Durante los últimos años de su vida, Michel Foucault se obsesionó con lo que llamaba el triunfo del “poder médico” y la “medicalización” generalizada de la sociedad.
Casi cuarenta años más tarde, con la tragedia del coronavirus, estamos en ese punto.
Entendía por medicalización la fe casi religiosa en la palabra del terapeuta y la sustitución del gobernante por el médico en el papel del buen pastor que dirige la sociedad. Sinceramente, ¿acaso estamos tan lejos de esto, cuando vemos a los dirigentes del mundo envolverse en el manto protector de comités científicos que gozan de un prestigio que a ellos les encantaría tener; sin atreverse a tomar la palabra sin antes haber tomado la precaución de escuchar la de estas nuevas autoridades; y consintiendo, unos y otros, que a partir de ahora sea el saber médico el único que deba validar la deliberación democrática, la decisión republicana y, en resumen, la política?
Después entendió que cuando la política se convierte en un elemento de la clínica, ningún otro asunto debe ocuparla más que la observación, el tratamiento y, en el fondo, la salud.
Uno diría que es difícil pensar de otra manera en una pandemia, cuando la gente está muriendo por miles en Italia y España. Es cierto. Pero aun así... ¿Estamos tan seguros de que vivir con buena salud es el deseo último de nuestra existencia? ¿No hay otros valores (por ejemplo, la libertad, la justicia, la fraternidad) que cuentan tanto como la supervivencia o incluso la vida?
¿Estamos tan seguros de que vivir con buena salud es el deseo último de nuestra existencia? ¿No hay otros valores (por ejemplo, la libertad, la justicia, la fraternidad) que cuentan tanto como la supervivencia o incluso la vida?
¿Es necesario excluir del debate público y, de momento, de las cadenas de informativos veinticuatro horas las otras catástrofes que nos amenazan? ¿El retorno del Daesh en Oriente Próximo? ¿El debilitamiento, frente a Rusia, de una Ucrania abandonada por sus aliados en medio de la contienda y obligada, según las últimas novedades, a reconocer de facto a sus repúblicas secesionistas? ¿Incluso la otra gran tragedia, sobre todo de salud pública, que provocará una nueva crisis como la de 1929 a causa de sus millones de parados?
Foucault también tenía en mente la debilidad de este poder médico sacralizado. Sabía que, por brillantes que fueran, los mayores expertos siguen siendo hombres sujetos a pasiones comunes.
Conocía las relaciones de poder presentes en las comunidades científicas, supuestamente impulsadas solo por un amor desinteresado por el conocimiento. Y, como buen alumno del historiador de la ciencia francés Georges Canguilhem, tenía presentes las grandes polémicas en las que el elitismo del poder ha demostrado tener una falta de miras y de flexibilidad intelectual que lo ha convertido en un extraordinario obstáculo epistemológico.
Por mi parte, no estoy ni “a favor” ni “contra” del doctor Didier Raoult. Quizás se descubra, después de varios ensayos, que su cura milagrosa no lo es en realidad, pero me ha asombrado la virulencia de los ataques que ha habido contra él. Me quedé pasmado ante los ataques personales de un abrumador número de compañeros suyos.
Y, al ver que una vez eliminado el argumento de “falta de evidencia científica” (como si fuera necesario terminar de realizar ensayos con ratones antes de empezar a tratar a los moribundos), una vez descartado el de los efectos secundarios desconocidos (la cloroquina es un viejo medicamento que los infectólogos y, a su vez, los palúdicos, conocen bien), no encontraban nada más para incriminarlo que la arrogancia, la rareza o el aspecto de “Depardieu de la medicina”, no pude evitar acordarme de otros grandes “extravagantes” del pasado sobre los que echaron pestes de forma parecida: Joseph Priestley, del que se burlaron por haber descubierto el “gas hilarante” y el principio de la anestesia en 1793..., William Harvey, que descubrió la circulación sanguínea pero fue juzgado con dureza por los “anticirculacionistas”...; Thomas Willis, el erudito al que creían loco y que descubrió el acto reflejo a partir de la imagen de las llamas atravesando completamente un cuerpo humano...
Podría seguir y seguir, empezando por la censura a Darwin en Cambridge o los ataques de Georges Clemenceau, médico, contra Louis Pasteur, que no lo era, y quien, para más inri, parecía ser un santurrón empedernido.
Hablemos claro.
Creo que nuestros dirigentes hacen bien en consultar a la comunidad médica.
Reconozco el trabajo de estas mujeres y hombres a los que llamaba los húsares blancos de la República en mi anterior artículo, y que arriesgan sus vidas para salvar la mía.
Y al no haber salido de París para irme al campo, como otros, respeto las reglas de confinamiento por respeto a ellos.
Pero todo el mundo está invitado a ser humilde y a dudar.
Peligrosa es la tentación de tener una palabra, sea la que sea, como la palabra de Dios.
Además, en lo que se refiere al confinamiento, vemos que sus procedimientos apenas han variado desde la época en la que las ciudades de la Edad Media creaban planes de emergencia que consistían —cito una vez más a Foucault— en quedarse en casa, someterse a la autoridad de “inspectores” y de “vigilantes de la calle” que debían “recorrer las manzanas” con tal de “verificar que nadie salía”, y donde la gente se asomaba cada noche a las ventanas, no para aplaudir a los sanitarios, sino para anunciar el recuento de los muertos y de los vivos.
Guardémonos del viejo medicalismo repintado con otros colores.
Guardémonos del mañana donde nada, se nos dice, será como antes, pero donde la principal novedad bien podría ser la recuperación del movimiento higienista y sus disciplinas.
Derrotaremos a la epidemia.
Sin embargo, no se debería permitir que, tras su paso, permanezca el desagradable hedor de la distancia social, de cada individuo erigido como mandatario en su casa y de una humanidad curada pero enclaustrada, despidiéndose del mundo durante mucho tiempo.