Conocí a Yann Moix el 31 de octubre de 1993.
Me había enviado una de esas cartas que los jóvenes mandaban a los escritores cuando todavía se escribían cartas, aunque yo, por mi parte, no tenía costumbre de contestar casi nunca.
¿Igual fue porque la suya era especialmente buena?
¿Había presentido ya el personaje fuera de lo común que se agazapaba tras aquella escritura demasiado aplicada?
¿Azares de la vida?
La cuestión es que lo cito aquella mañana de octubre a las ocho en el Café de Flore, en una pequeña mesa del fondo. Entonces veo llegar a un joven con complexión de boxeador que, por tomar el lamento de Françoise Verny, no tenía precisamente facha de escritor y al que le pido, por ponerlo a prueba, que escriba para la revista La Règle du jeu un artículo sobre una película de Claude Berri, otro sobre Berlusconi y una necrológica de Fellini —cuya muerte se acababa de anunciar—, todo para antes del final de la semana.
Dos horas más tarde me llegan los tres artículos, todos de un virtuosismo pasmoso. El mes siguiente recibo las primeras páginas de su primer manuscrito Jubilations vers le ciel [Gritos de júbilo al cielo], que pronto publicó Grasset. Así, bajo el doble auspicio de mi editorial y de mi revista, se forjó una unión literaria que dura hasta el presente.
Pronto le cogí la medida a su naturaleza tempestuosa, claro; a sus bandazos y estallidos. Del mismo modo he sido informado, gracias a amigos que no le tenían especial simpatía, de la existencia de esos famosos cómics donde yo aparecía con rasgos infames, obra, digan lo que digan, no de un "perdedor" o de un "desgraciado", sino de un antisemita.
También lo he visto (...) emprender una aventura interior ardua, compleja y dura para acabar con el mal mediante el bien y arrancarle, de una vez por todas, sus antiguas inclinaciones criminales.
Nunca he querido verme con esos denunciantes, demasiado apremiantes para ser honestos. Pero recibí contundentes explicaciones del interesado, que me confirmó en su momento la existencia de esa etapa sombría; tuvo palabras que me parecieron sinceras para expresar la vergüenza que le producen hoy estas majaderías. También lo he visto, primero con circunspección y luego, poco a poco, con respeto, emprender una aventura interior ardua, compleja y dura para acabar con el mal mediante el bien y arrancarle, de una vez por todas, sus antiguas inclinaciones criminales.
Pues no es baladí retorcerle el cuello, aunque uno sea muy joven, al viejo antisemita que uno lleva dentro. No basta con decir "he cambiado". Ni con autoproclamarse "mejor amigo de los judíos".
Y la historia —comenzando por la de los judíos— conoce perfectamente esos vuelcos tan cómodos cuyo paradigma sigue siendo el de Baalam, aquel malvado hechicero al quien el rey de Moab le pide que maldiga al pueblo de Israel y a quien el Eterno, en el momento en el que el brujo se afana por reconvertir sus maldiciones en bendiciones, le dice: "¡No es menester tu bendición, ya están benditos!".
No. Hace falta carácter, un alma fuerte y brújulas morales de las que evidentemente carecía el entonces futuro autor de Mort et vie d’Edith Stein [Vida y muerte de Edith Stein], brújulas que tuvo que procurarse.
Tuvo que romper con franqueza con una sociedad de amigos del crimen que no suelta fácilmente a sus presas; más tarde entendí que esta le hacía vivir bajo una especie de amenaza de chantaje burlón y permanente ante el que, por desgracia, no siempre tuvo las agallas de resistirse.
Además, es necesario un cambio profundo en el alma, una conversión intelectual y ese viaje, esa expedición, esa inmersión silenciosa en las tinieblas de uno mismo, así como en la luz de los textos que había odiado de manera tan vil. Considero, por otro lado, que estoy en posición de juzgar con qué obstinación se ha entregado a ello.
Tenemos la lectura del "Testamento de Dios". Luego la impresión que le causó Benny Lévy, cuya trayectoria le fascinaba. Luego la obra de Levinas, cuyo descubrimiento le transformaría.
¿Un hombre que antaño cometió semejantes bajezas realmente puede cambiar? La respuesta es sí.
Y después, a partir de ahí, un verdadero sendero intelectual que lo llevó desde el lodo que servía de teatro en sus inicios al aprendizaje del hebreo, a la entrada en el Talmud y al descubrimiento, maravillado, del ser-judío.
La cuestión entonces es: ¿Un hombre que antaño cometió semejantes bajezas realmente puede cambiar? La respuesta es sí. Aunque sea —y sé que es su caso— porque ese cambio es fruto de un auténtico trabajo consigo mismo, de un esfuerzo intelectual y de conocimiento honesto.
La cuestión es: ¿El escritor en el que se ha convertido y que afirma no haber tenido el valor, durante mucho tiempo, por miedo a las represalias, de cortar el contacto con sus antiguos acólitos de la "fachaesfera" sigue siendo responsable de sus errores pasados?
La respuesta sigue siendo sí. Y sospecho que el autor de Orléans, de forma intencionada, ha abierto la caja de Pandora de la que, inevitablemente, iban a salir los demonios que, quizá si no hubiera sido de este modo, nunca habría tenido el valor de sacar a la luz y de afrontar.
Y cuando un hombre, hecho y derecho, también un escritor, da muestras de su voluntad de redención, cuando se compromete honestamente, cuerpo a cuerpo con sus demonios, pienso que es justo concedérsela en el acto
Y luego está la cuestión de saber si los demás, todos los demás a quienes ha ofendido o decepcionado pueden perdonarlo con la conciencia tranquila. La respuesta sigue siendo sí. Con una condición: que ese perdón no solo se otorgue, sino que se pida. Es que lo que sucedió, con el autor de estas líneas, hace ya muchos años. Y en cuanto a los demás, vivos o muertos, a todos aquellos a quienes ha ofendido, arrastrado por el barro, mancillado, ese perdón se lo pidió hace unos días en el programa de Laurent Ruquier.
Creo en el arrepentimiento. Creo en la reparación.
Y cuando un hombre, hecho y derecho, también un escritor, da muestras de su voluntad de redención, cuando se compromete honestamente, cuerpo a cuerpo con sus demonios, pienso que es justo concedérsela en el acto, tenderle lealmente la mano y, si podemos, acompañarlo.