El cielo amenazaba lluvia cuando nos acercábamos al puesto fronterizo de Dabousieh, en Siria. Hacía más de una hora que habíamos salido de Beirut. El conductor, Issa, y yo, teníamos casi siete horas por delante hasta Alepo. –Hablo árabe, turco y armenio-. Siete horas de silencio y un poco de mímica.
No resultan fáciles los trámites en una frontera como la siria, en la que la guerra, por desgracia, continúa. No sólo por lo poco convencionales sino también porque no ayuda que no entiendas una palabra de árabe y nada, por tanto, del intercambio de voces y gestos entre tu conductor y los guardias que van a decidir si traspasas o no la frontera. Así que tu pasaporte y tu visado van de mano en mano sin que sepas si lo siguiente va a ser volverte a Beirut, quedarte quién sabe cuántas horas en el puesto fronterizo de oficina en oficina o si finalmente vas a poder entrar en el país.
Afortunadamente, tras tres cuartos de hora de espera, cruzamos la frontera y enfilamos la carretera que –desde luego no de manera directa- nos va a llevar a Alepo.
Sorprende la entrada en el país. Tras el caos urbanístico que acabamos de dejar en esa región del Líbano limítrofe con Siria, llama la atención ver los campos verdes, las colinas azules al fondo y apenas alguna construcción. Un paisaje bucólico para un país en guerra. Puro contraste.
Casi una hora después dejamos a la derecha la única población por la que vamos a pasar hasta acercarnos a Alepo: poco más que una sucesión de casas y de tiendas de recambios de coche y algo de fruta y verdura expuestos en tenderetes a lo largo de la vía.
La absoluta devastación
Dos horas más tarde, quizás menos, el conductor me advierte: Homs. Apenas acierto a ver, a mi derecha y a lo lejos, lo que parece una ciudad fantasma. Una línea de altos edificios ennegrecidos y sin vida, rodeados de naturaleza. El resultado de ocho años de combate. La absoluta devastación.
Una breve parada para comprar algo para comer y volvemos a la carretera. Los campos verdes han dado paso a un paisaje inhóspito y monótono sólo interrumpido cuando horas después sigamos la línea de un hermoso lago salado.
Mientras tanto, casi desde que dejamos atrás el puesto fronterizo, se han ido sucediendo los controles de seguridad a lo largo de la carretera. Cuando lleguemos a Alepo habré contado unos veinte.
Apenas son unas casetas construidas o bien con bloques de cemento o con bidones de gasolina pintados con la bandera siria y siempre con la fotografía de Bashar al Asad en sus múltiples versiones.
En ocasiones se trata de un puro trámite, en otras nos toca revisión del maletero y entrega de mi pasaporte. En los más cercanos a Alepo, se extremará el control de explosivos.
Cuando hable por la noche con el arzobispo Jeanbart –mi anfitrión- , sabré que esos puestos son la garantía de que se puede circular por esa carretera a salvo de las bandas armadas que aún recorren el país, y que los soldados a cargo de dichos puestos, en su mayoría, empezaron su servicio militar en el 2011 y aún no han sido desmovilizados.
En cualquier caso, la inestable seguridad de la vía que une el Líbano y Alepo explica que a lo largo de las seis horas de nuestro recorrido por el país, apenas nos crucemos con algún coche y si acaso con algún camión cisterna y algún que otro autocar de pasajeros.
Pasado el lago salado, se empiezan a ver los primeros edificios destruidos. En su mayoría se trata de construcciones aisladas. Algunas muestran claramente las huellas circulares del impacto de un obús. Otras, puro amasijo de metal y bloques de cemento, a la vista de la forma que han adquirido sus ruinas, me aventuro a pensar que fueran bombardeadas desde el aire o quizás desde dentro.
Más adelante nos encontramos con las primeras aldeas en sufrir los efectos de la guerra. Fue en los inicios de la ofensiva sobre Alepo, en el 2012 y 2013. Por eso, tanto en los solares vacíos, en lo que queda de las casas de adobe cubiertas de falsa cúpula, como en lo que una vez fueron calles, ha crecido alta la hierba y las ovejas pastan sin más compañía que un solitario pastor y los fantasmas de quienes una vez vivieron entre sus muros.
Amapolas y flores amarillas brillan bajo una lluvia fina. Es tan bello el paisaje que cuesta creer que en ese lugar hayan habitado hasta hace poco el miedo y el dolor.
El "Stalingrado sirio"
En poco más de una hora llegamos a Alepo. En la entrada desde Damasco aún quedan algunos francotiradores. No así en la que utilizamos para acceder a la ciudad.
La primera imagen es de destrucción y caos. Se suceden los bloques de pisos medio destruidos y deshabitados. En otros parece que se malvive a pesar de los destrozos. Cortinas improvisadas o toldos, algunos hechos jirones cubren lo que fueron miradores de madera o simplemente persianas. Paredes ennegrecidas, cables de lado a lado de las calles o pendiendo de cualquiera de los pisos. Algún que otro cartel que anuncia un comercio que ya no existe. Una larga fila de taxis amarillos y de camionetas, que esperan su turno desde media tarde hasta la madrugada siguiente para obtener la gasolina que el bloqueo internacional ha convertido en un bien escaso.
En los cinco días que permanezco en la ciudad compruebo hasta qué punto es acertada la definición de la “batalla por Alepo” como el “Stalingrado sirio”. Desde el 19 de julio de 2012 al 22 de diciembre de 2016 los rebeldes lucharon por convertir la ciudad en la Bengassi de Siria, a modo de aquella población libia cuya toma por los sublevados había sido el inicio de la caída de Gadafi. Conquistadas Alepo –en el noroeste- y Damasco –la capital-, el derrocamiento de Bashar al Assad sería un hecho. El gobierno no iba a permitirlo, y no lo hizo.
En conflicto, por un lado, las Fuerzas Armadas de Siria apoyadas después por Hezbolá, militantes chiíes y luego Rusia. Por el otro, el Ejército Libre de Siria, el Frente Islámico, el Frente Al Nusra y Daesh. Como tercera fuerza, la facción kurda, aunque no aliada con el gobierno, sí enfrentada con los rebeldes y librando su propia lucha.
Cuatro años, cinco meses y tres días de sitio y de combate inclemente en las calles y desde el aire, barrio a barrio, distrito a distrito, posición a posición, ofensiva a ofensiva. La población tomada como rehén, los edificios como trincheras, el patrimonio como bastión o como herida. Cuatro años de guerra de desgaste, de avance y contraavance, que han convertido a la ciudad más grande de Siria, y posiblemente la más rica y la más bella, en un montón de ruinas en su mayor parte.
Zonas residenciales, barrios populares, el distrito financiero, las calles comerciales, las grandes avenidas y sobre todo la ciudad vieja, de la que apenas queda nada. Hasta para quien no tiene ningún vínculo con la ciudad, duele ser testigo del antes y el después.
Pero mi visita a Alepo tiene que ver con todo lo contrario. A pesar de la guerra, de la destrucción, de la muerte, del dolor y del miedo. A pesar del trauma, a pesar de las ausencias, han sido muchos los que han resistido y muchos más los que pugnan, contra todo pronóstico, por volver a la normalidad. Es una tienda que se abre, un restaurante, un café. Una línea de autobuses que vuelve a funcionar, la luz que se restablece, el suministro del agua, el fin de curso en una escuela, niños que nacen, gente que vuelve, la celebración de la Pascua…
O empresas más ambiciosas: la rehabilitación de la torre del reloj de la puerta de Bab al-Faraj, la reconstrucción de la Gran Mezquita (utilizando cada una de las piedras numeradas sacadas de los escombros) o la de algunos templos cristianos…
'Milagro' en la catedral
En mi caso, mi presencia en Alepo se debe a la invitación de Mn. Jeanbart, a la “inauguración” de la catedral de rito greco melkita de la ciudad. Destruida en parte durante los numerosos bombardeos que se produjeron en esos cuatro años, el empeño de su arzobispo y el de su comunidad, -tanto la que quedó en Alepo, como la de la diáspora o la de los que han vuelto a la ciudad desde el 2017-, han permitido el milagro de su reconstrucción.
También el de la Escuela de Turismo, la de Formación Profesional, un centro de ocio para jóvenes o una residencia para estudiantes. “Tenemos ya el proyecto para un edificio de pisos para parejas jóvenes, pero en el lugar del que disponemos para construirlo aún quedan francotiradores” –me dice el arzobispo- . Sólo es cuestión de tiempo que lo consiga.
Su obsesión es que la gente vuelva y que los jóvenes que aún no se han ido, no dejen Alepo. La postguerra está siendo dura. Las oportunidades laborales son muy limitadas y aunque se esté intentando recuperar la normalidad, la situación económica –y el escenario apocalíptico que ofrecen tantas calles- lo pone muy difícil.
Sorprende, en cualquier caso, la resiliencia de los habitantes de Alepo. La de los que se quedaron y la de los que, en cuanto cesaron los bombardeos, volvieron. Me cuentan historias que muestran hasta qué punto, aun cuando la vida dé un giro de 180 grados casi de un día para otro, gente que no ha conocido otra cosa que paz y prosperidad, es capaz de sobrevivir a más de cuatro años de guerra resistiéndose a que su vida quede en suspenso.
Josephine, viviendo sola en toda una manzana de edificios, de su casa al trabajo y del trabajo a su casa, refugiándose –como casi todos- en el cuarto de baño en caso de bombardeo. El estudiante, defendiendo su tesis de grado de finanzas ante el tribunal del departamento, mientras las bombas caen sobre la facultad. Esas familias que se toman a broma los apagones de ahora porque saben lo que es vivir días y días sin luz y sin agua. Todas y cada una de las historias de Myriam Rawick recogidas en un diario que empezó a escribir en noviembre de 2011 y acabó en diciembre de 2016. La vida de una niña, como otra cualquiera, sólo que habiendo crecido en el corazón de una guerra.
Tengo trece años. He crecido deprisa, muy deprisa. Sé reconocer las armas. Sé reconocer las bombas. Sé cuándo esconderme y cómo. Pero sobre todo sé lo que es la muerte
Ese diario, gracias a un periodista que conoció a Myriam al finalizar la guerra, fue publicado por una editorial francesa y yo tuve la suerte de que esa niña, una joven ahora de quince años, me lo regalase. “Esta mañana nos han dejado volver a casa. De nuestro apartamento, de nuestra calle, de nuestro barrio, no queda nada”. Se refiere a Jabal Saydé, uno más de los barrios fantasma que dibujan la geografía de la ciudad: edificios como espectros, esqueletos de acero y cemento, huecos sin marcos y sin ventanas, montañas de escombros.
“Tengo trece años. He crecido deprisa, muy deprisa. Sé reconocer las armas. Sé reconocer las bombas. Sé cuándo esconderme y cómo. Pero sobre todo sé lo que es la muerte. La pérdida de la gente a la que quiero, y el miedo a morir”.
Nadie debería crecer de este modo, ningún niño debería enfrentarse a los horrores de una guerra, pero consuela ver cómo en medio de toda esa destrucción, el deseo de vivir es más fuerte que la muerte y la desesperanza.
Cuenta Myriam como, a pesar de los cambios de escuela según avanzaban o retrocedían los frentes y se bombardeaba una u otra zona, a pesar del peligro de cada uno de los trayectos para llegar a sus clases, gracias a sus padres, no perdió un solo curso durante la guerra. Quizás en
Salgo de Alepo a media tarde. Dejo atrás sus ruinas y su gente y también sus pequeños milagros diarios. Consuela saber que, a pesar de todo, en esa ciudad habita la esperanza.