Otoño de 1969. Entonces era secretario de Estado de Presupuestos. Un joven delfín de la política. Los periódicos lo presentan como un “mosquetero del pompidolismo”. He ido a entrevistarlo para una conferencia que estoy preparando en la facultad de Ciencias Políticas sobre la reciente devaluación del franco. Qué generoso fue aquel día. Qué despliegue de accesibilidad. Su manera de hablar sobre mi tema como si fuera el suyo y de improvisar un plan ligeramente académico, demasiado erudito, pero, por favor, ¡en dos partes! Muy importante, ¡en dos partes!, ya no está usted en la Escuela Normal Superior, señor Lévy. Y, frente aquel rostro fino, aún casi adolescente, una impresión fugaz pero que permanece: mosquetero, sí; pero más Athos que D’Artagnan; un Athos melancólico y agazapado tras la máscara de D’Artagnan.
Diez años más tarde. Estamos sentados uno al lado del otro, demasiado pegados, no podemos estirar bien las piernas en el avión de Air Inter que vuelve de Estrasburgo y que, dando vueltas interminables por el cielo del aeropuerto de Orly a causa de un atasco, nos deja tiempo para conversar. El izquierdismo del que yo salgo… El gaullismo que él perpetúa… Su odio a Raymond Barre… Los amores de Giscard… Si sabía que Conan Doyle era cocainómano… Me parece singularmente simpático. Percibo con estupor que estamos de acuerdo en casi todo. Y cómo me sale, cada tres frases, un “a pesar de todas nuestras diferencias” prudente a la par que estúpido antes de decir “estamos muy de acuerdo en eso”. Entonces, ya en las cintas de equipaje, cuando su chófer ha recogido su maleta, se da la vuelta, con aire avergonzado y con una torpeza que acentúa su reciente claudicación y me hace la pregunta más simple, la más normal, pero a la que me veo incapaz de responder: “Dígame, señor, Levy, ¿qué es exactamente lo que nos separa?”.
Diez años más tarde. Alcalde de París. Comemos con el presidente de Air France, Jacques Frydman; el hombre de su vida, François Pinault, y André Lévy, mi padre, quien hacía dos años se había acercado a François Pinault. Está en territorio amigo, así que es él mismo. Un lado balzaquiano para el apetito, Stendhal para el gusto por la alegría y una pizca de Malraux (¡nunca me he creído su reputación de inculto!) en cuanto a su nostalgia por la grandeza. Sin embargo, la conversación vira hacia Le Pen y la cosa, de repente, se pone tensa. “Nunca, oídme bien, nunca, en ningún tipo de elecciones pactarán los gaullistas con esa gente. ¿Por qué? Porque lo perderíamos todo. El honor, sin duda, pero, sobre todo, las elecciones”. Efectivamente, esa frase que a menudo se atribuye a otros en realidad es suya.
Diez años más. La redada del Velódromo de Inverno, la mayor redada contra los judíos en Francia durante la Segunda Guerra Mundial. El discurso histórico reconociendo la responsabilidad de Francia en la deportación de los judíos. No dice Vichy, sino Francia. Y al hablar de este modo es plenamente consciente que desencadena —en las profundidades de la “ideología francesa”— un terremoto. ¿Por qué lo hace? ¿Por qué correr el riesgo de romper no solo con la doctrina Mitterand, sino con la leyenda gaulliana del pueblo de la Resistencia? ¡Ya lo tiene que tener claro para que uno de sus primeros discursos sea una de las piedras clave de su mandato! Es valiente, eso sin duda. Ese sentido de la Historia que la posteridad dirá que tuvo, tanto como otros. Y la convicción (lo he oído de su boca) de que un pueblo es aún más grande cuando deja entrar a sus fantasmas y les hace frente.
Misma época. Sarajevo. Ya había recibido al presidente Izetbegović en el Ayuntamiento. Le había conmovido el “muniquismo” del entonces presidente y primer ministro. Pero esta vez, es él quien está en el Elíseo. Y la imagen de nuestros soldados encadenados por la soldadesca serbia a la barandilla del puente de Verbanya despierta su fibra de oficial voluntario en Argelia, nostálgico de la grandeza militar. Lo dije en mi diario de guerra, Le lys et la cendre [El lirio y la ceniza]: estoy seguro de que fue él, y no Clinton, quien decidió ese día, en nombre de Francia, que ya era suficiente y que teníamos que acabar con la infamia. Sí que se le reconoce en todas partes por no haber intervenido en la guerra de Irak. ¿Por qué no reconocerle también su papel en esta justa guerra de Bosnia?
2002. Aún presidente. Su otro gran amigo, Paul Guilbert, periodista de política en el Figaro, vive una prolongada agonía. Pocos son los días —cuando está en París— que no vaya a ver cómo está. Ni un día, en la última fase, cuando la enfermedad se extiende, en el que no encuentre un momento para dialogar sin palabras con una de las personas del mundo con quien más ha hablado y reído. Su presencia en la iglesia de Saint-Germain-des-Prés, casi anónima, el día del funeral. Su recogimiento apenado. Su religión de la amistad.
Enero de 2002. Unos meses antes había aceptado recibir al comandante afgano Masud, a quien había de recoger el avión de François Pinault en Dusambé. Su Primer Ministro, Lionel Jospin, lo convenció para anularlo todo porque los talibanes se vengarían con las ONGs francesas de Kabul. Masud, entre tanto, muere. Su asesinato, con la perspectiva que da el tiempo, parece un preludio del 11 de septiembre. Me recibe, un poco espeso, Athos convertido en Porthos, extrañamente agotado en ese despacho del Elíseo donde, de nuevo, las visitas se han vuelto escasas. “¿A qué juego ha jugado el primer ministro?, se pregunta, pensativo. “Y ahora, ¿qué hacemos? ¿Cómo reparamos semejante afrenta a quien encarnaba el islam de la dulzura y la Ilustración?”. Así nació la idea de enviar en misión a un escritor durante meses a este Afganistán que tanto amaba y a cuya reconstrucción quería que Francia contribuyese. Haber cumplido esa misión, haber servido, hasta la víspera de sus últimas elecciones, a un presidente que no dio menos importancia al resurgimiento de un Buda tumbado que a la refundación de un ejército afgano en desbandada sigue siendo una de las cosas que más me enorgullecen de mi existencia.