El ayuda de cámara acaba de llamar.
Ya saben ustedes: el famoso ayuda de cámara hegeliano que espía a los grandes hombres por el ojo de la cerradura.
Y la última de sus víctimas, hasta la fecha, la última convertida en objeto de esa indiscreción obsesiva y enfermiza, la diana más reciente de este panóptico globalizado que escruta, comenta hasta el infinito y sobreinterpreta las emociones o, a la sazón, los temblores de los Grandes, se llama Angela Merkel.
Tal vez la canciller esté enferma, eso es cierto.
Y si tal fuese el caso, le corresponderá a la democracia alemana actuar y decirlo.
Pero aún no hemos llegado a ese punto.
Y esa actitud, esa caza, esa voluntad —como de costumbre— de reducir, empequeñecer y, en el fondo, despreciar a una mujer que no conozco, con la que ni siquiera me he cruzado, pero por la que a menudo he manifestado, en este cuaderno de notas, la admiración que le profeso, lo que me inspira en estas primeras semanas de verano es esto: un batiburrillo de impresiones, imágenes cercanas o lejanas, recuerdos y notas en movimiento; un esbozo de retrato.
Antes química, erudita antes de ser mujer de Estado y quien, una vez que entró en política, evitó con constancia la demagogia de las tribunas y las negociaciones demasiado partisanas.
Hija de pastor, ha guiado a su país mejor que Helmut Kohl, mejor que Helmut Schmidt, de las tinieblas de la culpabilidad a una lucidez terrible, dolorosa, pero, a fin de cuentas, ejemplar.
Quien consiguió hacer de su país, en unos meses, allá por 2015, una nación kantiana, elevada por encima de sí misma, reconvertida en hija mayor de Europa,
La herencia de gentes como Dietrich Bonhoeffer y otros Martin Niemöller, líderes de quienes fueron amigos de los judíos y que resistieron al nazismo.
La benjamina de la RDA que, cada día, al entrar en su despacho, pasa por delante del muro de la vergüenza, aún en pie; que además vive con su marido cerca del memorial de la Shoah; que ocupa, a día de hoy, la séptima planta de la cancillería que se erige frente a los escombros de un pasado que ella sabe que no pasa; y quien consiguió hacer de su país, en unos meses, allá por 2015, una nación kantiana, elevada por encima de sí misma, reconvertida en hija mayor de Europa, por un instante, princesa de la libertad.
La buena alumna, reservada y valiente que, como una heroína de Herta Müller, creció entre las telas de araña de la Stasi.
La mujer de sangre fría que se enfrentaría, treinta años más tarde, en Sochi, en las discusiones sobre Crimea y Ucrania, a otro adolescente del estalinismo (un tal Vladimir Putin que, en su primer encuentro, se comportaría como el sádico miserable de custodia policial que, en el fondo, nunca ha dejado de ser, llevando al encuentro un labrador temible y amenazador).
La niña del campo de Brandeburgo (terneros, vacas, cerdos, Trabant) convertida en la reina de las listas de Forbes.
La dirigente humillada, en pleno G20 de 2011, por un Barack Obama sarcástico que se burla de las veleidades de independencia monetaria alemana, y después, la gran canciller, que, cinco años después, recibe al mismísimo Obama, casi sin aliento, derrotado y, en el fondo, admirado, dispuesto a entregarle su corona de imperator del mundo libre.
La pequeña, la niña, la Mädchen, pelo a lo garçonne, pantalones de terciopelo, modales modestos, despreciada por los caciques católicos de Baviera, que solo le confían ministerios de segunda. Pero, de repente, con las agallas de Brutus y la táctica propia de Cassius, hace caer al gigante Kohl, embriagado de poder y vanidad.
La apagada diputada de Stralsund y Rügen, a la que nada se le promete mejor que perseverar recogiendo las quejas de los pescadores del arenque del Báltico y que, en 2005, ve a Schröder, a pesar de haber sido golpeado, espetarle, sin siquiera dignarse a mirarla a los ojos, que nunca sería canciller: y ahí está, quince años después, dando forma a la historia de su país, cuando su oponente socialdemócrata se ve en la obligación de venderse a Gazprom.
Ese aire de ingenua en medio de dragones y capos.
Ese estilo como el de Siegfried ante los brontosaurios de Wotan, en los mentideros de los partidos y las callejuelas del poder.
Su voluntad, en otoño de 2015, de elegir a su país antes que a su partido, a la Historia y al poder
Su candor de príncipe Myshkin conjugado con la habilidad, eficacia y, a veces, el cinismo de un Maquiavelo de altos vuelos. Su lado trágico al estilo de El honor perdido de Katharina Blum.
Su voluntad, en otoño de 2015, de elegir a su país antes que a su partido, a la Historia y al poder y, contra toda lógica, de pronunciar esas palabras simples, bíblicas y tan sorprendentes como el "no tengáis miedo" de un papa polaco al que admira: "Wir schaffen das!", lo conseguiremos.
Son escasos los momentos en los que vemos a un "personaje heroico" (seguimos con Hegel) eclosionar a partir de la crisálida de un político del montón: François Mitterrand, unos días antes de ser elegido, revelando que abolirá la pena de muerte; Alija Izetbegovic, llamando a Mitterrand para que socorra a su palacio bombardeado, que compara con un gueto; Willy Brandt en Varsovia; Kennedy en Berlín, y luego esa imagen de Angela Merkel, con los ojos cerrados, una sonrisa cariñosa arrugando su cara lisa, apoyada sobre los hombros de un Presidente de la República, en enero de 2015, cien años exactos después de las trincheras de la Champaña y las flotas de los Dardanelos.
Grande de Alemania.
Grande de Europa y de su comunidad en el limbo.
Capitana de las tempestades que sentimos formarse y tronar malos presagios.
Apuesto que esta canciller tan novelesca está lejos de haber dicho sus últimas palabras.