Una democracia que se ahoga en efectivo
Mientras los ricos y poderosos destinan cada vez más dinero a las campañas políticas y a los lobby, las voces de los americanos de a pie están siendo silenciadas.
La marea de dinero que se hincha alrededor del sistema político estadounidense sigue aumentando. En 2016, los candidatos al Gobierno federal gastaron una cifra récord de 6.400 millones de dólares en sus campañas, mientras que los lobistas gastaron 3.150 millones para influir en el gobierno en Washington. Ambas sumas son el doble de los niveles de 2000.
Pero, ¿qué compra todo este dinero? Nadie cree en serio que la calidad de la democracia representativa estadounidense haya doblado su valor. ¿Se ha vuelto, al contrario, el doble de corrupta?
Estados Unidos ha mantenido desde hace mucho tiempo un enfoque más abierto sobre la financiación política que otras democracias occidentales, en parte porque el país es grande, las campañas son largas y la publicidad política en televisión es esencial y costosa. En muchos países europeos se imponen límites estrictos a los gastos o contribuciones de las campañas, que ven restringida -cuando no directamente prohibida- la publicidad pagada en televisión.
Desde la histórica sentencia del Tribunal Supremo de 2010 en el caso Citizens United [que permite la participación de las empresas en las campañas electorales], la financiación electoral en Estados Unidos se ha vuelto menos restrictiva. Hoy, los comentaristas en Europa describen a menudo el modelo americano como "corrupción legalizada". En Estados Unidos, los veteranos de la reforma de la financiación electoral se desesperan por el terreno perdido desde la década de 1970, cuando el escándalo del Watergate propició una serie de controles sobre la financiación de las campañas.
Según Fred Wertheimer, presidente de Democracy 21, una organización sin ánimo de lucro dedicada a reformar las campañas, la inundación de dinero desatada tras la decisión de la Corte Suprema en el caso Citizens United ha barrido la eficacia de los controles. Wertheimer descarta, por "ilusorio", el argumento de que las contribuciones de grupos supuestamente independientes conocidos como "super PACs" no corrompen el proceso político porque no intervienen directamente en las campañas que apoyan. "La conclusión es que tenemos problemas muy serios con el funcionamiento de nuestra democracia causado por el flujo desenfrenado de la influencia/búsqueda de dinero en las elecciones", añade.
Pero, ¿es esto corrupción? ¿Las sumas gigantescas destinadas a las campañas -y luego derrochadas con los cargos electos mientras se presiona el sentido de su voto- equivalen a intentos de comprar poder político? ¿O estamos, tal y como la Corte Suprema aceptó en el caso Citizens United, ante un ejercicio de libre expresión protegida constitucionalmente?
Transparencia Internacional, el grupo anticorrupción con sede en Berlín, define "corrupción" como "el abuso de poder para el beneficio privado". De ser así, tal vez el sistema americano no sería tan indecente después de todo. De hecho, Estados Unidos obtuvo buenos resultados en el Índice de Percepción de la Corrupción de 176 países elaborado por Transparencia Internacional, quedando decimoctavo, detrás de Dinamarca (primera) y Alemania (décima), pero delante de Francia (vigésimo primera) y Rusia (en el puesto 131).
Pero según Wertheimer, mientras el sistema estadounidense es bastante estricto en la represión de prácticas como el soborno y las mordidas, ha abierto la puerta a otro tipo de corrupción. "La corrupción en Estados Unidos no consiste en que los funcionarios se metan dinero en el bolsillo", señala. "La corrupción es sistémica y atañe al proceso en sí. Cuando trabajas con miles y miles de millones de dólares, gran parte de los cuales pretenden comprar influencia, se daña el sistema y hace mucho más difícil defenderse y mantener la representación de los estadounidenses de a pie”.
Con todo, la tolerancia que en otros países se tiene con las transacciones quid pro quo causa más perjuicios que un sistema político inundado de dinero, según Yascha Mounk, profesor de Teoría política en la Universidad de Harvard. En su opinión, esa tolerancia desalienta la inversión económica, corrompe el comportamiento en los gobiernos locales y corroe la fe en el sistema de Justicia.
Yascha Mounk sostiene que las grandes sumas de dinero gastado en las campañas políticas están ampliando el sentir entre los americanos de que están siendo marginados política y económicamente. La noción de que "todos los políticos son corruptos" es antigua y está presente en otras democracias, explica Mounk. Pero la idea de que los ricos se están haciendo más ricos mientras todos los demás se quedan atrás se está volviendo más frecuente en Estados Unidos.
Esta percepción ha sido corroborada por la investigación de Martin Gilens, profesor de Política de la Universidad de Princeton, que muestra que las políticas económicas estadounidenses en los últimos 40 años "reflejan fuertemente las preferencias de los más ricos, pero prácticamente no tienen relación con las preferencias de los pobres o la clase media estadounidense”.
"Algunos argumentan que no hay una relación causal, pero como muchos excongresistas han manifestado, ese no es el caso", dice Wertheimer. "Hay enormes cantidades de dinero que no se están destinando a fines caritativos, sino para obtener beneficios".
La adicción al dinero del sistema americano tiene otros efectos secundarios nocivos. Según Reuters, los miembros del Congreso pueden pasar tanto tiempo recaudando fondos como legislando -hasta cinco horas al día- durante intensas campañas.
Pero, por supuesto, hace falta algo más que dinero para ganar unas elecciones. En las campañas de 2012 y 2016 los candidatos que gastaron más dinero, perdieron. Y con cada candidato que pierde, millones, incluso miles de millones de dólares, se han gastado para nada.
Tampoco todas las contribuciones de las campañas son susceptibles de ser sobornos; llegan de todo tipo: en favor de determinadas causas y también en apoyo de intereses corporativos y grupos de presión industriales.
Un enfoque demasiado centrado en el dinero deja pasar por alto otras formas en que los políticos pueden ser influidos. "Hay maneras indirectas de comprar el favor que funcionan de una forma más sutil", advierte Mounk. "A uno le influye la gente que está a su alrededor, con la que pasa el tiempo o con la que cena”.
Cada cultura tiene su propio sistema de influencia o, por decirlo de otra manera, de corrupción. Tirar dinero es el modelo americano. En Rusia, el Kremlin distribuye negocios a sus oligarcas favoritos, que a su vez están ligados a sus amos políticos, un sistema que Mounk dice que es el más pernicioso de todos.
En Francia, donde la publicidad política pagada en televisión está prohibida, el gasto en campañas y donaciones están limitadas, y la financiación pública de la campaña es accesible, los votantes castigaron este año a un candidato presidencial que le dio a su mujer un sueldo público, práctica cuestionable pero común entre la élite política francesa.
En Estados Unidos, sin embargo, las inmensas sumas de dinero que giran alrededor de la política y la proliferación de "súper PACs" aún no han provocado protestas entre los votantes, y los esfuerzos para fijar las leyes de gastos de campaña se han estancado en el Congreso. Pero eso no significa que la amenaza al sano sistema democrático no sea real, según Wertheimer.
"Tales cantidades de dinero no tienen precedentes y proporcionan una ventaja extraordinaria a los más ricos", asegura. "Cuando se trata de enormes sumas -y cuando no hay leyes para contenerlas- distorsionan el proceso de una manera que las pequeñas cantidades no pueden”.
*** Celestine Bohlen es columnista de 'The New York Times'.