Una lista de Nathalie Loiseau que, en Francia, ha resistido a los ataques, a las bajezas, a la vulgaridad de su adversario principal, así como a la ausencia, hasta los últimos días, de un verdadero debate sobre Europa.
La victoria, tanto en Dinamarca como en los Países Bajos, de proeuropeos a quienes las encuestas pronosticaban derrotas.
La subida en Alemania, Francia y también en Irlanda, de partidos ecologistas que son la gran sorpresa de unas elecciones; partidos que, además, nunca le han dado la espalda ni a la República, ni a la democracia, ni a Europa.
Una Agrupación Nacional —antes Frente Nacional— que queda primera en las elecciones, pero que solamente supera a los macronistas por la mínima y comete el extraño error, en cuanto Jordan Bardella, su paladín, tiene la primera ocasión de tomar la palabra, de dejarse ver, en las pantallas de TF1, acompañado de un nizardo identitario amigo de los skins y a quien le parece que el saludo nazi es divertido.
Un Mélenchon, que era la otra cara del populismo, a quien nos habíamos acostumbrado a ver siempre vociferando y envuelto en un halo de triunfo, pero que, este domingo, lucía el rostro herido de los autores de un golpe fallido. ¡Querer ser Robespierre y acabar de coche-escoba de los últimos enemigos de la República! ¡Vaya derrota!
Y, además, sin duda, los buenos resultados de Sebastian Kurz en Austria; de Matteo Salvini en Italia, y, en Hungría, de Viktor Orban y de su putinismo de rostro cansado: eso sí, con un triple bemol, el primero, debilitado por las torpezas, en la víspera del escrutinio, de su colega Strache; el segundo, con un resultado no tan bueno como se esperaba y empezando a pagar el precio de las llamadas de atención del Vaticano ante sus inhumanas políticas de inmigración, y, el tercero, que ciertamente sale reforzado en Budapest, tendrá, en cambio, menos importancia de la que se esperaba en el gran escenario europeo y estará menos por la labor de desafiar la ira de los católicos y ondear en solitario la bandera del soberanismo antieuropeo.
Dicho de otro modo: no se ha producido esa oleada parda que tanto se temía.
No ha sido el tsunami que anunciaban los antieuropeos; una marea que una bajada significativa de la abstención, es decir, un impulso popular de último momento ha frenado momentáneamente.
En cuanto a ese Erasmus del soberanismo que pretendían Trump o Putin, proclamado por su vendedor a domicilio Steve Bannon; en cuanto a esa santa alianza de los patriotas de todos los países con la que soñaba la señora Le Pen y que habría enviado a Estrasburgo un grupo homogéneo, poderoso y convencido de eurodiputados dispuestos a romper Europa; en cuanto a esa Internacional de los nacionalismos que parecía esbozarse en estas últimas jornadas de campaña… En cuanto a todo eso, nada: demasiadas divergencias entre los partidos; demasiados recelos y rivalidades nimias. Y en al menos dos de esos países de esos cabecillas del populismo, el checo Babis o Viktor Orban, me han manifestado un rechazo absoluto a hacer causa común con la Agrupación Nacional, pues, según me han dicho, la consideran demasiado extremista.
No ha sido el tsunami que anunciaban los antieuropeos; una marea que una bajada significativa de la abstención, es decir, un impulso popular de último momento ha frenado
Por decirlo con otras palabras: por el momento, la relación de fuerzas no va a cambiar de manera significativa en el Parlamento de Estrasburgo.
El hemiciclo seguirá dominado no por dos, sino por cuatro familias políticas —el PPE, los socialdemócratas, los liberales del ALDE y los verdes— que comparten la misma fe en Europa y no parecen, gracias a Dios, dispuestos a pactar con el adversario.
No queda fuera de la ecuación que el propio Macron, lejos de salir debilitado de estas elecciones, sea el único en poder mantenerse a la misma distancia de las cuatro familias y, por ende, estar en posición —si persiste en su empeño de una Europa cuyo rumbo lo marque Francia— de encarnar el punto de resistencia al embate en diferido del populismo.
No me arrepiento de haber pensado, como hace tres años, que su partido era el único capaz de servir de dique de contención a la marea negra de los demoledores de esperanza.
Me congratulo por haber llevado al Elíseo, unos días antes de la votación, a doce signatarios del Manifiesto de los patriotas europeos que impulsé y que surgió en París a principios de enero, y que allí debía volver.
Y me honra el éxito que está teniendo mi obra teatral Looking for Europe, un texto de combate, que, durante dos meses, he llevado de teatro en teatro, por veinte ciudades del continente y que ha sido mi contribución a esta campaña europea de origen e inspiración francesa.
Sin embargo, la batalla no ha hecho más que comenzar.
El escenario está tranquilo; el enfrentamiento, el de verdad, se ha aplazado, pero llegará.
Y ahora es momento de que actúen los liberales de izquierdas y de derechas, los demócratas de toda clase, los europeos de corazón y de espíritu que no se resignan a ver la patria de Dante, de Goethe y Victor Hugo en manos del oscurantismo kitsch de una panda de voceros sin alma ni programa.
Tienen cinco años para hacerlo.
Tenemos cinco años, y no más, para reconstruir nuestra casa en llamas y encontrar a nuestra princesa, Europa, milagrosamente salvada del incendio.
¿Es menester recordar que un milagro no se produce dos veces y que cinco años no son demasiado tiempo para repensar la estructura de un edificio en el que, la próxima vez, entraremos como si fuera un molino abandonado?
Last exit before Frexit, última salida antes de una posible salida de Francia de la Unión Europea.
Último aplazamiento antes del golpe de gracia para la patria de las luces, los derechos humanos y universales. Para Europa, esta vez, sí que es un ahora o nunca.