Mi opinión sobre el brexit no ha cambiado.

Es un desastre para Reino Unido, que se arriesga a perder Escocia e Irlanda del Norte; que acepta la idea de una Gran Bretaña que se convierte en una pequeña Inglaterra; y que ofrece el espectáculo de un país donde, por primera vez, no es la rana quien quiere ser tan grande como un buey, sino que es el león, amputándose, sustrayéndose a sí mismo, quien elige convertirse en rana.

Los brexiters solo hablaban de salvar el reino de Inglaterra: ¿pero de qué reino hablamos cuando el primer ministro miente a la reina para que suspenda el Parlamento?

Exaltaban el imperio y a Churchill: por desgracia, como bien dijo un gran peatón de Londres y habitante de orillas del Támesis, la historia se repite de nuevo y Reino Unido está gobernado por un Churchill desaliñado ―príncipe del cinismo, cuando el otro era el del valor; que cambia de opinión dependiendo de la Opinión. La Segunda Guerra Mundial tenía convicciones de hierro; y olvida al orador del discurso de Zúrich que reemplazó al caudillo y fue el portavoz de los Estados Unidos de Europa.

Se maravillaban ante ese momento de soberanía recuperada que iba a ser el Leave; no obstante, no se ignora que su campaña ha triunfado gracias al dinero ruso y a los algoritmos norteamericanos; que fue un festival de cinismo y fake news; y que no se trata tanto de la hora de la verdad como de una novela mala que se hace realidad, escrita por un conjunto de imbéciles felices por haberse hecho pasar por demócratas…

La historia se repite de nuevo y Reino Unido está gobernado por un Churchill desaliñado -príncipe del cinismo, cuando el otro era el del valor-



¿De Gaulle, otro pasajero entre la niebla y el smog, predecía, desde Carlton Gartens, que Inglaterra siempre prefería el mar abierto a Europa? Bueno, como le habría respondido su aliado de los tiempos oscuros, Boris Johnson no tendrá Europa, ni el mar abierto, sino la guerra comercial, la desconfianza de Washington y las mediocres posibilidades de una isla.

Lo que sí es seguro, por otro lado, es que el brexit es una derrota para Europa, esta quimera metafísica, esta manta de patchwork, esta sátira que teje unidos brocado y lana, terciopelo y túnicas de todos los colores ―y, para hablar al estilo de Marx, el pensamiento alemán (y sus demonios), la política francesa (y sus extravíos) y el comercio inglés (y sus excesos).

Reino Unido en la Unión era John Stuart Mill y David Hume contra la grandilocuencia francesa. Era un poco de Disraeli para mitridatizar los impulsos wagnerianos y las crispaciones chovinistas.

Era una dosis de amor de los océanos para hacer volcar los provincialismos en París, Roma o Viena.

Era la ironía de Joyce y Chesterton inyectada en las negociaciones internacionales y los tratados.

Era un toque de Byron para preocuparse por Grecia y la fraternidad con los pueblos que sufren.

Era un empleo del mundo donde se acoge a Freud, a los gobiernos exiliados, a los resistentes, a los inmigrantes y a Chateaubriand.

Boris Johnson Reuters



Pues bien, Europa, privada de este hub, se volverá asfixiante. Siempre tendrá sus quijotes, soñadores y magníficos. Tendrá sus Sancho Panza, con los pies en la tierra y astutos. Tendrá las ruinas de Roma, la grandeza de Atenas y la nostalgia de Kafka, pero le faltará la cuna de la libertad y de su aliento.

¡Y basta ya de la fábula de una Europa que solo vive en crisis y que no avanza si no es con el sonido de las balas! Pues, ¿dónde está esa ley de Arquímedes que querría que ante un crecimiento populista la sabiduría europea respondiera siempre con un progreso democrático de las mismas proporciones?

El año pasado, la perspectiva del brexit no salvó las elecciones europeas: solo permitió que Orbán y otros charlatanes obtuvieran una legitimidad adicional; y se podría apostar a que, con Inglaterra fuera y el antídoto en cuarentena, el coronavirus del populismo se volverá más virulento en el continente.

¿Quiere decir eso que todo ha acabado?

Con este suceso de una nación que renuncia a su Unión, esta guerra de secesión sin causa ni objetivo, casi por capricho, ¿tendrán razón acerca del sueño de Victor Hugo y Robert Schuman?

¿Y el espectáculo de este Occidente, ya no secuestrado sino fugado, significa que nos encontramos en ese momento del que hablaba un gran presidente de otra gran nación, Abraham Lincoln, cuando anunciaba a su país las llamas de la gran división?

No necesariamente.



Pues la Historia tiene más imaginación que los hombres.

Y queda la opción, a falta de tener a Reino Unido como Estado miembro, de hacerse británico de corazón y de espíritu.

Se podría apostar a que, con Inglaterra fuera, el coronavirus del populismo se volverá más virulento en el continente



Queda la opción de aprovechar la ausencia de nuestros socios para resucitarlos en nuestras conductas y fomentar una unión, no de tecnócratas, sino de mentes churchillianas.

Y el anglófilo que soy seguirá soñando con una Europa de cultura que, valiéndose del legado abandonado en ella, demostrará que, aunque se pueda salir del hogar común, a aquellos que desean continuar dentro nada les prohíbe apreciar a los que se marchan.

Eso es lo que se llama Bill of Rights y Derechos del Hombre.

O el cosmopolitismo de Gulliver y del Swinging London.

O el liberalismo, el de verdad, el de Hume y Locke, que el no pensamiento contemporáneo se empeña en confundir con el otro.

¿Acaso la auténtica esencia de Europa, esta libertad unida a la ironía, no es lo que necesitamos urgentemente frente a las enormes fauces de las democraduras?

Y, también esta semana, ¿el movimiento denominado de las “Sardinas”, esta agrupación swiftiana que prohíbe los insultos y los eslóganes, que predica la cólera justa y el humor, no ha conseguido, en Italia, que Matteo Salvini recule y ha mostrado que los jefecillos aliberales solo crecen con nuestra pusilanimidad?

Europa no ha muerto. Sin Inglaterra, pero con los ingleses, la lucha continúa.