transferido al hospital para que se le practicara una resonancia magnética. Y no fue el único, ya que, junto a él, también tuvimos que enviar a muchas otras personas que sufrieron fracturas y lesiones de diversa gravedad.
Cuando parecía que por fin empezábamos a descongestionar la clínica de pacientes, empezamos a oír de nuevo los gritos de un montón de personas que corrían para tratar de alejarse de la valla.
Salí al exterior de la clínica para hacer una valoración de cómo estaban las cosas ahí fuera. De repente, vi que a mi derecha, en el techo de una de las grandes carpas blancas instaladas por MSF para dar cobijo a los refugiados, había un objeto del que salía una cortina de humo ondulante. Un segundo después, el objeto cayó sobre un camino que atraviesa el campo y el humo empezó a expandirse por los alrededores. La gente entró en pánico. Todo el mundo corría para tratar de alejarse lo máximo posible de las carpas.
En cuestión de segundos, el humo blanco del gas lacrimógeno entró en nuestra clínica, que en ese momento estaba repleta de gente. Todo el mundo se agachó inmediatamente tratando de proteger sus caras. Apenas lograba ver nada, pero me las arreglé para conseguir una botella de agua con la que pude limpiarme un poco la cara. El picor que sentía en los ojos era terrible.
Aunque el ambiente estaba completamente cargado, seguimos atendiendo a todo el mundo lo mejor que pudimos. Muchos lloraban. Otros, tan sólo lograban decir: “Por qué nos atacan de este modo. Nosotros no hemos hecho nada malo. Y entre ellos, aquella mujer embarazada cuya única preocupación era encontrar a su otro hijo, que se había perdido en mitad de la estampida: “Sólo queríamos pasar. Nos habían dicho que hoy abrirían la frontera. Necesito que por favor encuentren a mi hijo”. Aquel fue un día terrible.
Traducción y adaptación al español: Fernando G. Calero.