¿Cómo es posible que este país conquistador haya podido pasar de las epopeyas atlánticas al grotesco espectáculo que hace que esté, como el gato de Schrödinger, a la vez muerto y vivo en su caja, fuera y dentro de la Unión Europea?
¿Cómo habéis pasado, amigos ingleses, de Alfred Tennyson y su Ulises, con las velas henchidas de libertad, a Jerome K. Jerome y sus Tres hombres en una barca, donde tres chalados parecidos a Boris Johnson, Theresa May y Jeremy Corbyn, no consiguen guiar su bote por el Támesis?
¿Cómo es posible que el reino de yacentes de Westminster haya podido aplaudir a alguien como Nigel Farage, quien, como el doctor Frankenstein de Mary Shelley, es incapaz de controlar la criatura monstruosa, horripilante y reconstruida con mentiras, y remendada con carnes pasadas que ha urdido de la nada?
¿Cómo es posible que este país, inmunizado por Lewis Carroll, haya podido seguir a ilusionistas que, como el conejo blanco de Alicia "llegan tarde, siempre tarde" (porque sus ideas llegan con un siglo de retraso), y que, aun así, no les faltan seguidores en esa caída interminable (ese madriguera enloquecida y destartalada que es el 'brexit en el país de las maravillas')?
¿Cómo se puede correr tras esos brexitistas que, con su reloj de bolsillo y sus exhortaciones incoherentes transforman un gran país en un reino para jugar a las cartas, lleno de gatos inmóviles de sonrisa perpetua que plantean acertijos irresolubles del estilo de: "¿Cómo será factible no tener fronteras con Irlanda al tiempo que se sale del mercado único?".
¿Cómo es posible que el laborismo haya podido inclinarse ante un Corbyn antisemita, charlatán y sin convicciones?
¿Por qué ese deseo de imitar a Swift, pero a la inversa? ¿Por qué convertirse en un liliputiense geopolítico en medio de los gigantes chino y estadounidense? ¿Por qué ser un hobbit salido de Tolkien entre colosos de gran músculo diplomático en esta Tierra Media del mundo? ¿Por qué convertirse en la cara del tío Toby de Laurence Stern, obnubilado por la construcción de fortificaciones delirantes en medio de su jardín? ¿O en un Adriano de provincias decretando, tras los merlones y matacanes, que los bárbaros no pasarán?
¿Cómo es posible que ese parlamento que inventó el poder de las asambleas y cuyo Big Ben, desde hace más de siglo y medio, ha indicado con absoluta precisión la hora de los tiempos democráticos pueda ofrecer un espectáculo que deleite a los antidemócratas del mundo entero?
¿Cómo es posible que el laborismo haya podido inclinarse ante un Corbyn antisemita, charlatán y sin convicciones?
¿Cómo es posible que los tories hayan podido dejarse impresionar por los populistas del Ukip para el referéndum criminal de hace tres años? ¿Y cómo pueden, a día de hoy, volver a caer en la trampa en la que ya cayó la Elizabeth Bennet de Jane Austen y enamorarse de un príncipe retorcido, de un Wickham de ridícula cabellera, de un "BoJo" salido de Eton, con una clase falsamente aristocrática, que les promete el oro y el moro?
Boris Johnson es el peor diplomático inglés desde Anthony Eden. Tiene la capacidad de un Mr. Bean y la elegancia de un Falstaff pasado por las sastrerías de Savile Row. ¿Por qué se ha permitido que resucite aquella vieja frase de Milton, "mejor reinar en el Infierno que servir en el Paraíso", y reducir a la nada, siempre y cuando se lleve la corona, a un reino grande y noble?
Thomas De Quincey elevó el asesinato al rango de las bellas artes. ¿Qué pasa con el suicidio? ¿Qué decir de ese puñado de eruditos locos, adictos a Cambridge Analytica, que están en proceso de convertir el país en un nuevo escenario de Rebelión en la granja? Y, a propósito de eso, ¿cómo es posible que el país desmistificado por los cinco de Cambridge no se dé cuenta de que una vez más los supuestos ultrapatriotas, los que se autoproclaman enamorados de la patria, los superingleses que dicen querer recuperar el ancho mar y las grandes esperanzas, trabajan, como antaño Philby o Burgess, no al servicio de Su Majestad, sino para sus amos de Moscú?
¿Cómo ha podido olvidar (...) las palabras de Harold Wilson, en aquel momento, sobre la oportunidad que suponía Europa para un país que ha perdido un imperio"
¿Cómo es posible que este reino abierto, que promueve el mestizaje hasta entre sus príncipes, se arrodille ante la xenofobia y el racismo?
¿Cómo es posible que el Reino Unido de Gran Bretaña e Irlanda de Norte, esa construcción sofisticada que ha demostrado, con el paso de los siglos, que se podía ser a la vez inglés y británico, escocés y súbdito de Su Majestad, ha podido rechazar la prolongación —a escala continental— de su fabulosa experiencia de identidades superpuestas y patriotismos concéntricos?
¿Cómo ha podido olvidar, de paso, que ya se celebró un referéndum sobre el asunto en 1975? ¿Y las palabras de Harold Wilson, en aquel momento, sobre la oportunidad que suponía Europa para un país que ha perdido un imperio, pero que gana un continente? ¿Y las de Edward Heath sobre la acuciante obligación para nuestras naciones de actuar, de conservar? ¿Y las de Margaret Thatcher, atronadoras, contra el principio mismo de un referéndum que solamente beneficiaba, según ella, a dictadores y demagogos?
El Reino Unido se encuentra en un momento clave de su historia.
Su última esperanza será comprender, de una vez por todas y sin más demora:
1. Que las divisiones de otros tiempos ya no cartografían en modo alguno las divergencias del presente;
2. Que es necesario, como antaño Gladstone y Disraeli, tener agallas para dejar a la familia, reconfigurar las líneas de falla parlamentaria, y reinventarse liberales, Whigs o conservadores a la altura del Big Bang actual;
3. Que tomarse en serio a Farage, Johnson o a Corbyn es tomar ejemplo de Churchill enorgulleciéndose de cambiar de partido antes que de ideas y construir, frente a los destructores, una verdadera coalición de proeuropeos que luchen paso a paso, codo con codo, por la supervivencia del país y la conservación de su grandeza.
Last Exit before Brexit.
Londres entra en tiempo de descuento.