Looking for Europe, casi llegando a su fin. Y ahora, la etapa casi sagrada de Sarajevo, justo antes de París, donde actuaré después del cierre de este cuaderno notas.
Incluso a mí me sorprende el lugar que ha llegado a ocupar en mi vida esta ciudad. La recuerdo, en mayo de 1992, justo al principio de la guerra, ¡hace ya más de un cuarto de siglo! Como una Troya asediada, con su Príamo erudito e inerme, Alija Izetbegović.
La recuerdo, aquel primer día, con aquel coche destartalado que alquilé en el aeropuerto de Venecia, en el que Gilles Hertzog y yo cruzamos Serbia, Croacia y Bosnia. La recuerdo, aquel día, con los francotiradores serbios que regaban sus calles con una lluvia bíblica y cruel, y aquella vida del subsuelo donde se escondían los héroes corrientes y ya agotados.
La recuerdo, las siguientes veces, tantas otras veces, con aquel largo descenso a los infiernos, a oscuras, en una noche solitaria, aquella mujer que cargaba con un bidón de agua por la calle Marsala Tita; aquel viejo al que le alcanzó una bala, tratado con menos miramientos que un saco de arena; o los niños que miraban las aguas del Miljacka con la melancolía de los cautivos, porque el río se les escapaba de Sarajevo.
Recuerdo, un día de calma, aquella vuelta que dimos por el bazar desolado, con sus fachadas deslucidas; sus plazas, cuyos árboles tenían más muñones que los mendigos, porque había que calentarse; las fuentes secas, los quioscos de forja oxidados.
Recuerdo Sarajevo tal y como la filmé en Bosna!: nevada y silenciosa; los hombres, con la gabardina puesta, cerca de los morteros; los edificios, petrificados en un asedio inmóvil que parecía más bien un suplicio; la biblioteca, esa joya de la civilización, reducida a un esqueleto de cenizas y tizones.
La recuerdo, con esa languidez verdosa; sus montañas mágicas; sus madrasas campestres y sus iconos bizantinos; ese aire de viruela en la piel de los edificios llenos de marcas; sus tumbas excavadas en plena calle junto a grandes edificios modernos; y ese río simple, bucólico, que articula la ciudad igual que el Arno articula Florencia, aunque, de repente, por un agujero, te llega un perfume de Varsovia en llamas o, por el contrario, un aroma de la Alhambra o del esplendor marchito de Europa Central, todo milagrosamente conservado de antes de la guerra.
La recuerdo con ese olor a jazmín que impregnaba la columnata de un palacio rococó que se había salvado de los bombardeos y donde, un grupo de muchachas, sin velo, esperaban virtuosamente el rezo de la tarde; y aquella plaza, cubierta de hiedra, revestida de una dulzura latina y adornada porque estábamos, excepcionalmente, fuera del alcance de los francotiradores, en la inmovilidad astuta de los cafés de Estambul.
Sarajevo fue nuestra guerra civil española. Fue aquel hito, encrucijada de caminos y de destinos, matriz de una generación, contraseña de una época de la que nada salió indemne.
Y la recuerdo, ilustrando como nadie las palabras de Malraux sobre la Acrópolis: "El único lugar en el mundo poseído por el espíritu y el coraje".
He dicho tantas veces en mi vida la palabra "Sarajevo".
He pronunciado tantas veces ese hermoso nombre, con una jota que sonaba como las curvas de las montañas, con su sufijo tónico, casi duro, como el grito de un pastor.
He dicho tantas cosas de esa ciudad en la que vivían, no tres, sino cuatro comunidades —si contamos a los mestizos indistinguibles—, incluso cinco si le añadimos a los que nacen cosmopolitas, como quien nace francés o alemán.
He dicho tantas veces "pequeña Jerusalén", en la que, en unos cuantos kilómetros cuadrados, recorremos tres libros sagrados.
He dicho tantas veces Sarajevo a modo de metáfora, la del espíritu europeo, ausente en todos los ramos, esa rosa que habría germinado y eclosionado en los contrafuertes de Europa, ese palimpsesto.
Sarajevo fue nuestra guerra civil española.
Fue aquel hito, encrucijada de caminos y de destinos, matriz de una generación, contraseña de una época de la que nada salió indemne.
Fue aquel shibboleth disimulado que activaba, aún veinte años después, en los rostros de Hillary Clinton, David Cameron o Nicolas Sarkozy, en el momento de la intervención de Libia, los reflejos de la determinación y el coraje.
Fue nuestra guerra civil española en el sentido estricto de ser el primer movimiento de un engranaje fatal; el primer aleteo de una mariposa funesta; la falta de Fedra que decide el orbe de la tragedia; el resquebrajarse de la cáscara del huevo del que nacerá un polluelo que se convertirá en la bestia inmunda de los neonacionalismos y populismos del presente.
Fue nuestra guerra civil española, por las brigadas internacionales, las amistades indefectibles, la memoria de nuestros padres.
Fue una guerra civil española con los papeles intercambiados: León Blum, jurista culto y escrupuloso, que Roger Caillois representó como dandi envejecido y esteta gideano, reencarnado en un Izetbegovic melancólico y desamparado; y el zorro radical, observador, sardónico, astuto, representado por Mitterrand en su momento crepuscular.
Fue una guerra civil española de gestación lenta, como un presentimiento que viene de largo, una intuición, una repetición… ¿de qué? De la Europa de 2019, de ese Múnich interminable, de aquellos populistas en el poder o en vías de llegar al poder.
Y aquí estoy, 13 de mayo de 2019, antes de subirme al escenario del Teatro Nacional de Sarajevo, y me siento descolocado por estar ahí, rodeado de mis viejos compañeros, en una especie de tiempo rencontrado y paradójico donde veo las mismas caras, pero en el verano de su vida; las mismas avenidas, pero impregnadas de una inocencia recobrada. Y, sin embargo, siento un desasosiego terrible, como si volvieran a faltar cinco minutos para medianoche en Sarajevo y en Europa.