El Tribunal de Westminster había aceptado dar curso a la demanda del activista Marcus Ball contra Boris Johnson en la que acusaba al político de mentir en la campaña del brexit. Sin embargo, el Tribunal Superior de Londres acaba de revocar esta decisión y ha anulado la comparecencia del político que, según todo apunta, será el sucesor de Theresa May.
Todo ha pasado sin pena ni gloria en Francia. Qué lástima, pues es más que significativo. Siempre he pensado que el tema de la mentira debería ser el argumento fundamental de quienes no se resignan al brexit.
Gran Bretaña puede decidir, claro está, optar por volver a ser la pequeña Inglaterra. El derecho al suicidio vale tanto para los pueblos como para los individuos. Pero con una condición: que esa elección sea libre y consentida; que surja de una decisión madura y soberanamente meditada. Y que no hayamos sido conducidos a ella mediante el hostigamiento de algún que otro inductor al suicidio del que sabemos que, en la vida real, sería castigado con una dura pena.
Pues bien, eso es justo lo que ha sucedido. El pueblo británico, lejos de actuar conscientemente, ha sido inducido con falsedades. Y eso sin entrar en las noticias falsas y otras mentiras, a duras penas disimuladas, cuya propagación ha conseguido alterar la opinión de los votantes.
El proceso tuvo esa virtud pedagógica. Permitió mostrar que el debate del momento no fue un debate sincero. Estableció que el sí al brexit y a las consecuencias que acarreará no fue un sí informado.
Y habría sido la base más sólida sobre la que fundar el derecho, para los británicos, de devolver el golpe: si resulta que una votación ha sido amañada, si se detecta un fraude, si se han rellenado las urnas, si se ha reventado el techo de gasto autorizado, en definitiva, cuando se han saltado las reglas, ¿acaso no es legítimo volver a votar?
Y ese proceso habría tenido una segunda virtud, aún más esencial.
No se podía permitir, según dicen los amigos de Boris Johnson, que un juez decidiese semejante debate. Y los tribunales no son cámaras de apelación donde acabarán por vaciarse las peleas democráticas.
Cierto es. Pero hay peleas y peleas.
Una cosa es hacer una apuesta (la de una Inglaterra, que, al soltar amarras de la vieja Europa, volvería a mar abierto); y otra es convocar, para apoyar esa apuesta, falsedades flagrantes y, además reconocidas como tales en cuanto pasaron las elecciones con una risotada canalla (aquella historia de que Europa le iba a costar cuatrocientos millones de euros por semana a Gran Bretaña).
Una cosa era creer, por poner otro ejemplo, como los neoconservadores estadounidenses, que la democracia se impondría por decreto en Irak y abogar, de buena fe, en favor de esa creencia; y otra muy diferente dar carpetazo a la controversia subiendo a la tribuna de las Naciones Unidas para mostrar desde allí arriba viales falsos rellenados con un líquido falso, con los que se pretendía confirmar la posesión de armas de destrucción masiva inexistentes.
Y entre estas dos cosas hay una diferencia simple pero grande: por un lado, un duelo leal de puntos de vista en esta palestra con reglas claras que llamamos la esfera pública; por el otro lado, la salvajada de un enfrentamiento donde se permiten toda clase de golpes y maniobras, incluso las más desleales —empezando por esa finta tan diferente a las demás que es la mentira—.
¿Y por qué es diferente a las demás?
Porque echa por tierra la credibilidad que le damos a la palabra pública. Porque mina el suelo mismo donde se erigen, se intercambian y se afrontan las palabras de la política.Y porque nos hace entrar en un mundo donde desaparece incluso la posibilidad futura de ese cuerpo a cuerpo de las opiniones, que no deja de ser la verdadera cadencia de una república.
Siempre hablamos del mal que hace a un pueblo la corrupción de sus dirigentes. Deberíamos hablar sobre todo de ese tipo de corrupción por excelencia: el hábito a la mentira.
Nietzsche contra Maquiavelo.
El "perspectivismo" del primero, con sus "evaluaciones" lanzadas los unos contra los otros en una justa sin fin; y esa "mentira" que, en el caso del segundo, le permite al príncipe engañador tener la última palabra y clausurar el debate.
O, mejor aún, Maquiavelo contra Maquiavelo: el Maquiavelo de El príncipe que no legitima tanto el derecho de mentir como sí alerta a los que están sometidos a la tiranía sobre la manera en que el tirano, arrogándose ese derecho, de aniquilar la posibilidad misma de permitir que los distintos puntos de vista choquen entre sí; y el Maquiavelo de Los discursos, que funda el derecho, para ambos bandos, de valerse de cualquier cosa, menos una, para imponer su punto de vista y su convicción. Y ese menos una es, justamente, el derecho a la mentira.
Siempre hablamos del mal que hace a un pueblo la corrupción de sus dirigentes. Deberíamos hablar sobre todo de ese tipo de corrupción por excelencia: el hábito a la mentira. Es un veneno no solo para el cuerpo, sino para el alma de las democracias.
La mentira no solamente socava las formas, sino su constitución secreta y fundadora.
Y justo para demostrar eso es para lo que serviría, si algún día se celebrase, el juicio a los charlatanes del brexit.