Cincuenta años después, en Ciudad de México. Su inconcebible profundidad. Su inmensidad de locos. Esta ciudad es como una terra incognita, sin límites, sin fronteras, el infinito hecho ciudad, la urbs convertida en hubris rehúye la gracia de antaño; huye de lo que, en 1969, es decir, durante mi primer viaje, hizo del vagabundeo en Coyoacán, Polanco o San Miguel Chapultepec una aventura metafísica, un sueño despierto, una revolución permanente de la inteligencia y el corazón.

Y ahora, en las profundidades de esta ciudad sin final y sin fondo, la misión católica donde se ha instalado una pequeña pantalla entre dos cristos de madera dorada y donde se ha proyectado mi cinta Peshmerga frente a un público atento y curioso. ¿Qué saben los mexicanos de los kurdos? No mucho más de lo que sabían de la España republicana cuando Malraux, en 1939, le confió una copia de su cinta L’espoir a Max Aub con la misión de entregársela a José Bergamín, que tenía que organizar una proyección en las Lomas. Y sin embargo...

Florence Malraux, a la sazón de nuestro primer encuentro, diez años después, con Jean-Paul Enthoven. ¿Lo soñé o me dijo que la película nunca llegó a Ciudad de México? ¿Acaso soñé que me dijo que ni siquiera se llegó a estrenar en aquellos meses posteriores al final de la Guerra Civil de España, país que había concebido el proyecto de convertirla en un arma propagandística?

Corriendo detrás de los pueblos en peligro, de los condenados, los náufragos, los olvidados, los pobres de mundo y de espíritu

¿Que el propio Malraux no la volvió a ver, si es que acaso lo hizo, hasta 1969, año de su “nuevo” y verdadero estreno, en el que el coronel de Teruel se había convertido en uno de los últimos burgraves del gaullismo que acababa de terminar? Valdría la pena comprobarlo. Pero lo que creo que sí que es verdad es que la película se terminó demasiado tarde para poder cambiar el curso de los acontecimientos. Que también es probable que en 1939, cuando Francia se involucra en la guerra civil a regañadientes y el horrible Giraudoux prospera como comisario de Información, tampoco pudiera estrenarse.

A la postre, me parece extraña a la par que bella la historia de esta obra de combate filmada, como mi Peshmerga, en el fragor de la batalla y cuya idea, desde el primer momento, ha servido de arma, en todo el mundo, a los antifascistas más informados, aunque, paradójicamente no haya visto la luz del día, como el búho de Minerva, hasta que se hizo de noche.



¿Y los franceses? Me preguntan. Siempre está usted allí, corriendo detrás de los pueblos en peligro, de los condenados, los náufragos, los olvidados, los pobres de mundo y de espíritu, excepto en casa, excepto en Francia. ¿Por qué? Mi respuesta, la mayor parte de las veces, es que no se considera, que yo sepa, que los franceses sean un pueblo en peligro. Digo que, gracias a Dios, su supervivencia no está en juego y que, por muy encarnizados que sean los enfrentamientos, y por muy insostenibles que sean las miserias, afortunadamente no hay ninguna comparable a la que viven hoy los kurdos, o antaño los bangladeshíes, los bosnios, la gente de Darfur o de Libia, que tuvieron que luchar por su libertad o contra el riesgo de un genocidio.

Pero la verdad —al menos la otra parte de la verdad— es que yo vivo así, a mi propio ritmo: a veces demasiado rápido, corriendo, de hecho, como si tuviera ir a apagar fuegos en algún rincón remoto del mundo; a veces, muy lentamente, tomándome mi tiempo, otium versus negotium, como dice Laurent Núñez en su bello Il nous faudrait des mots nouveaux (Nos harán falta palabras nuevas) (Cerf); paseando, si me apetece, dando vueltas en círculos si me place, perdido en mis sueños, en mi geografía imaginaria, en mi teatro íntimo. Una vida sin dictados. Una vida sin citas. Mi libertad.

Peshmerga, de Bernard-Hénri Levy E.E.



Por ende, nada me aterroriza más en la entrevista que el "insumiso" François Ruffin le ha concedido a Le Monde que la violencia silenciosa con la que revela que su sueño sería forzar a lo que él llama “las élites” a “restringir”, y cito, “su movilidad”. La conspiración... El fantasma de una Francia “colonizada desde dentro” por una casta voraz y malvada... Una ecología punitiva, por no decir robespierrista, donde la principal crítica que se hace al “10 % más rico” es que “emite ocho veces más gases de efecto invernadero que el 10 % más pobre”; punitiva, para quitarles el aire, para impedir que respiren y, si las palabras significan lo que significan, para formar parte de la gente que sobra en la Tierra... Por no hablar de la visión como poco aproximada de un 1789 considerado como la “encrucijada” —y cito de nuevo— de estas “dos clases”, “los amos” y “los proletarios”... Todo el texto es una soberana idiotez. Pero lo peor, quizá, es ese viso ecologista-jémer que, en nombre de la defensa del medio ambiente, querría prohibirme ir de un país a otro, como hago estos días, para defender la causa de los kurdos.



Como tengo la cabeza en 1969 —para ver, dicho sea de paso, la exposición 69 année érotique (69 año erótico) que puede visitarse en la Galería T&L, 24, rue Beaubourg, París, desde el 21 de noviembre—, recuerdo que aquel año hice un gran viaje, a Irlanda, para seguir las pistas, como hice también en México, de Antonin Artaud y su mítico bastón de San Patricio; y luego, inmediatamente después, otro a la Irlanda del Norte, que vivía entonces uno de sus momentos más cruentos, y que inspiró, en el Combat de Philippe Tesson, el primer reportaje de guerra de mi vida. Cincuenta años después, el tiempo y Europa parecían haber hecho su trabajo y la guerra había terminado.

Si había un lugar en Europa donde el cliché —repetido ad nauseam, de una Europa que era sinónimo de paz— parecía ser cierto, era justo en Irlanda. Es evidente que Europa había conseguido ser artífice de una obra maestra, una sola, y que esa obra maestra, ese tesoro, ese activo inestimable de la integración europea no se llamaba Ariane, Erasmus o el euro, sino la paz en Irlanda. Pero ahora, los defensores del brexit están poniendo en peligro ese tesoro con sus historias sobre la frontera, ya sea entre las dos Irlandas, o, según indican las últimas noticias, entre Irlanda del Norte y lo que quedará de Gran Bretaña. La vieja tierra de San Patricio… La isla de los clubs y poetas, los caballos de Connemara y los fantasmas de las islas Aran... Irlanda, donde republicanos y unionistas jugaron, durante un siglo, la partida más trágica de Europa Occidental... Y ahora miradla de nuevo, otra vez sacudida por el vértigo y, por culpa de Boris Johnson y su pandilla, comenzando a girar sobre sí misma como una peonza fuera de eje. Qué tristeza más grande.