Aquí están, los franceses del Daesh. Estamos en una prisión moderna en Derik, al sur de Qamishli, capital del Kurdistán sirio. Un misil turco cayó cerca, como para animarlos a escapar. Pero la prisión es segura. Los guardias llevan cascos, máscaras, van vestidos de negro. Sólo se puede acceder a la zona de máxima seguridad a través de una serie de pasillos, verjas y puertas blindadas.
Hay diez hombres, están reunidos al fondo de la celda; cuando llegamos, están de espaldas, rezando. Pero, al oír la llamada de su Cerbero detrás de la mirilla, se dan la vuelta como si fueran un solo hombre y me encuentro cara a cara con esos yihadistas que han sido, según me han advertido, los peores asesinos de Raqqa, pero que, en esta habitación excesivamente iluminada, sin sombras, que huele a bodega vieja, donde se amontonan mantas de colores brillantes, parecen indigentes, con la ropa sucia, mirada tierna y resignada.
Excepto uno, que está herido, con las piernas atrapadas en un aparataje de pinzas y hierros, que me grita, con acento del norte: “¡Te hemos reconocido!”. Desencadena una algarabía de quejas indistinguibles: “¿Sabes quién nos juzgará y cuándo?”.
Estos hombres, que aterrorizaron al mundo, están, hoy en día, aislados de todo. Sin ver la luz del día, sin teléfonos móviles; les quitaron el único televisor que tenían al principio de la ofensiva turca, por lo que no saben, por ejemplo, que Al Bagdadi, su califa, ha muerto. Ahora mismo sólo tienen una idea en mente: que los extraditen de Rojava (Kurdistán sirio); no acabar en Bagdad, donde está en vigor la pena de muerte; volver a Francia, país de los derechos humanos y de la garantía de defensa... Patético. Y diabólico.
Una prisión para niños
A unos kilómetros de distancia, la segunda prisión. La de los niños. En realidad es —salvando las distancias— una especie de monasterio lleno de arcadas y transformado en un reformatorio. Hay un centenar de adolescentes, todos chicos, que, como el neoyorquino Nelson, o Ahmed, de Toulouse, dicen que no han cometido otro crimen que el de tener un padre o una madre terrorista. Parecen animalitos abandonados. Muchos no saben si sus padres siguen vivos. Y tienen esa mirada de ociosa ansiedad de los niños privados de futuro.
Enseguida nos llevan a una sala cerrada donde nos esperan dos franceses que, la mayor parte de la entrevista, ni siquiera levantan la vista. Uno tenía ocho años y nos cuenta que, con la pericia que había adquirido arrancándoles los ojos a los gatos del zoco de su pueblo, degolló a un vecino que había sido irrespetuoso con su hermana mayor.
El otro, con carita de ángel y hermosos ojos grises extrañamente inexpresivos, se dedicaba a ir recogiendo las cabezas de la gente que su padre, que era verdugo en Raqah, había decapitado. ¡Dios mío! ¿Qué hacer con semejantes confesiones? ¿Qué desradicalización, qué redención será posible para estos niños monstruosos? ¿Acaso no es el peor crimen del Daesh haber querido hacer de estos “cachorros de león” los garantes de una infamia que tenía que pasar de generación en generación? Le pregunto al segundo, al aprendiz de sepulturero, si alguna vez piensa en esos rostros sin cuerpo, si se le aparecen en sueños por la noche. Me hace repetir la pregunta. Por primera vez, me mira a los ojos, pero tiene un aire indefinible de estupidez. Ya no sabe lo que significa soñar…
Kurdistán es su nombre de guerra. Una chica menuda, con el pelo trenzado, dirige un batallón de un centenar de muchachas destinadas en algún punto cerca de la línea del frente. Las soldados, cuando llegamos al amanecer, están en pleno ejercicio, pero la cabecilla nos lleva a un edificio donde, con un puñado de camaradas que como ella se sientan con el kalashnikov en el suelo sobre una esterilla que nos libra del frío matutino del cemento, nos cuenta, con una voz melódica, tomándose su tiempo, cómo vivió la unidad la invasión turca.
El ruido de los aviones cubriendo el avance de los asesinos procedentes de Afrin. Las dos heridas que fueron a recoger por el camino, bajo fuego enemigo. Nos habla de la joven heroína, asesinada a quemarropa en un suburbio de Tal Abiad, cuyo recuerdo no las abandona.
Guerreras casadas con el Kurdistán
Y luego el momento en el que comprendieron que los estadounidenses se iban a marchar de verdad y que tenían que retirarse para salvar lo que se pudiese de la Comuna de Rojava y, algún día, contraatacar. Pienso en las mujeres luchadoras que, en La Ilíada, eran las protectoras de las ciudades. Pienso en Pentesilea, reina de las Amazonas, que ama a Aquiles, pero se enfrenta a él en duelo y, en la versión de Kleist, consigue matarlo. La diferencia es que estas jóvenes no aman ni a su enemigo ni a nadie. Estas guerreras están casadas con Rojava, con el Kurdistán sirio, igual que las monjas con Cristo. Ni seducción ni pasión: el puritanismo secular de un pueblo de Antígonas que vela por sus 11.000 muertos de la guerra contra el Daesh y, ahora, también contra Erdogan.
Los kurdos dicen que no tienen amigos salvo las montañas. En este Kurdistán sirio todo son llanuras, grandes pueblos a medio construir y rudimentarios pozos de petróleo. No se avistan ni montañas. ¿Eso significa que aquí no tienen amigos? Eso es lo que le pregunto a Fawza Youssef, escritora, feminista y miembro de la dirección colegiada de la Comuna Rojava. “No”, protesta.
Estamos en Qamishli, en las calurosas oficinas de la Administración para la Autogestión del Norte y el Este de Siria. "Las democracias son nuestras amigas. Las sociedades civiles son nuestras amigas. Y esta sociedad, la nuestra, la que estamos en proceso de construir, sigue siendo nuestra amiga. Es una sociedad igualitaria". No tiene en cuenta las diferencias de religión o raza. Y, en contra de la ley patriarcal, que es la verdadera enfermedad del islam, pone a las mujeres y a los hombres en un plano de igualdad.
Fawza no es marxista. Es consciente, exclama en un ataque de risa que suaviza su rostro de Pasionaria marcado por las luchas, del debate que hay en Occidente sobre el fin del marxismo y la reputación de Rojava como una de sus últimas versiones. Pero no hace falta ser marxista para, “como en la República Francesa”, conjugar libertad, igualdad, fraternidad. Y esta mezcla de horizontalidad y genio espartano, de espíritu libertario y disciplina revolucionaria, de comunitarismo ecológico e internacionalismo es —me insiste— el pilar de Rojava y el alma de su resistencia.
Aldar Khalil no tiene un cargo oficial. Es un veterano más en este pueblo armado que, desde 2011, está construyendo su República de Iguales. Y, con un vago gesto de la única mano que le queda, me asegura no es más que uno de los inspiradores de una coalición de partidos kurdos llamada Movimiento por una Sociedad Democrática.
Por el respeto que le tienen todos los que le rodean, la actitud de los centinelas que, en cuanto llegó, interrumpieron su partida de backgammon, y su tono de fingida modestia cuando admite que a veces es cierto que da alguna que otra recomendación o alguna que otra orden, entiendo que las cosas son más complicadas de lo que parecen y que, en la organización real de Rojava, dentro de su Comité Invisible, donde nadie debe, en principio, primar sobre los demás, es él quien impone su criterio.
A diferencia de Fawza, Khalil ha recibido formación marxista. Además, es el único de nuestros interlocutores que asume con orgullo el vínculo con el PKK de Turquía. Y cuando evoca y justifica el vuelco de la alianza a la que ahora están condenados los kurdos de Siria, abandonados por EEUU contra la pared, me hace pensar en Lenin, de quien Isaac Babel dijo que, a diferencia del Dios de Pascal, escribía torcido en una línea recta. La misma voluntad inflexible. La misma frialdad en el análisis del desarrollo de los acontecimientos. Y el mismo arte de la dialéctica para articular, como el Lenin de Brest-Litovsk, el amargo compromiso con Bashar al-Asad y Putin.
Llamada de Macron
“Buenos días, general, ¿cuál es la situación sobre el terreno?”. La voz que se oye cortada por teléfono es la de un joven presidente que, allá, en un París en plena huelga, dedica 40 minutos de su tiempo a preocuparse por el estado de las fuerzas kurdas y para hablar con ellas de lo que esperan de Francia.
El general Mazlum Abdi Kobané es el comandante en jefe del Ejército kurdo a quien debemos el famoso “entre el genocidio (Erdogan) y el compromiso (Bashar), elegimos la vida” y a quien, desde ese día, los drones turcos tienen en su punto de mira allá donde lo hayan localizado. Y aquí estamos, apretujados alrededor de mi iPhone, con un hombre que nos hace de intérprete improvisado, en el rincón con mejor cobertura de un lugar que parece irreal, mitad hotel abandonado, mitad falso Club Med en desuso, lugar donde se había fijado la reunión y donde apareció el general, desarmado y acompañado de dos oficiales, en una absurda escalera que no llevaba a ninguna parte.
No me corresponde a mí revelar el contenido de la conversación entre Emmanuel Macron y el enemigo público número uno de Ankara, pero, si Aldar es el Lenin oculto de Rojava y Fawza, su Kollontai; entonces Mazlum es su Trotski. Y entre los puntos de debate con Siria hay uno que le compete y sobre el que le dice a su amigo francés, entre cortes de cobertura y con una voz que la oscuridad aún hacía más solemne, que no son negociables: la autonomía de su ejército, con el mantenimiento de la cadena de mando, y la garantía de que, asignado a la defensa exclusiva de Rojava, no tendrá que meterse en lugares como Idlib para librar sucias batallas decididas por los criminales contra la Humanidad de Damasco. Aquella noche, Francia tomó buena nota de esa exigencia vital y dictada por el honor…
Al otro lado del Tigris, en el otro Kurdistán, el Kurdistán de Irak, el Daesh ha vuelto. Estamos a 40 kilómetros al norte de Erbil, en la cordillera de Karachok, que es la posición más alta de los peshmergas desde que en octubre de 2017, tras el referéndum de autodeterminación, las milicias proiraníes del general Qasem Soleimani los expulsaron de los territorios “en disputa”.
Y ahí está el Daesh, a 800 metros de donde estamos nosotros. Hace una hora aterrizó por aquí un obús mortero. Luego el disparo de un francotirador rozó el techo de las casamatas. Antes de que la niebla envuelva el valle, llegamos a ver dos sospechosas camionetas en una pista desierta. El general Sirwan Barzani no parece sorprendido. Siempre ha dicho —recuerda mientras observa un gran pájaro que planea casi sin mover las alas y se funde en el vacío antes de volver a alzar el vuelo hacia las nubes— que era inevitable que los yihadistas llenasen el espacio que habían dejado los kurdos tras su forzosa retirada.
Ahí está ese magnate condotiero, ese presidente y fundador de la compañía nacional de telecomunicaciones, que una vez más pasa sus días y sus noches aquí, al raso, entre sus hombres, montando guardia contra los bárbaros. Este es el heroísmo cívico que me gustó de los peshmergas. La cara civil de los soldados, de todo pelaje y condición, los señores de bien de las colinas de Barzan mezclados con los rudos campesinos, con las mejillas manchadas de barba, salidos de la noche kurda. Hoy me vuelvo a encontrar aquí esa fraternidad inquieta y alegre.
¿Washington ha dado el visto bueno a la idea? ¿O ha sido por iniciativa propia de Steve Fagin, cónsul general de los Estados Unidos en el Kurdistán iraquí, la proyección de Peshmerga en la pequeña zona bunquerizada donde tiene su sede Estados Unidos, en el barrio cristiano de Ankawa, en el corazón de Erbil?
Nunca lo sabré. Pero de lo que no cabe duda es de la emoción compartida durante las escenas más dramáticas de la película: el joven general de pelo blanco, sin casco, enfrentándose al Daesh, que recibe un disparo en la cabeza; Ala Tayyeb, mi director de fotografía, saltando sobre una mina con el hombro destrozado; o el batallón de mujeres asaltando la presa de Mosul. Sé que entre el público de este improvisado cine hay comandantes de las fuerzas especiales, miembros de la CIA, profesionales de la diplomacia curtidos de tantas torpezas de la Realpolitik.
Siempre, en todas las guerras, los hombres libres se manchan las manos de sangre
Pero cuando se vuelve a encender la luz parece que todos sienten la misma vergüenza y, tal vez, el mismo remordimiento: siempre, en todas las guerras, los hombres libres se manchan las manos de sangre; pero, por lo general, suelen mancharse con la sangre de sus enemigos; mientras que allí, en el Kurdistán, es la de sus amigos, la de sus aliados más valientes y leales, la que tiñe sus manos. ¿Cómo pudo la nación de Pershing y Patton, la democracia más antigua del mundo, su patria, ceder ante semejante traición a sus valores?
Masud Barzani era entonces presidente. Le pasó el relevo a Nechirvan, su sobrino, después del referéndum fallido. Me lo vuelvo a encontrar en el palacio al que yo acudí en su momento a defender la causa de que —igual que De Gaulle obtuvo in extremis de Eisenhower que una división francesa liberara París— debía obtener luz verde de Estados Unidos para entrar en el Mosul ocupado por el Daesh.
Mantuvo la misma autoridad silenciosa. El mismo aplomo a pesar de su corta estatura. Y el mismo traje y turbante del eterno peshmerga. Sin embargo, se le nota un deje de amargura cuando cuenta la historia de la batalla de Alton Kupri, donde uno de sus comandantes supo, como Leónidas en las Termópilas, contener durante varios días a una columna de los guardias revolucionarios iraníes comandados, en persona, por Qasem Soleimani. O, mejor aún, la de Shila, donde sus tropas destruyeron 57 vehículos blindados, de la que no se ha hablado nada en Occidente.
¿Cómo puede ser que una batalla de ese calibre pase desapercibida para la Historia? En cualquier caso, me gusta —como hicieron los generales de Valmy, los de las Fuerzas de Defensa de Israel y los de la joven revolución soviética— que se haya enfrentado al resto del mundo. Me encanta su magnífico buen perder, vagando por su palacio desierto, como un viejo rey destronado, sin diversiones, pero glorioso. Y me encanta que, al igual que Cincinato regresó a su arado o Marco Furio Camilo se entregó a la sabiduría después de salvar a Roma de la invasión gala, él sigue siendo el padre de la nación.
El tercer Kurdistán
Es una escena del Desierto de los tártaros o de El mar de las Sirtes. Estamos muy cerca de la frontera iraní, a tres horas en coche al este de Erbil. Es aquí donde el tercer Kurdistán, el de Irán, conocido como Rojhelat, tiene combatientes en el exilio que sirven bajo los uniformes de los peshmerga. Dispersos por un paisaje de rocas salvajes y amenazantes, apostados en refugios de piedra incansablemente fortificados y equipados con armas que aprestan con una paciencia propia de Sísifo, encontramos a un puñado de hombres en estado de alerta continua que llevan 40 años rezando por la caída del régimen de los mulás.
Se juegan tantísimo. Estos guerrilleros de la retaguardia, que no paran de prepararse para un ataque que nunca llega, son los peshmergas más aguerridos.
¿Pero qué vida es una vida de espera y heroísmo contenido? Este presentimiento de un enfrentamiento siempre postergado, esta sucesión de días en que las armas se duermen y uno puede acabar muriendo de gritar tantas veces “¿Quién anda ahí?” frente a un enemigo invisible; esas noches sin horizonte donde los vigías ya no ven nada y parecen, por fuerza, ermitaños en sus puestos; ese tiempo inmóvil en el que sólo se mueve la nieve en invierno, el sol cada tarde y el viento que, en sus días buenos, les trae, por la montaña, la ilusión de una voz que podría ser la de los seis millones de hermanos iraníes oprimidos. Es desesperante.
Y entonces, de repente, dejamos de estar en el desierto de los tártaros. Y los Pasdarán (la Guardia Revolucionaria Iraní), exasperados por estos incansables luchadores de la resistencia y sus incursiones clandestinas, deciden atacar y lanzar, como el año pasado, tres misiles que impactaron en el cuartel general del PDK-I, del que son el brazo armado, aquí en Koy Sanjaq.
Estamos en la salita donde se refugió toda la plana mayor del partido —que aquel día estaba reunida al completo— al oír el primer impacto y donde, segundos después, no pudieron escapar al segundo y al tercero.
Khalid Azizi, su secretario general, se quedó rezagado para ayudar a un hombre herido y se salvó de milagro. Pero el resto de la plana mayor perdió allí la vida. Me enseña, en las paredes del memorial en el que se ha convertido esta cámara de la muerte, los retratos de los fallecidos. Están dispuestos con sumo respeto en vitrinas a lo largo de las paredes carnets de identidad, sandalias, teléfonos móviles, gafas, un peine, un reloj, un blíster de pastillas, una pistola, un turbante manchado de sangre, una medalla. Los kurdos son un pueblo olvidado. Pero estos kurdos, habitantes de nuevos Sirtes que han hecho de la reconstrucción de este Almirantazgo Fantasma una cuestión de honor, son, como sus hermanos a los que ahorcan, torturan o encarcelan entre Mahabad y Mariwan, los más olvidados entre los olvidados.
Ya de regreso, en un último pueblo a los pies de la montaña, nos encontramos con un bazar improvisado con mercancías amontonadas de cualquier manera. Hay ordenadores y puestos de conservas, medicinas, chatarra y pañales para bebés. Se puede encontrar todo lo que el Kurdistán iraní, que se muere de hambre por culpa del régimen y las sanciones internacionales, necesita para no sucumbir.
Hay hombres de todas las edades cargando esos paquetes antes de cruzar el camino de las montañas. Como atravesarán los Zagros llevando a sus espaldas los fardos de miseria y supervivencia, a estos contrabandistas se los llama “kolbars”: kol, por “espalda”, bar, de “transportar”.
"¿Los hijos de mis hijos y sus hijos están condenados a esta existencia de hormigas humanas? ¿Continuarán viviendo, haciendo que otros vivan y muriendo por estos pedazos de plástico y estos cartones?
Hay decenas de miles de personas como ellos en toda la provincia… Pero, como van a correr toda clase de riesgos, desafiando las pistas heladas y a la soldadesca iraní que dispara sin avisar, como también nos recuerdan a los bosnios que abastecieron Sarajevo desde la pista del monte Igman o a los brigadistas internacionales que cruzaron los Pirineos para defender la República Española, nos parecen una resistencia de otro tipo.
A uno de ellos, de 70 años, en duelo por su hijo mayor, que fue su compañero en los caminos y al que tuvo que dejar allí arriba a principios del invierno, congelado en la nieve, es a quien quiero cederle la última palabra de esta travesía por los tres ‘Kurdistanes’. "¿Los hijos de mis hijos y sus hijos están condenados a esta existencia de hormigas humanas? ¿Continuarán viviendo, haciendo que otros vivan y muriendo por estos pedazos de plástico y estos cartones? ¿Cuántas generaciones pasarán antes de que su esperanza deje de ser un lastre?", lamentó antes de que la caravana de porteadores se pusiera en marcha.
La nación kurda ha pagado demasiado cara su resistencia y su sueño invicto de un Kurdistán independiente, libre y sin fronteras. Hagámosle justicia. Es la hora.