Fue el 8 de noviembre de 1994, tenía 26 años y había pasado el último año trabajando como voluntaria en la campaña de Kathleen Brown para gobernadora de California. Eran tiempos embriagadores para una mujer joven interesada en la política y la participación cívica. 1992 había sido el Año de la mujer y las mujeres de mi generación -conocida luego como generación X- pensábamos que las cosas tenían muy buena pinta... Pero no aquella noche.
Nuestra candidata perdió y me acuerdo de estar allí en una sala del Biltmore Hotel en Los Ángeles con mis amigas. Llorando. De hecho, aún me afecta pensar en ello, quizás porque recuerdo nuestra ilusión por ver a una mujer representarnos como gobernadora de nuestro gran estado.
Fuimos consoladas por las senadoras Dianne Feinstein y Barbara Boxer, pero a pesar de la contribución de California, la presencia de las mujeres en el Congreso solamente había pasado entonces del 6% al 10%. En nuestra opinión, esa progresión estaba muy lejos de lo que hacía falta. No era un capricho: necesitábamos modelos a seguir para demostrarnos que, tal como nuestros padres y profesores nos habían prometido cuando éramos niñas, el cielo era el límite.
En EEUU hace falta una red de contactos para que una mujer entre en política, no basta con que te pongan en una lista
No me entra en la cabeza que 22 años después se haya progresado tan poco en EEUU. Las mujeres no llegamos a representar ni el 20% del Congreso y, aunque seguimos con las dos senadoras de California, no hemos visto ni una sola candidatura seria de mujer para gobernadora.
Hay organizaciones como Emily's List que trabajan para ayudar a las mujeres a entrar en política. Hace falta una gran red de contactos de apoyo para lograrlo, no basta simplemente con que te pongan en una lista, como sucede en el sistema parlamentario español.
Como politóloga, asesora política, profesora de comunicación política, feminista, pero sobre todo como mujer, me duele que tengamos tan poca representación. Y, al final, ese es el meollo de la cuestión: las mujeres somos más de la mitad de la población, pero hasta 1920 no tuvimos derecho a votar y, tras 240 años de historia, ni siquiera nos hemos acercado a ver a una mujer en la Presidencia del país. Hasta ahora.
Es curioso que el mayor apoyo logrado por Bernie Sanders, el rival interno de Hillary, haya venido de hombres blancos
La política no es fácil para las mujeres. La sociedad está más acostumbrada a hablar de la ropa y del peinado de las mujeres que de sus propuestas políticas. Por eso hay que actuar. Es muy complicado ese equilibrio imposible que tenemos que buscar entre ser competentes y parecer amables. Evidentemente, es algo que los hombres hacen por naturaleza, pero que las mujeres tenemos más difícil. Si levantamos la voz, estamos gritando; pero si la mantenemos demasiado baja, somos flojas. Es casi imposible encontrar nuestro estilo y nuestra voz sin modelos que podamos emular.
Durante el último año me han decepcionado mucho esos hombres de la izquierda que apoyaban la candidatura de Barack Obama en 2008 y ahora, en vez de apoyar a Clinton, en vez de apoyar a la candidata que está políticamente más cerca de Obama, han girado a la izquierda para seguir a un hombre blanco y muy mayor. Ellos dicen que es por sus ideas y que son feministas, pero la realidad es que no quieren a “esa mujer”. Sin embargo, es curioso que el mayor apoyo logrado por Bernie Sanders haya venido de hombres blancos.
Una y otra vez, me han acusado de apoyar la candidatura de Hillary Clinton simplemente porque es mujer, como si fuera una razón frívola. Han sugerido que por ser una mujer blanca y privilegiada yo no tenía derecho a elegir a alguien que se me parece. Nadie ha acusado a los hombres que han apoyado a candidatos durante los últimos 240 años de respaldarlos solamente porque eran hombres.
Cuando un gobierno no refleja a su ciudadanía margina en sus políticas a las personas no representadas
Cuando un gobierno no refleja a su ciudadanía margina a las personas no representadas, tanto de forma cultural como en las políticas que desarrolla. Cada uno tenemos una experiencia distinta y, por mucho que podamos decir que entendemos otras experiencias, no es lo mismo.
Varios hombres seguidores de Bernie Sanders se declaran feministas y han intentado convencerme -demasiadas veces de una forma agresiva- de que él es mejor para las mujeres. Y yo no lo entiendo. Me sorprendió mucho cuando uno de ellos se enfadó conmigo por decirle que no comprendía mi experiencia como mujer. Yo no pretendo entender la experiencia de ser negra. Creo que el punto de partida correcto es escuchar, tener empatía y solidaridad. Tenemos límites y hay que reconocerlos.
Es precisamente este tipo de arrogancia y agresividad lo que ha silenciado en las redes sociales a muchas mujeres en las primarias, que no estaban dispuestas a discutir con hombres feministas que tratan de intimidarlas. Las mujeres no estamos educadas para ese tipo de confrontaciones; incluso a quienes no nos importan esas discusiones nos cansan mucho. Además, sospecho que muchos de los hombres con los que he discutido en las redes por apoyar a Hillary Clinton no se hubieran enfrentado conmigo si yo fuera un hombre. Pero eso es imposible de comprobar.
Por fin tenemos una candidata que sabe lo que es sufrir el sexismo, ganar menos que los hombres, estar embarazada...
No hace falta recordar de nuevo las virtudes de Hillary Clinton, sin embargo nos encontramos justificando la elección, recitando la lista de sus logros y experiencia; y claro que es importante elegir a alguien con la preparación y los valores adecuados. Pero elegir, tras 240 años de historia, a la primera mujer candidata de un partido mayoritario es extraordinariamente importante, así que no deberíamos tener que esconder nuestra alegría por ello.
El 28 de julio de 2016 estuve presente en el Wells Fargo Center en Filadelfia para vivir el momento histórico en el que Hillary Clinton aceptó la nominación del Partido Demócrata para la Presidencia de los Estados Unidos. Estuve junto a mi amiga de la campaña de Kathleen Brown en 1994. Llorando. Pero esta vez, lágrimas de alegría.
De la misma forma que durante la Presidencia de Obama no se han solucionado todos los problemas de racismo, Hillary Clinton no solucionará todos los problemas del sexismo. Pero poder vernos nosotras mismas reflejadas, por fin, en una candidata a la Presidencia de Estados Unidos me hace sentir parte del proceso como nunca antes había sentido. Por fin tenemos una candidata y, quizás, una presidenta que sabe lo que es sufrir el sexismo, ganar menos dinero que los hombres, estar embarazada, recibir críticas por su ropa o por no llegar a los estándares imposibles de belleza. Alguien que, como más de la mitad de la población, ha vivido la experiencia femenina.
***Alana Moceri es profesora de Comunicación política en la Universidad Europea de Madrid.