A un ex oficial de la KGB como Putin, de entrada no le gustaba internet, un lugar abstracto y con un enorme flujo de información, casi imposible de monitorizar. Pero con el tiempo, y con la excusa oficial de la seguridad antiterrorista, ha ido poniendo en marcha una amalgama de leyes para su férreo control que asemejan la libertad de comunicaciones en Rusia cada vez más a la de China. Leyes como la que obliga a las redes sociales a tener los datos de sus usuarios rusos en servidores ubicados en el territorio del país y que costó en 2016 el cierre de LinkedIn, dejando a cinco millones de usuarios sin servicio.
Otra de esas polémicas normas es la que obliga a los proveedores de servicios de mensajería a desvelar, a petición de las autoridades, los datos para decodificar las comunicaciones de sus usuarios, además de almacenar sus mensajes. ¿La excusa? “Para que los cuerpos de seguridad puedan monitorizar a posibles terroristas potenciales”. Y es aquí donde el Kremlin ha chocado con una de las aplicaciones más populares en el país, Telegram, muy similar a Whatsapp, fundada precisamente en Rusia y que tiene como una de sus principales ventajas el mayor nivel de encriptación, es decir, más seguridad.
Telegram, con 200 millones usuarios activos en todo el mundo, se ha venido negando a cumplir la polémica norma desde que se aprobase el pasado verano, lo que ya le costó una multa en octubre. Pero el Kremlin se ha cansado de esperar y dio un ultimátum a la aplicación que expiró el pasado 4 de abril.
En respuesta, este viernes un tribunal de Moscú ordenó, a petición del regulador nacional de las comunicaciones, Roskomnadzor, el cierre del acceso a la aplicación en el país por negarse la compañía a entregar los códigos de cifrado a los servicios secretos (FSB, antigua KGB). Un cierre que se espera se haga efectivo en las próximas horas y que Amnistía Internacional ha denunciado como “el último de una serie de ataques del Gobierno ruso a la libertad de expresión en internet”.
Excéntrico fundador
Telegram argumenta que la orden del FSB viola el principio constitucional del secreto de la correspondencia, ya que las claves de cifrado darían acceso a los mensajes de cualquier usuario, no sólo de sospechosos. Asegura, además, que es técnicamente inviable, pues la aplicación fue desarrollada de tal forma que ni ellos mismos tienen acceso a las claves de cifrado de sus usuarios. Los servicios secretos, por su parte, responden que la información solicitada no incluye datos que constituyan secreto de correspondencia y acusan a Telegram de haberse convertido en la app de mensajería “favorita de las organizaciones terroristas internacionales en Rusia”.
Para entender la actual guerra abierta entre Telegram y el Kremlin hay que remontarse en el tiempo y hablar de su fundador, Pavel Durov, el Mark Zuckerberg ruso, un excéntrico ingeniero de San Petersburgo, vegano y taoísta, radicalmente distinto al perfil tradicional del oligarca ruso, más entrado en edad y dócil con el poder. En 2007, con sólo 21 años, Durov registró la red social Vkontakte, muy similar a Facebook y de gran penetración en el espacio postsoviético, que suma hoy 477 millones de cuentas. Su conflicto con el Gobierno comenzó en 2014 cuando se negó en redondo a facilitar información sobre opositores con cuenta en Vkontake así como a cerrar sus páginas, y advirtió en una carta que no daría a nadie datos ni códigos de terceros, tampoco a gobiernos.
Exilio en el Caribe
Arrancó entonces una campaña de acoso y desprestigio que incluyó el registro policial de sus oficinas y hasta una acusación de atropello a un agente de tráfico, pese a que ni siquiera tenía coche... Durov terminó claudicando y vendiendo sus acciones en Vkontakte a un oligarca afín al Kremlin (Alisher Usmanov). Desencantado, renunció a la ciudadanía rusa y adquirió por 250.000 dólares la de San Cristobal y Nieves, una minúscula isla del Caribe refugio de millonarios.
Pero su exilio no significó su rendición, le quedaba otra bala en la recámara, su otra red social, Telegram. La experiencia con Vkontakte le sirvió de lección y ese mismo 2014 movió a Londres la sede social de Telegram, a salvo de la legislación rusa. Durov ha prometido que no reculará y no tiene intención de facilitar las claves de cifrado, en ello le va el pretigio. El choque de trenes promete nuevos capítulos.