Han pasado ocho años desde los atentados en los que 77 personas fueron asesinadas en la pacífica ciudad de Oslo. Los noruegos no consiguen olvidar, pero ya nadie habla del terrorista cuyo nombre como castigo no quieren nombrar. Es difícil encontrar un noruego que no recuerde lo que hacía esa terrible tarde del 22 de julio de 2011. Yo dormía una merecida siesta cuando una llamada de Pedro J. Ramírez me despertó: «¿Qué está pasando en Oslo? ¡Hay humo por todas partes en el centro de la ciudad, parece que alguien ha puesto una bomba matando a varias personas!»
Tardé unos segundos en reaccionar. ¿Una bomba en Oslo? Eso era imposible ¡Esas cosas nunca suceden en Noruega! Cuando unos minutos después vi las imágenes en la televisión, pensé que todavía estaba durmiendo, que era una terrible pesadilla. Una enorme columna de humo se elevaba sobre el horizonte de Oslo, justo por encima del edificio del Gobierno. Había muchísimo polvo y las calles estaban cubiertas de hierros retorcidos, cristales hechos añicos y muchísimos documentos que habían volado desde las ventanas del edificio. Testigos hablaban de una explosión tremenda, que se extendía por toda la ciudad. Junto con mis compatriotas entré en estado de shock. Jamás había sucedido algo parecido en nuestra hermosa y pacífica tierra.
Pero la tragedia solo acababa de comenzar. Mientras el pánico se extendía por el centro, llegaban noticias aún peores. En la isla de Utøya, en las afueras de Oslo, un hombre vestido con uniforme de policía estaba disparando a discreción matando a muchas personas, casi todos miembros del AUF — Partido Socialista para Jóvenes Noruegos — que se habían desplazado hasta allí.
La confusión era enorme, el shock aún más grande. A medida que pasaban las horas, el número de víctimas crecía. Al parecer había decenas de muertos. Después llegó la noticia que todo el mundo esperaba. La policía había detenido al asesino. Yo no dudaba de que el responsable era de Al Qaeda, no cabía otra posibilidad. La sorpresa fue enorme cuando supe que el sangriento terrorista no era un islamista, sino un noruego con pelo rubio y ojos azules. ¿Cómo era posible que uno de los nuestros, un noruego nacido en Noruega, hubiera cometido esa atrocidad?
Unas horas después la televisión TV2 daba por fin el nombre del terrorista. Era un chico aparentemente normal, y de buena familia. Pero en la casa donde vivía con su madre nada era normal. Apenas había relación entre madre e hijo, ya que él pasaba todo su tiempo jugando a videojuegos y viendo su serie de televisión preferida, que era Dexter, una ficción sobre un especialista forense de la policía de Miami que en sus ratos libres mata a delincuentes que desde su punto de vista habían logrado huir de la justicia.
También desplegaba una gran actividad en internet, medio en el que expresaba públicamente puntos de vista extremistas contra el islamismo y criticaba las políticas de inmigración. Sostenía que en nuestros tiempos la cuestión política no era socialismo versus capitalismo sino nacionalismo versus globalización. Por otra parte, en una web sueca de noticias acusaba a los medios de no ser suficientemente críticos con el islamismo y defendía que el socialismo estaba acabando con las tradiciones, la cultura, la identidad nacional y otras estructuras sociales. El 17 de julio, abrió una cuenta en Facebook y Twitter a la que subió un mensaje: «Una persona con convicciones es igual a la fuerza de 100 000 personas que no tienen más que intereses».
Dos días después de los atentados, el primer ministro, Jens Stoltenberg, pronunció el discurso más importante de su vida. Un discurso que todo el mundo recuerda por el insoportable dolor que rodeaba el suceso. Nadie puede olvidar su voz emocionada y las lágrimas en sus ojos cuando se refirió largamente a las víctimas — a muchas de las cuales conocía personalmente—. Desde el primer momento, Stoltenberg evitó hablar del terrorista, apenas lo nombró.
Tal vez porque lo único realmente importante ese día eran las víctimas, o tal vez porque él tampoco podía asumir que había sido un puro producto noruego el que había cometido un horror de tal naturaleza. Dijo que los ataques no iban a cambiar a la sociedad noruega, que los noruegos seguirían siendo fieles a sus convicciones pacifistas. Pidió al pueblo que respondiera con más unidad, que tanto le caracteriza, y que los noruegos trabajaran todos juntos para fortalecer la democracia. Durante meses, en todo el país, los noruegos inundaron masivamente las calles de rosas y de cantos infantiles. Se volcaron con las víctimas con el deseo de transformar sus muertes y heridas en algo importante, dándole sentido a la catástrofe.
Han pasado ocho años desde entonces. Aunque los atentados no han cambiado los pilares fundamentales de la sociedad noruega, nadie puede olvidar lo que pasó. Hace unos días, en el municipio alicantino de L’Alfàs del Pi, donde más de 10.000 vecinos proceden del país escandinavo, recordaron el atentado en el homenaje que se celebró en el preestreno de la película Utoya. 22 de julio, que recrea la masacre cometida por el terrorista. Casi todos los noruegos presentes conocían a alguna víctima del atentado, o a alguien que conocía una víctima. El ambiente fue muy alegre, los noruegos charlaban entre ellos mientras disfrutaban de una copa de Cava.
Sin embargo, cuando los periodistas les preguntaron sobre los atentados y el terrorista sus rostros cambiaron radicalmente. Como el de Bente Solem, que lleva muchos años viviendo en España, donde se encontraba cuando se enteró de los terribles ataques. Con lágrimas en los ojos contó cómo un amigo español la llamó llorando, informándole de lo que estaba ocurriendo en Oslo. Ella pensó que estaba exagerando y que un acto tan estremecedor no podía haber tenido lugar en su país natal. También dijo que acudió al preestreno de la película sobre Utøya con mucha ilusión, pero que le defraudó. Echaba de menos información sobre quién era el terrorista, y cómo consiguió hacer tal atrocidad, por no olvidar las referencias a la tardía actuación de la policía y a los limitados recursos desplegados.
Estoy segura, sin embargo, de que la intención del director de la película, Erik Poppe, nunca fue la de prestar atención al terrorista, que parece haber desaparecido del planeta. En Noruega se ha convertido en un deporte el hecho de no nombrar al asesino para impedir su deseo de seguir apareciendo en los titulares, no quieren darle ningún tipo de publicidad. De acuerdo con esta actitud, Poppe busca únicamente retratar la pesadilla que los jóvenes de Utøya vivieron durante los peores momentos de su vida. Y lo consigue. Es difícil no sentirse en el cuerpo de la joven Kaja, de 18 años, con la que empieza la película, apenas 12 minutos antes de que comience la matanza.
Ella y sus amigos están impresionados por la noticia que les acaba de llegar sobre la bomba en Oslo, y tratan por teléfono de calmar a sus familiares asegurándoles que están suficientemente lejos del incidente, en la isla de Utøya, que para ellos era el lugar más seguro del mundo. Cuando de repente empiezan los disparos, el miedo que Poppe consigue transmitir es atroz. Disparos que todavía persisten en la mente de muchas de las víctimas, que en muchas ocasiones han expresado con una cierta amargura que se sienten olvidadas. Disparos que tanto dolor han causado en toda la nación. Disparos que de alguna manera siguen ahí, porque son difíciles de olvidar, sobre todo porque el asesino era de casa.
La película se estrenó el año pasado en Noruega. A pesar de que muchos extranjeros no entienden por qué se hizo una cinta sobre un acto tan terrible y real, a la mayoría del pueblo noruego le parece bien. Estamos de acuerdo en que nunca hay que olvidar lo que pasó en Utøya, aunque muchas veces parezca que lo único que deseamos es olvidar. Una gran parte del pueblo noruego eligió no ver la película. No fueron capaces porque el dolor y las heridas, ocho años después, siguen ahí casi como el primer día.
Tal vez porque del 22 de julio se suele hablar poco, cuando haría falta hablar más. A veces uno tiene la sensación de que es hora de enfrentar de cara el problema y hablar abiertamente de la tragedia para conseguir las respuestas que muchos noruegos todavía buscan. Pero como dijo un amigo, Anders Bårdvik, «lo del 22 de julio es como una herida muy fea que uno tiene, y que no quiere mostrar a nadie porque es demasiado fea.»
Según él, también existe el factor vergüenza. Muchos no hablan de los atentados porque no pueden explicar cómo algo así pudo pasar en un país como Noruega, ni cómo el culpable de tanto dolor fuera otro noruego, uno de los suyos. Algo parecido pasó en el caso de Vidkun Quisling, un nombre que durante la Segunda Guerra Mundial se convirtió en sinónimo de traidor. Rara veces los noruegos pronuncian ese nombre, que tanta vergüenza les produce.
El terrorista sigue en la cárcel, tras muchas quejas de que se siente maltratado por el estado noruego. Hace un par de años lo demandó por su régimen carcelario, una apelación que el Tribunal Supremo rechazó. Luego presentó una demanda ante el Tribunal Europeo de Derechos Humanos de Estrasburgo, que también fue rechazado. El futuro no pinta bien para el hombre que disparó al corazón de todos los noruegos. Nadie quiere que salga de la cárcel, y lo más probable es que jamás lo conseguirá. Pero si un día lo hiciere, saldrá como Fjotolf Hansen, nombre con el cual figura hoy en día inscrito en el Registro Nacional, tras decidir cambiar su nombre en 2017.