Alfonso López prepara la cama para dormir. Mañana tiene turno en la empresa de limpieza para la que trabaja en San Diego, California. Es uno más de los muchos hispanos que tiene empleo en EEUU, un país cuya economía funciona como nunca con las cifras de paro por los suelos. Pese a todo, a sus 51 años, este mexicano naturalizado estadounidense pasará esta noche, una más, en el interior de su vehículo. Lleva así 12 meses.
Una veintena de coches le acompañarán. Son el hogar sobre ruedas de enfermeras, conductores de Uber, estudiantes, madres con hijos, maestros, cocineros y toda suerte de perfiles. Todos esperan con ansia ese cacareado milagro económico que recorre el país y que no llega a este parking. Mientras aguardan, tratan de conciliar el sueño, pero no el viejo sueño americano, sino el nuevo: que un sueldo no te garantice un techo.
“Más de mil personas viven en sus automóviles en el condado de San Diego. El dato puede ser incluso mayor. Son un nuevo tipo de ‘homeless’ que no está vinculado a la pobreza o los problemas mentales”, explica a EL ESPAÑOL Teresa Smith, directora del programa Dreams for Change, una iniciativa que ofrece un estacionamiento a estos sin techo para que puedan descansar aparcados, sin preocuparse por la seguridad.
“Llevamos diez años con este programa, y la cosa cada vez va a peor. Cuando empezamos, en 2010, pensamos que el problema lo causaba la recesión. Pero ahora la gente tiene un empleo, la economía va genial y, aún así, hay personas normales, integradas en sus comunidades, que no pueden pagar un alquiler”, denuncia.
La falta de vivienda es un problema que padece todo EEUU. Los vagabundos que deambulan por las calles de las grandes capitales de la costa este y oeste se cuentan por miles. Pero aquí estamos ante otro patrón.
En los últimos años el precio de los alquileres se han disparado en las principales urbes de EEUU. En California, la situación es sangrante. “Hace una década se pagaba 700 dólares por un estudio por el que hoy te piden 1.500. Y si tienes hijos, tienes que pagar 2.400 por un piso de dos habitaciones”, comenta Smith.
A su juicio, esta situación se debe a la falta de apartamentos destinados a un público con ingresos medios y bajos. “Hay mucho bloque residencial de lujo, pero eso no da respuesta al tipo de demanda que existe”, añade.
El estacionamiento de Dreams of Change está cerca del centro, en la calle 28. Es uno de los cuatro que dan servicio a San Diego, y cuenta con 60 plazas, de las 280 de toda la ciudad.
Alí acaba de llegar Rosa González, de 52 años, natural de Sinaloa, México. Es inmigrante y está aún tramitando los papeles. Lleva un año durmiendo cada noche en este aparcamiento. “Tuve un accidente, me rompí una pierna y quedé incapacitada para trabajar. No me pagaron la indemnización que dictó el juez y me desahuciaron”, relata a EL ESPAÑOL.
Ahora gana algo de dinero haciendo pan de maíz en una tortillería “dos o tres noches a la semana”, con la esperanza de que le ofrezcan algo más estable. “No tengo seguridad laboral. No da para una vivienda”.
Rosa pagaba antes 1.100 dólares por un estudio. Ahora convive en su vehículo con sus dos perritos. Tiene unas mantas y algo de ropa. El resto de pertenencias se las guarda una amiga. “Esto es algo que te ocurre de forma inesperada. Puede pasarle a cualquiera”, advierte.
Su esperanza es encontrar una habitación y salir del coche. “Me duele la pierna de tenerla encogida en el carro”, se queja. “Mi madre vive en Sonora, México. Me llama y me dice que vuelva para allá. Yo ya estuve allá, tenía taquerías y me iba bien. Pero vine hace diez años para montar algo aquí. Y lo voy a montar”, promete.
Cada jueves por la noche la organización religiosa City of Refugee acude a esta explanada a repartir la cena. Lawrence Quinn se encarga de la distribución. Lleva café caliente, algo de fruta, galletas, leche, yogures y bolsas de patatas. “Entregamos 30.000 kilos de comida al mes por la ciudad. No solo a gente que vive en sus coches, también a personas pobres”.
El concepto de pobreza tiene varios grados en California. En este caso, el problema no está tanto en el poder adquisitivo sino en los precios. “En San Diego, y en general en las grandes ciudades, no es suficiente con trabajar. Un estudio te cuesta de 1.200 a 1.700 dólares. El salario mínimo es de unos 11 dólares la hora. Si ganas al mes unos 1.700, y además tienes que pagar comida, teléfono, gasolina, y algunas personas la pensión de sus hijos… Es imposible. Hacen falta casas más asequibles”, reivindica Lawrence Quinn en declaraciones a EL ESPAÑOL.
Ava Blackwell, la coordina del aparcamiento, lo ayuda con el reparto. “Aquí encuentras todo tipo de profesiones. Tuvimos a una enfermera un año y medio viviendo aquí. Ya encontró vivienda”. Coincide con el diagnóstico de los demás. El problema es la falta de opciones económicas. Pero hay más: “Si apareces en alguna lista de impagos, incluso por algo de hace años, te rechazan en cualquier alquiler”.
Para sortear estos escollos, Dreams for Change cuenta con trabajadores sociales que intentan hallar viviendas a estos sin techo. Una de las que espera tener suerte es Cheryl, una afroamericana de 61 años, natural de San Diego. Lleva desde octubre pasando las noches en su vehículo.
“Trabajaba en un restaurante, pero sufrí una caída muy seria y tuve que dejarlo”, recuerda. Desde entonces, ha estado recibiendo una ayuda de 2.000 dólares al mes que se le acaba pronto, y ni siquiera con eso le alcanza para un piso y los gastos del día a día. “Aquí nos dan de cenar cuatro noches a la semana, pero luego tenemos que almorzar, desayunar y hay más gastos, como los costes médicos”.
Cheryl tenía un apartamento de dos dormitorios por 1.250 dólares. “Pero en California no hay un límite legal a las subidas de renta”, critica. “Quiero algo así cuando pueda volver a trabajar”.
Ducharse en el gimnasio
Volvemos al coche de Alfonso López, el trabajador de la limpieza que dejamos ordenando el interior de su auto. Este mexicano, con la ciudadanía estadounidense, nunca pensó que terminaría en un parking. “Es una larga historia. Me divorcié hace diez años. Tuve que pedir un préstamo de 10.000 dólares para no perder una casa que quería vender. Llegó la crisis y los precios de la vivienda se hundieron. Al final, lo perdió todo”, relata.
Ahora solo le queda su coche, aunque vivir ahí dentro no le mantiene aislado del mundo. “¿Ya tienen presidente en España? ¿Qué pasó con Cataluña?”, pregunta. Asegura que le interesa nuestro país porque siente que de ahí vienen sus “raíces”. Y espera que quizá alguien le llame para ofrecerle un trabajo mejor.
Antes pagaba 200 dólares por una habitación, hasta que el propietario le subió a 500. “Tengo mi sueldo pero necesito abonar cada mes la manutención de mis hijos, que son unos 480 dólares, así que no me da para un cuarto”, aduce.
“Tengo todo acá, en el carro -señala al interior-. La ropa, la cama, herramientas por si se avería el motor... Por las mañanas voy al Planet Fitness, un gimnasio que cobra diez dólares al mes, y me ducho allí”, explica a EL ESPAÑOL. Lleva aquí un año y se da como límite otro más para salir a flote.
En su opinión, el responsable de todo es el gobierno. “Sube el salario mínimo cada año, pero no impide que los alquileres también se incrementen. Es un círculo vicioso”.
A unos metros de distancia, una mujer hispana contempla cómo su hija acaba la cena, un paquete de galletas. No quieren decir su nombre. No tiene fuerzas ni para inventárselo. Lleva tres meses en ese aparcamiento, viviendo con su esposo Pantaleón (68) y con su pequeña de 11 años, que acude al colegio diariamente desde allí. Para ella, lo peor es el frío “y que cuando llueve a veces entra agua al carro”. “solo espero que encontremos un lugar mejor”, resume mientras termina de comer.
Su padre tiene decidido marcharse hacia el norte en busca de unos precios más asequibles. “Pagábamos 1.200 y nos subieron a 1.600. Los dos tenemos permisos de trabajo. Cuando se vaya el frío, nos vamos”.
Los hispanos, más protegidos
Curiosamente los hispanos, pese a su peso poblacional en California, son una minoría en estos estacionamientos. “Son una comunidad diferente, con una cultura que valora más la familia, de puertas abiertas y de cuidarse unos a los otros”, señala Teresa Smith.
La noche se cierne sobre el solar. Aquí todos están ya listos para dormir. Sin embargo, si quisieran, podrían conducir sus vehículos y pernoctar en cualquier calle del condado. El Concejo Municipal de San Diego acaba de revocar por unanimidad una ordenanza de 1983 que prohibía a los residentes vivir dentro de sus vehículos en la vía pública.
“Sencillamente se reconoce algo que ya era una realidad”, apunta Teresa Smith. “Lo único que ahora podrán hacerlo sin temer una multa. El problema es que ya hay vecinos que han empezado a quejarse, según me comentaba un periodista ayer”.
Para Lawrence Quinn, el cambio normativo dará más libertad a los ‘homeless’, pero también atraerá a sin techo de otras ciudades, interesados por el buen tiempo de la zona.
Esto puede saturar aún más los refugios cubiertos, que tampoco son una alternativa. solo tienen capacidad para el 45% de esta población y además acuden personas de todos los perfiles, incluidos enfermos mentales.
México, la alternativa
Sin embargo, aparecen curiosas alternativas. “Hace unos días una de nuestras usuarias se marchó a Tijuana, a pocos kilómetros, y cruza a diario la frontera para venir a trabajar. Allí puedes encontrar un buen apartamento por 300 dólares”, desvela Ava Blackwell.
En la ciudad vecina, solo separada de San Diego por una valla, la vivienda es asequible y el dólar llega mucho más lejos. La paradoja puede ser de libro si mientras miles de inmigrantes tratan llegar a este lado huyendo de la pobreza, los estadounidenses empiezan a recorrer el camino inverso para escapar de las rentas altas. El muro de Trump va a acabar teniendo una doble utilidad.