Hay sobremesas de las que uno quiere escapar para viajar al mundo que tiene dentro, pero las constantes conversaciones, a menudo banales, boicotean la introspección.
Tras una contundente comilona, me encontraba yo en una de esas situaciones, pero la sobremesa no era banal, sino todo lo contrario. Era una de mis primeras cenas en el centro de operaciones que Salvamento Marítimo Humanitario tiene en la isla griega de Quíos.
En esta casa de campo, la mayor parte de las conversaciones gira en torno a los desembarcos de personas hambrientas que acaban de cruzar los pocos kilómetros de mar que separan Turquía de Grecia. También se habla de los tratados que afectan al estatus legal de los refugiados.
Aun así, yo quería marcharme y hacer lo que siempre hago cuando estoy solo: tocar la guitarra. Abandoné la mesa de la forma más discreta posible y entré a hurtadillas en la habitación de un amable intérprete afgano muy aficionado a la música.
Arrojé algunas notas al aire, en la oscuridad, acompañado por un ejército de grillos. Hay veces que las manos fluyen y otras sientes que tus dedos son tan pesados como el plomo y tan débiles como los de un recién nacido. Afortunadamente, esa noche no padecía esa combinación.
Rasgaba las cuerdas y las notas fluían con suavidad, desde Police hasta Billy Brag, pasando por los infatigables Beatles. Considerando que el repertorio había sido más que suficiente, volví a la casa de campo tanteando en la oscuridad.
No me costó demasiado tiempo porque enseguida vinieron a buscarme los integrantes de la cena: una estudiante de enfermería, una estudiante de magisterio con amplios conocimientos de primeros auxilios y una trabajadora social que estaba elaborando un informe de las condiciones de vida de los refugiados en el campo de Vial. Yo soy un simple y vulgar estudiante de Medicina, ni demasiado listo, ni demasiado tonto.
Mis compañeras parecían algo aceleradas. Se acercaron lo suficiente para exclamar: “¡Hay landing de 17 personas!”. Un landing es el nombre que se le da a la llegada de una mísera embarcación de refugiados a la costa europea. Y aquí va lo que yo pensé: “La única médico voluntaria de Salvamento Marítimo está en Atenas, tampoco hay personal de enfermería disponible y el Gobierno griego no ofrece asistencia sanitaria en los landings”.
La inevitable conclusión a la que llegué fue que una civilizada, bonita y próspera Unión Europea no tenía nada mejor que ofrecer a esas 17 personas que a mí, un vulgar estudiante de Medicina.
Ya en el coche, conduciendo de camino al puerto de Quíos, me sentía como una prenda de vestir; esa que una niña malcriada saca con desprecio de un rebosante armario para regalar a la hija de la vecina en apuros. La hermosa niña malcriada se parecía bastante a Europa en mi imaginación.
Llegué al puerto con dos cosas: un maletín que había preparado cuidadosamente la médico ausente de Salvamento Marítimo y una cara de crío que me llegaba hasta los pies.
Diecisiete personas en manos del mar
Este fue mi recibimiento: 17 personas que lo habían abandonado todo dejando su vida en manos del mar para escapar de las bombas, la policía portuaria y un coordinador griego de Salvamento Marítimo que me susurraba con la Policía enfrente: “Miente, di que eres médico, y no estudiante de Medicina”.
Mi labor era aparentemente sencilla: realizar un breve historial médico de los nuevos refugiados seguido de un chequeo para decidir si había alguna urgencia que requiriera un traslado inmediato al hospital de Quíos.
La primera vida que iba a ser sometida a mi juicio vino en brazos de una madre sonriente. Su bebé no respondía a nada, pero ella estaba tranquila porque decía que su hijo estaba muy cansado y necesitaba dormir. Las personas a mi alrededor, inquietas, me insinuaban con la mirada que no era normal que un bebé pareciera una marioneta inerte.
Yo no había cursado pediatría, ni siquiera me gustan demasiado los bebés, pero eso no parecía importarles mucho: acabó en mis brazos en cuestión de segundos. Tras unos instantes hurgando en lo poco que había estudiado en clase, sólo pude recordar que eran criaturas dormilonas y antojadas y que yo mismo había sido una de ellas.
Este bebé solicitante de asilo no parecía muy diligente. Sus ojos estaban cerrados, su cabeza se tambaleaba de un lado para otro a mi voluntad, y mis plegarias para que rompiera a llorar no surtían efecto.
Lo primero que hice fue comprobar sus constantes vitales. Respiraba correctamente, pulsos bilaterales y simétricos, sin fiebre. Alegre por descubrir que estaba vivo, pasé a someterlo a estímulos dolorosos. Lo único que recibí a cambio fue una mueca somnolienta.
Mis hipótesis eran ambiguas: o bien los bebés agotados se comportan así o la madre lo había drogado para que durmiera durante el viaje. La otra posibilidad era escalofriante: su vida estaba de algún modo realmente comprometida y el único mediador entre el cielo y la tierra era este pobre diablo: yo. Me parece que le pregunté a la madre seis veces si había dado algo a su bebé para adormecerlo. En los ratos muertos entre mi inquisitiva, acusadora y repetitiva pregunta, yo ponía la cara que imaginaba pondría un curtido pediatra al pensar en diagnósticos diferenciales.
La sonriente madre empezó a perder la paciencia y me tranquilizó diciéndome que cuando su bebé no ha dormido en mucho tiempo se comporta de ese modo. Me aseguré de que estaba suficientemente hidratado y nutrido preguntando a la madre por la última vez que le dio el pecho. A pesar de ello, pedí a mis compañeras que le proporcionaran pequeñas cantidades de agua. El líquido parecía entrar perezosamente entre sus amorfos y carnosos labios.
La sonrisa de una madre
Finalmente, este vulgar estudiante de Medicina afirmó que el bebé podía regresar con su madre. Todavía me despierto alguna noche pensando si hice bien, pero la sonrisa de la madre siempre acaba tranquilizándome. Era demasiado radiante como para que su hijo padeciera alguna enfermedad.
Tenía la cabeza llena de confusión e indecisión. Mi mirada se deslizaba desde la policía portuaria hasta los refugiados, desde los refugiados hasta la policía portuaria. Tan sobrecogido estaba que mi siguiente paciente se puso frente a mí sin que me diera cuenta.
Me enseñó el brazo. Presentaba una ligera deformidad y varias cicatrices. En mi ignorancia, le pregunté si se había caído o si había tenido algún accidente trabajando. Se quedó quieto, perplejo y a la vez exaltado, como si hubiera recordado algo muy desagradable que sólo un estúpido no sería capaz de deducir. Me contestó en árabe, con palabras secas y concisas. La traducción de mi intérprete fue: “Me explotó una bomba hace un año”.
Tenía una mano con movilidad reducida, sentía dolor cada vez que la abría todo lo que los huesos destrozados por la metralla le permitían. Tuve que mentirle a la cara, tuve que decirle que pidiera cita con el doctor una vez estuviera en el campo de Vial, tuve que decirle que él le daría analgésicos para el dolor y que le harían pruebas de imagen en poco tiempo. Tuve que omitir que en Vial sólo hay un médico para 2.600 refugiados, tuve que omitir que la mayoría pierde la esperanza y muere un poco más cada día esperando horas y horas a ser atendidos.
Recibir una bendición árabe de unos ojos llorosos tras ser un farsante, me hizo sentirme tan mal que mis emociones quedaron bloqueadas. Lo que ofrecí al resto de los refugiados fue un frío y objetivo estudiante de Medicina.
Yo, un vulgar estudiante de Medicina, fui la primera atención médica que Europa dio a esas 17 personas que se adentraron en lo más profundo de la noche para huir de su país en guerra.
*Alberto Ramírez es estudiante de Medicina y ha participado en el proyecto solidario DYA con los refugiados.