Hace 50 años, la primera generación europea que había crecido sin tener que librar una guerra decidió que la paz, esa paz, no era el fin de la lucha. Y que las fronteras ya no eran territoriales, sino económicas, culturales y de clase. Era Mayo del 68.
En el corazón de París, los estudiantes de la Universidad de Nanterre podían ver desde las ventanas los chamizos del mayor bidonville (poblado de chabolas) de Francia. Solo unos metros separaban físicamente a los 15.000 parias y desahuciados del poblado de Nanterre de los estudiantes destinados a construir el futuro del país: el éxito y el fracaso del capitalismo se mezclaban en un mismo lugar.
Era la primavera de 1968 y todo parecía posible, pero nada era fácil. Dos millones de trabajadores franceses subsistían con el salario mínimo y había medio millón de parados. Desde antes de la Segunda Guerra Mundial no se registraban en Francia protestas civiles tan violentas: huelgas en Renault, varias fábricas ocupadas por todo el país y cientos de heridos en manifestaciones como la de Caen. La tensión social y las protestas pidiendo un cambio radical chocaban contra el autoritarismo del Presidente De Gaulle, cuya figura parecía pertenecer a otra época.
Los ciudadanos en las calles, los estudiantes en las universidades y los obreros en las fábricas formaron un frente común contra un régimen y un estado de las cosas que parecían inamovibles. Las protestas se multiplicaban por todas las ciudades.
El Barrio Latino de París, erizado de barricadas, era el epicentro a partir del cual se extendían las manifestaciones a favor y en contra de un nuevo movimiento que aún no tenía nombre pero que se había convertido en la causa común de millones de franceses. La noche del 10 de mayo, que pasó a la historia como “la noche de las barricadas”, fue el pistoletazo de salida para una primavera en la que la historia se aceleró y de la que nadie podía salir indemne.
“Seamos realistas, pidamos lo imposible”
“Debajo de los adoquines está la playa”; “Prohibido prohibir”; “Seamos realistas, pidamos lo imposible” … Las cándidas y poéticas consignas acuñadas por los estudiantes y plasmadas en grafitis y pancartas enamoraron a Europa. De repente todas las miradas se posaban en las calles de París, ocupadas por tanques por primera vez desde 1945. Nueve millones de obreros secundaron la huelga general, los precios de la comida en las tiendas fueron fijados por comités, La Sorbona se convirtió en un bastión lleno de banderas anarquistas y símbolos marxistas, la República estaba al borde del colapso.
Tras un mes de disturbios y enfrentamientos, el Primer Ministro Pompidou se avino a negociar y ofreció un 35% de incremento en el salario mínimo industrial, que la mayoría de los trabajadores rechazaron. De Gaulle, ausente de los Consejos de Ministros, sopesaba utilizar al Ejército; en cuestión de semanas ilegalizó a varias formaciones de izquierdas e impuso un estado de emergencia de facto.
Si mayo fue el mes del levantamiento, junio fue el de la revancha del poder. Con el tiempo, las posiciones se atemperaron y en las elecciones del 30 de junio ganó por mayoría absoluta el partido gaullista. El Partido Comunista, y los partidos que habían apoyado las revueltas fueron barridos. El sueño se había acabado y desde el día siguiente se empezó a cultivar la nostalgia por el mítico Mayo del 68.
Checoslovaquia
A mil kilómetros del Arco del Triunfo, en la antigua Checoslovaquia, era el gobierno el que estaba cambiando las cosas. Alejándose de la órbita soviética, Alexander Dubcek intentaba establecer un “socialismo con rostro humano” que permitiese la pluralidad política, la libertad de prensa y los sindicatos independientes. La respuesta llegó en forma de invasión. Cientos de miles de soldados de los países del Pacto de Varsovia ocuparon las principales ciudades del país. A pesar de las tímidas reservas que algunos líderes se atrevieron a insinuar, sólo Ceaucescu, en Rumanía, se negó a colaborar con la brutal invasión.
Praga, que irónicamente ha sido llamada “la París del Este”, se convirtió en el escenario de una invasión militar en toda regla. En solo 24 horas, 200.000 soldados extranjeros tomaron el control de aeropuertos, carreteras y centros oficiales, y el ejército checoslovaco fue conminado a permanecer acuartelado.
La resistencia civil se tuvo que limitar a sabotajes y estratagemas como cambiar el nombre de las calles y el nombre de los pueblos para despistar a los invasores. En los enfrentamientos entre militares y civiles, la desproporción de fuerzas se tradujo en la muerte de más de 70 personas y miles de heridos.
La reacción occidental fue simplemente cosmética y no fue más allá de la denuncia verbal. Algunos intelectuales afirmaron que la “tercera vía” propuesta por Checoslovaquia era vista como demasiado peligrosa también para los países capitalistas, porque ofrecía una alternativa atractiva para los ciudadanos descontentos de ambos lados del telón de acero.
La represión, bautizada como “ayuda fraternal” por los soviéticos, se convirtió en una advertencia para los demás países que albergasen la esperanza de seguir la estela de Praga. Decenas de miles de checoslovacos abandonaron el país, Dubcek fue relegado a un puesto de guardabosques y la “Primavera de Praga” terminó en agosto de 1968.
Para atrapar a quienes intentasen escapar del país atravesando a pie la frontera con Alemania Occidental, el nuevo gobierno títere construyó puestos fronterizos falsos unos kilómetros antes de la frontera real, donde soldados con uniformes alemanes acogían a los desertores con whisky y cigarrillos americanos para que se confiasen y rebelaran los nombres de quienes les habían ayudado a huir. Los años siguientes fueron grises y amargos, pero nunca se apagaron las protestas, aunque fuesen desesperadas y estériles como la de Jan Palach.
Palach era un estudiante de teatro de Praga que en 1969 se inmoló a lo bonzo en la plaza de San Wenceslas. Su acción fue silenciada por la propaganda soviética pero no se pudo impedir que se convirtiese en un símbolo de resistencia contra los soviéticos.
La directora Agnieszka Holland hizo hace pocos años una serie de TV basada en su historia titulada “Arbusto en llamas”: "Checoslovaquia era un país muy, muy triste. En la calle y el trabajo apoyaban al régimen, pero al llegar a casa sólo bebían cerveza y lo maldecían en voz baja. Era una sociedad con las esperanzas rotas, desintegrada, resignada, asustada... La historia de Palach es una evidencia de cómo la gente puede luchar siempre y en cualquier circunstancia y también como una prueba de que los héroes no nacen, sino que se hacen”, dijo Holland sobre la serie.
Curiosamente, mientras que la imagen que ha perdurado del “Mayo del 68” francés es la del triunfo sentimental y un sueño romántico que aún permanece vivo, de la Primavera de Praga nos ha quedado la imagen de una derrota trágica e irremediable.
París simboliza lo que podría haber sido, Praga lo que jamás pudo ser, porque el enemigo era demasiado fuerte. Pero lo cierto es que 1968 marcó el comienzo del cambio que eclosionaría más tarde en los países de Europa central y del Este. El desencanto y la aceptación sumisa se transformaron en la determinación de no aceptar nunca más una humillación semejante. Inspirado por Neruda, se dice que Dubcek pronunció la frase “podrán cortar las flores, pero no detener la primavera”. A diferencia de sus gobiernos, los escritores, intelectuales y artistas de todo el mundo mostraron su solidaridad con los ciudadanos checoslovacos, y a partir de entonces, a cualquier revolución popular se la bautiza como “primavera”.
De México a EEUU
Se puede decir que la “primavera” de 1968 duró hasta el fin del año. Pues en muchos otros países sonaron los ecos de Praga y París. En México, las protestas estudiantiles contra el PRI tuvieron un final trágico en la matanza de la Plaza de las Tres Culturas del Distrito Federal, donde decenas de jóvenes fueron asesinados a tiros.
En todo el mundo, los jóvenes clamaban por un cambio que rompiese con todo lo establecido. Los Beatles buscaban inspiración en la India, Sartre visitaba al Ché en Cuba y el libro más leído en el mundo era el Libro Rojo de Mao, que animaba a los campesinos chinos a celebrar debates en sus aldeas para extender una revolución cultural en la que los estudiantes golpeaban por turnos a sus profesores burgueses.
En Estados Unidos arreciaba el “verano del amor” y los profesores universitarios experimentaban con las drogas psicodélicas; Allen Ginsberg juraba que descubría colores nuevos en cada viaje, pero la sociedad norteamericana se dividía entre blancos y negros, entre Ku Klux Klan y los Panteras negras. La lucha por los derechos civiles y las leyes contra el racismo se abrían paso a sangre y fuego mientras en las radios se sucedieron las promesas de Kennedy de mandar un hombre a la luna antes de un año (“no porque sea fácil, sino porque es difícil”) con las de Johnson de mandar medio millón de jóvenes a Vietnam.
Martin Luther King y John Fitzerald Kennedy fueron asesinados, da igual por quién, da igual cómo: fueron asesinados. Indira Ganshi quería que el mundo se uniese a la neutral India para celebrar “un año de paz”, mientras preparaba su arsenal atómico. En España se preparaba la celebración de los “25 años de paz”, Massiel sustituía a Joan Manuel Serrat en Eurovisión porque éste pretendía cantar en catalán y el régimen decía que España era diferente, pero solo para los turistas que venían de fuera.
El paso del tiempo ha diluido casi todo lo que existía hace 50 años. La generación que decía querer rehacer el mundo en 1968, se lo pensó dos veces llegado el momento. Sarkozy, antiguo alumno de Nanterre, renegó de la herencia del 68, a la que calificó de “inmoral”. Algunos han querido ver en movimientos recientes como el 11-M una inspiración “sesentayochista”, pero el mundo de hoy día no es como era antes y como apunta el sociólogo Ángel Martín “los mismos actos no tendrían el mismo significado. Y en cuanto a las consecuencias, el principal legado de mayo del 68 consiste en su recuerdo, en saber que existió”.