Fareeda Khalaf recuerda el momento en el que su vida cambió para siempre. Era el 15 de Agosto de 2014 y los coches portando la bandera negra del Estado Islámico entraron en Kocho, su aldea natal, situada en el norte de Irak.
“Recuerdo que mi padre me dijo que mantuviese la calma”, explica la joven. “Sabíamos que corríamos riesgo especial, pues al ser yazidí [una minoría religiosa preislámica] éramos considerados infieles por ISIS. Algunos vecinos intentaron huir y fueron alcanzados a las afueras del pueblo. Los militantes les fusilaron. Mi padre sabía que no había sitio donde huir, que sólo quedaba esperar a ver lo que harían los yihadistas con nosotros”.
La joven recuerda como todos los yazidíes del pueblo fueron rondados y encerrados dentro de la escuela local, el sitio donde ella estudiaba la carrera de magisterio.
“Nos separaron por sexo y por edad, los hombres y adolescentes en una planta, las mujeres y niños en otra. Nos dijeron que o nos convertíamos al Islam o sufriríamos las consecuencias. Cuando rehusamos hacerlo, se llevaron a los hombres –entre ellos mi padre y mi hermano mayor– y les mataron”.
La ejecución de su padre y su hermano era apenas el principio de la pesadilla de Khalaf. Junto a otras 47 mujeres fue conducida a Raqa, capital de facto del ‘califato’ en el norte de Siria. Ahí fue vendida en un mercado de esclavos sexuales.
Durante su cautiverio Khalaf fue violada y torturada a diario. Cada vez que resistía los avances de su dueño, la joven sufría brutales palizas, tanto que pasaba los días posteriores postrada sobre el suelo, incapaz de moverse. Inesperadamente, un día logró escapar, huyendo al desierto sirio y luego negociando su rescate al ser hallada por comerciantes kurdos que, lejos de simpatizar con su caso, sólo se interesaron por ver cuánto dinero pagarían los supervivientes de su familia para recuperarla.
Refugiada en Europa, Khalaf escribió La chica que le ganó a ISIS, la devastadora autobiografía en la que detalla los horrores que vivió durante sus años como esclava del Estado Islámico. Recibe a EL ESPAÑOL en Portugal, donde ha viajado como parte de su campaña activa para conseguir apoyo internacional para la causa de los yazidí, y la designación de los crímenes del Estado Islámico en contra de su minoría como un genocidio del siglo XXI.
¿Sabía lo que era el Estado Islámico cuando sus militantes aparecieron en Kocho?
Sabíamos que eran yihadistas, y durante semanas habíamos seguido las noticias detallando el avance del ISIS por el centro y norte del país. Habíamos escuchado historias sobre las barbaridades que perpetraban, y sabíamos que odiaban a los yazidí porque pensaban que nosotros adorábamos al diablo. Aun así, no tenía idea de lo que me esperaba.
Al llegar a Raqa, ¿cómo reaccionó al darse cuenta que iba a ser vendida?
No entendía lo que estaba pasando. Vi cómo iban subastando a las más jóvenes, las chicas de 13 años, que eran las más demandadas por los militantes. Yo tenía 18 años a esa altura y era considerada vieja. Cuando llegó mi turno lo único que sabía era que no podía dejar que esos hombres me tocaran. Lo hicieron, pero yo resistí con toda la fuerza que tenía en mi cuerpo.
Luchaste, pese a que cada acto de resistencia implicaba una paliza posterior...
Sí. Mordí, arañé, hice todo lo posible para que no me violaran, aunque lo hicieron día tras día. Las palizas eran brutales, tan intensas que muchas veces pasaba varios días sin poder andar por lo duro que me pegaban. Pero con cada golpe que me daban recordaba a mi padre, que siempre dijo que yo era una mujer fuerte, y los asaltos me hacían cada vez más fuerte.
En su libro explica como las violaciones eran casi rituales, que su “dueño” rezaba antes de asaltarle.
Era un sistema perverso, inhumano. Nos obligaban a tomar píldoras anticonceptivas, pues aunque sus mandamientos permitían violar sus esclavos, no permitían tener sexo con embarazadas. Muchas veces intenté razonar con el hombre que me compró, decirle que lo que hacía iba en contra de todo mandamiento, todo concepto de humanidad. Hizo caso omiso de mis palabras. Me dijo que era una esclava y una infiel, y que por eso podía hacer lo que le daba la gana conmigo.
¿Perdió la esperanza en algún momento?
Muchas veces. Intenté suicidarme en cuatro ocasiones. No conseguía imaginar que algún día lograría escapar ese infierno.
Pero lo consiguió.
Sí, por un descuido de los militantes una noche. Estaba encerrada en una casa en Hasaka, en el noreste de Siria, y los guerreros fueron llamados a tomar armas, a participar en una batalla cercana. Había tanta confusión que se dejaron la puerta abierta, y yo y las otras seis chichas que estábamos en esa casa decidimos huir. Me llevé uno de los teléfonos móviles que había visto por la casa. Nos escondimos en una casa en ruinas, en el desierto a las afueras del pueblo. La verdad es que no sabíamos qué hacer, pero finalmente decidí pedir ayuda.
¿No corría el riesgo de toparse con un simpatizante del ISIS y ser recapturada?
Sí, pero no tenía otra opción. Una de las chicas que huyó conmigo era apenas una niña y estaba muerta de sed. Sin agua no tendríamos esperanza alguna. Me armé de valor y toqué en una puerta de una de las casas limítrofes sin saber si el dueño era del Estado Islámico o no. Era un señor mayor, y le dijimos que habíamos teníamos el coche averiado. Nos dijo que esperáramos a su hijo, que nos ayudaría, pero cuando el hijo apareció, le reconocí. Era amigo del militante que me había comprador, y temí por mi vida. Pero él me dijo que me quedara tranquila, que había visto como me pegaban y que me respetaba. Me dijo que no comulgaba con ISIS, pero que si no colaboraba con ellos, le matarían.
¿Cómo logró salir de ahí?
Ese hombre me ayudó entrar en contacto con unos contrabandistas kurdos. A ellos sólo les interesaba ver cuanto dinero podían conseguir a cambio de sacarnos del territorio controlado por el Estado Islámico. Éramos apenas mercancía para ellos.
¿Cuando finalmente sale de la zona fue enviada a un campo de refugiados. ¿Sufrió algún tipo de discriminación por el tratamiento que recibió durante su periodo de cautiverio?
En el campo había gente que rechazaban a los ex esclavos del ISIS precisamente por lo que habían sufrido; consideraban a las mujeres que habían sido violadas como mujeres sin honor, mujeres manchadas. Tuve suerte en que cuando llegué el líder de los yazidíes en el campo de refugiados reunió a los otros de mi minoría y, al contar lo que me había pasado, dijo que yo debía ser objeto de honor, no repulsa. Que yo merecía mayor respeto por lo que había vivido.
¿Consiguió reunirse con el resto de su familia?
Sólo con uno de mis hermanos menores. Pese al apoyo de la comunidad en el campo, estábamos sólo, y por eso inmigramos a Europa en cuanto tuvimos la oportunidad.
¿Cuáles son sus objetivos ahora?
Cuento mi historia para dar atención al sufrimiento de mi minoría, y para pedir que la comunidad internacional nos de justicia. Los criminales que mataron a mis familiares y me violaron siguen libres; tienen que pagar por lo que hicieron. Exijo que lo que ISIS ha hecho a los yazidíes sea clasificado como un genocidio. También pido que Naciones Unidas despliegue una fuerza de seguridad internacional a la zona donde vivimos, pues no es la primera vez que nuestros vecinos han intentado exterminarnos. Pido que cuando piensen en nosotros la gente de fuera se pregunte, ¿qué medidas tomaría si se tratase de mi mujer, de mi madre, hermana o hija?
Usted concluye su relato recordando las palabras de su padre, que siempre dijo que “las personas son buenas, pero que es su entorno que las corrompe”. ¿Considera que los militantes del Estado Islámico son personas fundamentalmente buenas, corrompidas por los líderes del movimiento?
Creo que todos los seres humanos son fundamentalmente buenos: nadie nace siendo militante del ISIS. La religión, el entorno familiar, la sociedad que nos rodea… Estos son los factores que nos moldean. La ideología del Estado Islámico convierte a las personas en monstruos.