Hay gente que escribe con su sangre.
Yo he vivido —y escrito— vendiendo la mía.
Corría el año 1969 en México, había viajado hasta allí siguiendo la pista de Antonin Artaud, mi maestro vital e intelectual en aquel momento. Él mismo —treinta años antes— había ido allí al encuentro de los tarahumaras, esta tribu indígena tan antigua; los herederos de una cultura misteriosa y terrible, que le parecían los depositarios de una experiencia del Absoluto que había desaparecido en todo el mundo salvo allí. Y como mi compañera Isabelle y yo estábamos sin blanca y los hospitales mexicanos compraban sangre de “gringos” a un peso el gramo —máximo 500 gramos—, fuimos de un estado a otro vendiendo la bolsita de 500 gramos de turno que nos permitía llegar hasta la siguiente frontera: Michoacán, Zacatecas, Durango, Sinaloa, Chihuahua… Así llegué a Norogachi, capital de los “hombres de pies ligeros”, en el corazón de la sierra Madre, casi exangüe.
Me acuerdo de esa anécdota al leer el libro de Félix Macherez, Au pays des rêves noirs [En el país de los sueños negros] (Equateurs), que se publica estos días y nos relata una aventura bastante semejante.
El autor tiene la edad que yo tenía en aquella época.
Tiene al viejo surrealista, al autor de El teatro y su doble, en un pedestal quizá más alto del que yo lo tenía.
Y, con cincuenta años de distancia, rehace el mismo peregrinaje.
Con tres diferencias.
Para mí, el regreso al país de los tarahumaras fue una etapa en un periplo que me llevó, por ejemplo, más al sur, al Chiapas de los revolucionarios zapatistas. Para Félix Macherez, el país de los tarahumaras era su objetivo. Su primer y último propósito. Una idea fija.
De aquel viaje yo saqué textos teóricos, áridos, como marcaba la tendencia en la época, nada novelescos ni subjetivos (uno se publicó en Les Temps modernes; otro, cuya rigidez académica me sorprende incluso a mí mismo, se acaba de publicar en línea en la web de la revista La Regle du jeu, lo escribí para el seminario de Jacques Derrida en l’École Normale Supérieure de la calle Ulm).
Félix Macherez ha extraído de su viaje un libro sensible, escrito al ritmo del camino, donde refleja escrupulosamente, día tras día, hora por hora, lo que le hace al alma el choque con lo sagrado, la participación en el rito erótico del peyote y la exposición al sol negro de una de las civilizaciones más antiguas del mundo. Hay trazas de Kerouac en la evocación de los cuartuchos sucios, en los autobuses a velocidad de mula o en el tiempo que se mata en la cineteca de San Luis de Potosí. Hay algo de Lowry en la llegada a la plaza Mayor del pueblo de Norogachi, donde Artaud asistió, en la placeta de la pequeña iglesia católica, al sacrificio de un toro. Y, sobre todo, en cada página, se siente la presencia viva del hombre de abrigo negro, sudando sus fiebres y sus venenos, poseído. El autor encuentra, como si fuera una reliquia, el visado de entrada a México de Artaud, sellado el 31 de diciembre de 1935, acompañado de una foto parecida a la de un bandido famoso o un fugitivo. El libro, todo sea dicho, es bellísimo. Muy particular. Merecería un puesto de honor en la avalancha de obras de esta rentrée literaria.
Otra diferencia más entre su recorrido y el mío es que, en mi época, aún había bastantes testimonios de la cultura tarahumara y de sus trances para que un joven filósofo, ocupado en contribuir a la ardua tarea de «olvidar el olvido del ser» pudiera encontrar allí una figura alternativa a la del "pueblo de pensadores y poetas" tan querido por Martin Heidegger. Sin embargo, el terrible descubrimiento de Félix Macherez es que, al final del camino, allá donde buscaba la gruta fulminada y el espectro inmortal de Antonin Artaud, allí donde él creía encontrar el ombligo del mundo y un ápice de su parte sagrada, ya no hay más que zombis, mendigos con deportivas y gorras de Ferrari, trogloditas domesticados, véase, tarahumaras imaginarios que no venden su sangre, sino un simulacro de memoria: "¿Artú, dice? ¿El señor Artú? Sí, un escritor con ese nombre vino por aquí hace mucho, mucho tiempo… Quería vernos, igual que usted, levantar el polvo con un bastón de madera y alzar el rumor de los espíritus".
Pero ha pasado mucho tiempo. La enfermedad del mundo. La "yanquización" a marchas forzadas. Y, aún peor, esos asesinos de toda cultura viva, los cárteles de la droga. Una de las cosas más bellas del libro es reflejar con absoluto rigor esa búsqueda desesperada, pero, sobre todo, desesperante. Aquí, una ceniza incandescente… Por allá, un paisaje rocoso que parece el alfabeto de los dioses… Y más allá, la ceremonia sagrada a la que le permiten asistir; a la sazón, podemos recordar, vagamente, esos tiempos en los que los dioses cantaban mediante la voz y los pies de los hechiceros… Pero hay que rendirse ante la evidencia: ese pueblo que se tuteaba con la eternidad, los primeros principios y el infinito ya no tiene más que la consistencia de las sombras.
Al terminar el libro no sé qué me emociona más, si volver a encontrarme con Camargo, Batopilas, Guachochi, Mesa Yerbabuena, Satevó y todos esos nombres de pueblos que no han dejado de vivir en mí, pero que pensaba que no volvería a oír, o bien darme cuenta de que, entre el viaje de este joven y el mío han pasado más años que entre el mío y el de Antonin Artaud, que ya en su día me parecía muy lejano; o bien saber que, en ese México lejano y querido, un pedazo de humanidad, una región del espíritu, una experiencia de la vida y del Ser, degeneración tras degeneración, están apagándose al tiempo que el desierto crece y nos deja, como cada vez, más pobres de mundo.