En ningún momento he dicho, como afirma la grosera de la señora Le Pen, que el antisemitismo sea "el corazón" de los chalecos amarillos.
Pero, a una pregunta de Nikos Aliagas en Europe 1 en la que me comentaba que este se desarrollaba "en los márgenes" del movimiento, respondí: "No, en los márgenes no; va muy encaminado, por desgracia, a llegar a la cabeza y al corazón de este acontecimiento".
Dicho de otro modo, no todos los chalecos amarillos son antisemitas.
De la mayoría, de hecho, hasta que se demuestre lo contrario, hay que suponer que no lo son.
Y no habrá solamente que suponerlo, sino darlo por hecho el día que les digan a algunos de sus líderes como Éric Drouet, Maxime Nicolle u otros, que se revuelcan en el conspiracionismo: not in our name.
Pero algunos, en el corazón del movimiento, sí que lo son.
Hemos asistido a ese extraño fenómeno, que no llamaría de radicalización, sino de destilación del grupo que se está fusionando y que, ahora, está en proceso de evaporarse.
Un movimiento social: sí. Pero que, al pasar por el embudo de los quince sábados reveladores, ha visto aparecer este precipitado faccioso, lleno de odio y hostil a la República y sus símbolos, que agrede a los periodistas, homófobo, violento con las mujeres (véase, recientemente, lo que le ha sucedido a Ingrid Levavasseur) y, además, abiertamente antisemita.
Se reclamaba un referéndum de iniciativa ciudadana, pero en Montparnasse se oye "sucio sionista".
Y, la verdadera moratoria que los chalecos amarillos han conseguido no es tanto la de aquel impuesto, que si carbono sí o no, sino una de corte moral, la del rechazo al más antiguo de los odios.
Se creía ir contra los "poderosos", los "ricos", los "parlamentarios", pero, al final de esta espiral propia de la "ideología francesa", encontramos la figura que todo lo resume y que se entrega a la venganza y a los golpes.
En definitiva, se han caído las caretas.
Los patinazos son tan frecuentes que acaban por marcar el rumbo.
Y, la verdadera moratoria que los chalecos amarillos han conseguido no es tanto la de aquel impuesto, que si carbono sí o no, sino una de corte moral, la del rechazo al más antiguo de los odios.
Queríamos Rousseau… tenemos Doriot.
Ante eso, ante el retorno a una situación que ya nos es de sobra conocida por los tiempos del boulangismo y del caso Dreyfus, donde vimos antirrepublicanos de las dos orillas unirse alrededor de un programa común que es la condena a los judíos, la República se ha recuperado.
No fueron en las manifestaciones monstruosas en el cementerio judío de Carpentras y en la sinagoga de la calle Copérnico.
Sin duda, hubo algunas rencillas y ajustes de cuentas personales que empañaron las concentraciones.
Por no hablar del debate grotesco entre las personas a las que se había invitado deliberadamente y las que se invitó con la boca pequeña, oficialmente invitados o secretamente indeseados, sin hablar de aquellos para quienes la República es una cena de gala y quienes necesitarían invitación para acudir a reforzar el campo de la dignidad y el honor.
Pero, en lo esencial, las fuerzas vivas del país estaban ahí.
Llamaron, a una sola voz, a manifestarse en contra de las cruces gamadas que ensucian nuestros cementerios, asesinan el diálogo nacional y ultrajan a los héroes como a los mártires.
Esa fue la ocasión de un hermoso abrazo republicano entre demócratas de izquierda y de derecha, unidos en sus diferencias, los que creen en el cielo y los que no.
Yo estaba en Estados Unidos.
Pero sentí que París compartía una misma emoción que imperaba entre las masas congregadas un día de julio, cuando presentaron sus respetos a Simone y a Antoine Veil al ser trasladados al Panteón.
Esa es la razón por la que, ante la pregunta recurrente que se me plantea: "¿Ha llegado el momento de que los judíos abandonen Francia y Europa?", sigo respondiendo, "¡No! ¡Ni muchísimo menos! Ahora, más que nunca, es momento de resistir y no abandonar el campo de batalla y dejárselo a los canallas!".
Estaría bien ver cómo dejan este país, que los judíos han ayudado a construir, en manos de estos bandidos iletrados que, al contrario que las "élites" contra las que cargan, solo se han molestado en nacer.
Aún queda la cuestión de los medios de los que disponemos para bloquear esa marea negra.
El antisemitismo, en otros términos, será antisionista o no será.
Al menos por el momento, no soy partidario de recurrir al poder legislativo. Ni tampoco estaba a favor de una nueva ley que asimilase antisionismo con antisemitismo; y no porque crea que la comparación carece de fundamentos. De hecho, llevo décadas hablando de ella.
Llevo exactamente cuarenta años predicando, a menudo en el desierto, que no solo es necesario decir "el antisionismo es una cara del antisemitismo", sino "ese antisemitismo, como la hidra de la leyenda, nunca muere, siempre policéfalo, no paran de crecerle nuevas cabezas, por lo que, hoy en día, si quiere encender un gran número de almas, tiene que convertirse en antisionista; el antisemitismo, en otros términos, será antisionista o no será".
En resumidas cuentas, no creo que este asunto pase por la ley.
En este mundo en que los judíos, sus amigos y los amigos de la democracia, han de ser, a la vez, Aquiles y Ulises, fuertes y sutiles, ansiosos de devolver cada golpe, pero, a su vez, de forjar alianzas fuertes y auténticas, aún estamos a tiempo de hablar, presentar alegaciones y convencer.
Entretanto, estamos en noviembre de 1899, en el momento en que los partidarios de Dreyfus, a punto de ganar, se reunían en la plaza de la Nación para ese bello momento de fraternidad y rechazo a lo peor que fue la inauguración de la estatua broncínea de "El triunfo de la República", del escultor Jules Dalou.
Francia está en un momento decisivo.
Ganará… y yo volveré.