Definitivamente, este mundo se ha vuelto loco.
Hace unos días me invitaron a una mesa de debate político en el programa de Laurent Ruquier, On n’est pas couché.
En cuanto llegué al plató, por instinto, fui a darle la mano a Laetitia Krupa, la primera periodista con la que me encontré. Ella, también por instinto y acordándose de que darse la mano es uno de los gestos que los protocolos sanitarios implantados desde el inicio de la crisis del coronavirus recomiendan evitar, hace ademán de recular, a lo que yo respondo reculando también y saludando al resto de invitados con la cabeza y con las manos unidas, sin tocar a nadie, de lejos.
Pero nuestro anfitrión, Laurent Ruquier, se troncha ante la situación y nos dice algo como: "Yo le voy a dar la mano, no hay problema, hay que predicar con el ejemplo de lo que uno dice y usted es partidario de dar la mano", y, de hecho, me da un apretón de manos muy cordial.
Enseguida, los internautas reaccionan escandalizados por el incumplimiento de la medida de seguridad más elemental de todas.
Avalancha de críticas por mi "provocación", cuando no por mi "irresponsabilidad". Proliferan incluso los eruditos y delirantes cálculos que evalúan la cantidad de personas que se acabarán contagiando por culpa de mi sandez y su efecto mariposa.
Cuando, una hora más tarde, acaba el debate y el beneficioso intercambio de opiniones, que, a menudo, acerca posturas, todo el mundo olvida la recomendación sanitaria y me estrecha la mano, esta vez con franqueza; un gesto que, según me dicen, provocó toda clase de reacciones en las redes durante la noche.
Me gustaría explicarles a estos obsesos de la prevención que justo acabo de volver de hacer un reportaje en Lesbos y, por esa circunstancia, me había sometido a un test de coronavirus, que dio negativo.
También me gustaría decirles que, en los programas de este tipo, reinan los geles hidroalcohólicos y que, entre invitado e invitado, se desinfecta hasta el último centímetro cuadrado del plató.
Sin embargo, ya que estamos, prefiero aprovechar la ocasión para recalcar mi planteamiento; si, como declaró uno de los principales consejeros de Donald Trump, la costumbre de darnos la mano acaba desapareciendo o incluso se vuelve incómoda durante un tiempo, sería una gran pérdida, un retroceso e incluso una afrenta contra el civismo.
Si la costumbre de darnos la mano acaba desapareciendo, sería una gran pérdida, un retroceso e incluso una afrenta contra el civismo
Un apretón de manos como materialización de un juramento.
Un apretón de manos como señal de haber cerrado un trato que nos comprometemos a respetar.
Los deportistas estrechándose la mano cuando acaba el partido, como diciéndose "esto ha sido un juego, un ritual, una fiesta, la simulación de la lucha a muerte ha sido pura convención".
Ese gesto de darse la mano, tan antiguo e inmemorial, que significa que uno avanza desarmado, sin daga oculta, sin intención hostil ni belicosa.
Ese gesto fraternal de darse la mano que los cuáqueros oponían, igual que el tutearse, a los partidarios del primer establishment estadounidense y su gusto por la ceremonia, la genuflexión y el gesto de descubrirse y quedarse con el sombrero en la mano.
Aquel presidente de Estados Unidos, Theodore Roosevelt, Premio Nobel de la Paz un siglo antes que Obama, que no era cuáquero, pero que también decía: "Maldito sea quien no sepa reconocer a su prójimo estrechándole la mano".
La Revolución francesa y su voluntad de imponer este gesto ciudadano frente a las reverencias y prosternaciones que estaban a la orden del día en el Antiguo Régimen.
La igualdad entre hombres y mujeres, que también pasa por ese gesto.
Aquella protagonista de una de las novelas de Jane Austen, Marianne Dashwood, en Sentido y sensibilidad, que manifiesta su aura de libertad, su desafío a las convenciones y su pasión con el gesto de ir a estrecharle la mano en medio de un salón londinense al hombre al que ama, John Willoughby.
Los caricaturistas de principios del siglo XX que se burlaban de Eduardo VII, quien llevaba siempre la mano derecha enguantada para no arriesgarse a tocar a los que la alta sociedad todavía llamaba los unwashed (los "sin lavar").
Víctor Hugo concluyendo todas sus cartas con aquel sonoro "Os estrecho la mano" que ponía enfermo a Baudelaire, pero que era una muestra de su visión progresista.
Wordsworth y Coleridge, que, probablemente, nunca habrían escrito a cuatro manos sus Baladas líricas sin la costumbre de templar de manera regular el metal de su amistad con un apretón de manos ritual.
O ese "escrito pirata" de Pasolini, donde explica que la ventaja de un apretón de manos es que nos permite estar cerca, pero no demasiado; tocarnos, pero sin efusividad; en resumidas cuentas, crear y mantener lo que Barthes llamaría la "distancia justa".
En la historia reciente de Francia, ha habido dos periodos en los que, como ahora, se nos ha puesto en guardia contra la insalubridad de una costumbre.
Ante todos los que sueñan con una humanidad que prohíbe el baile, permítanme recordar que la aspiración a la pureza puede ser un tipo de virus
La primera fue en 1910, durante una campaña de prevención que invitaba a las damas a desconfiar de los bigotes, que, según se decía, eran nidos de microbios y virus. Después, a final de los años treinta, con el auge del movimiento higienista que culminaría en Vichy y que hacía apología del distanciamiento social y físico.
Ante todo esto, ante todos los que sueñan con una humanidad protegida bajo la campana de cristal y que prohíbe, dicho sea de paso, el baile, la fiesta de la música o las manifestaciones, permítanme recordar que la aspiración a la pureza puede ser, igualmente, un tipo de virus; y que, contra ese virus, disponemos de algunas vacunas.
Para empezar, este hermoso gesto de acogida, hospitalidad y apertura hacia el otro que, en Occidente, pero no solo aquí, constituye el apretón de manos y cuyo mensaje, en el fondo, es la igualdad de los cuerpos, la fraternidad de las palmas y las buenas intenciones.