En primer lugar, se acaba el modelo de “un país, dos sistemas”; el sistema extranjero agoniza, tal como preveía el acuerdo de retroceso firmado en 1997 entre Gran Bretaña y China, y que debía, en un principio, durar hasta 2047; en otros términos, es la última crisis, independientemente del asunto que motiva el enfrentamiento de esta convivencia contra natura bajo una misma bandera de una dictadura de hierro y de un Estado de derecho inspirado por las reglas británicas.
En segundo lugar, es la señal, aparentemente, de un deshielo; es decir, de una debacle que podría extenderse más allá de las fronteras de Hong Kong; es la punta que se ve de un iceberg de luchas sociales que la inmensidad china, el control orwelliano sobre la información y, como siempre, nuestra prodigiosa indiferencia han vuelto casi invisible.
Sin embargo, esta revuelta de los paraguas podría ser su vanguardia. En tal caso, este acontecimiento sería la chispa, el fuego en el polvorín de las almas, la brecha que esperaba una Perestroika para entrar con fuerza en el continente. Al fin y al cabo, menos hizo falta para la caída de la Unión Soviética… Un agujero en el muro, un tijeretazo en la alambrada y todo un régimen-mundo se derrumba como un castillo de naipes o un espejismo… Es cierto que aún no hemos llegado ahí y, sin embargo… ¿Y si Xi Jinping tuviera razón al temer el efecto contagio? ¿Y si hubiese comprendido perfectamente que la revuelta de Hong Kong se ha convertido en el talón de Aquiles de su proyecto imperial?
En tercer lugar, esos manifestantes rebosantes de determinación, valentía y, salvo por algunos errores, de dignidad y de calma, son un examen para las democracias. Son la prueba del algodón para esta parte del mundo, la nuestra, que dentro de unas semanas conmemorará el trigésimo aniversario no solo de Tiananmén, sino también de la caída del muro de Berlín y del terremoto democrático que vino después. ¿Vamos a cerrar los ojos ante esta réplica tres décadas después? ¿Vamos a tratar a esos hombres y a esas mujeres que, en su mayoría, son descendientes de chinos que huyeron del continente en 1949 y que, desde entonces, han vivido en ese estado de derecho, como uno de esos “pueblos inmaduros”, como se nos repite una y otra vez, hasta la náusea, para cuya “cultura” la democracia no resulta conveniente?
Y en este gran pulso que nos enfrenta a la superpotencia china y cuyo resultado dará forma al mundo del siglo XXI, ¿nos vamos a mantener firmes en la universalidad de nuestros principios? ¿Decir y repetir que Hong Kong demuestra que se puede ser el heredero leal de una gran civilización no occidental y estar, sin embargo, convencidos de que la democracia sigue siendo, en todas las latitudes, el menos malo de los regímenes? ¿Vamos a demostrar que se equivocan todos aquellos que nos acusan de preocuparnos solamente por la libertad del mercado y del capital, nunca de la de las personas de carne y hueso? O, por el contrario, ¿vamos a capitular y vamos a apartar la vista ante la fuerza y a usar el destino de un pueblo como moneda de cambio en un trato con aromas de acero y soja?
En cuarto lugar, lo que veremos será una tragedia humana en tiempo real si llega hasta sus últimas consecuencias, que serán atroces. ¿Acaso nos podemos imaginar cómo podría ser una acción violenta contra estas masas de gente cuya antigua y desesperada solemnidad encoge el corazón y emana respeto? ¿Nos podemos llegar a imaginar lo que pasaría si las decenas de tanques y convoyes de tropas apostadas, en el momento en el que estoy escribiendo, en el estado de Shenzhen franquearan los pocos quilómetros que las separan de la frontera? ¿Tenemos idea de la cantidad de cuerpos aplastados, machacados, alcanzados por las bayonetas, cortados en pedacitos, desaguados por las alcantarillas o quemados que provocaría una intervención armada en esta Tiananmén gigante, de espaldas al mar, donde no es que haya miles ni decenas de miles de personas, sino cientos de miles, hasta un millón o incluso dos, congregadas en las calles algunos domingos? No. Nadie tiene ni idea de lo que sería. Nadie, ni en Pekín ni en ninguna otra parte, está en disposición de evaluar el caso de esta nueva versión de David contra Goliat. La imagen de este posible aluvión de acero y fuego, la perspectiva de una matanza semejante a un apocalipsis hiela la sangre.
Lo que también está en juego en Hong Kong es el riesgo de una crisis económica y financiera que puede ser aún más salvaje que la de 2008. Sin duda, hay dos cosas que han cambiado en estos diez años. China se ha convertido en la primera potencia mundial, algo que no tiene visos de cambiar. Y Hong Kong, aunque su contribución al PIB del país haya disminuido, sigue siendo más que nunca el pulmón de la nación, su punto de contacto con el resto de las potencias y la angostura por donde circula el 75 % de sus flujos de capital. Si esa angostura se cierra del todo, si el pulmón se ahoga, si todo arde o, simplemente, si se cierra la zona de contacto entre los dos mundos antes unidos, para lo bueno y para lo malo, en un ahogamiento fatal, para la economía globalizada eso será el equivalente a una avería, a un cortocircuito de gran intensidad, a un espasmo. Infarto del miocardio oriental. Embolia de la otra mitad del cielo, repentino, como la sangre que se cuaja. Un dramático efecto mariposa que generará, por doquier, una avalancha de destrucción de empleo, miseria y bancarrota. Pero así son las cosas, es demasiado tarde para lamentarlas: cuando China arda, convulsione o se encierre en sí misma, el mundo será el que tiemble.