¿Cuál fue mi intención al meterme en el embrollo de Libia? Siento decepcionar a los conspiranoicos que, tanto en Francia como en Libia, se regocijan perniciosamente, desde hace ocho días, transformando en misa negra un reportaje para una serie de periódicos europeos (EL ESPAÑOL, Paris Match, La Repubblica) y para uno estadounidense (Wall Street Journal).
No fui como emisario de nadie.
No fui como portador de ningún tipo de mensaje.
Por mucho que intento, cuando se puede, ser útil a mi país, en este caso solo dependía de mí mismo y de mi buena estrella.
Aterricé en Misrata el sábado 25 de julio con dos funciones, solamente dos.
Una, como reportero acreditado por las autoridades locales.
Dos, como intelectual, es decir, como escritor que, según aquella célebre definición, que no recuerdo si era de Sartre, de Zola o de Maurice Blanchot, decide inmiscuirse en aquello que no le concierne, en un país que no es necesariamente el suyo en que se juega lo que considera que es lo Justo, lo Verdadero y el Mal menor.
¿Con qué derecho?
Precisamente, con ningún derecho salvo el que describen Sartre, Blanchot u otros autores en los textos canónicos donde se caracteriza la figura de un intelectual a la francesa.
Ninguna misión salvo la que yo mismo me había encomendado, como ellos, de una vez por todas, de acercarme a aquel que me queda lejano, a su aspiración a la libertad, como si fuera mi prójimo.
La única motivación que me llevó a Libia fue mi escritura y mi investigación: la voluntad de volver a ver un país que conozco un poco mejor que otras personas
La única motivación que me llevó a Libia fue mi escritura y mi investigación: la voluntad, dadas las circunstancias, de volver a ver un país que conozco un poco mejor que otras personas; la intención de reencontrarme con los hombres y las mujeres a los que me honra haber acompañado hace casi una década en su proyecto por derrocar una tiranía e intentar tomar las riendas de su propio destino; también el ardiente deseo de saber en qué situación se encontraba este pueblo milenario, nueve años después, con respecto a la democracia, la ley, los derechos humanos, el surgimiento de una sociedad civil y la construcción del Estado.
Pero vivimos una época en la que ese tipo de reflexiones nos suenan a chino; es un hecho.
Que hayamos entrado en un mundo donde ya no tengamos referentes de intelectuales que no estén enfeudados con un partido, con una comunidad o con una soberanía que no sea la suya propia demuestra lo que digo.
Y tengo claro que mis propios referentes, los que me han alentado a mí, tampoco le dicen ya gran cosa a este ancho mundo; que aquellos nombres que me hicieron soñar y que me inspiraron son antiguallas ya lejanas y cada vez más a menudo caídas en desgracia; que la manera que tuvieron Jenofonte, Byron, Lawrence o Malraux, entre otros, de llevar su existencia poniéndose al servicio de causas que no tenían por qué ser de su incumbencia es algo que cada vez se torna más ininteligible; dicho de otra manera, comprendo perfectamente que la voluntad de mirar a la cara a aquello a lo que antaño llamábamos la Historia, ser testigos de ella de manera íntegra, actuar cuando tenemos capacidad de actuar y hacerlo en nuestro nombre y sin otra misión, lo repito, que la que nos encomienda nuestra propia conciencia, nos resulta, a estas alturas del mundo, algo casi impensable y, para la mayoría, sospechoso.
Pero ese es problema de la época, no mío.
La voluntad de mirar a la cara a aquello a lo que antaño llamábamos la Historia, ser testigos de ella de manera íntegra, nos resulta, a estas alturas del mundo, algo casi impensable y, para la mayoría, sospechoso.
Es una de las miserias de un tiempo donde nada de lo que emana, ya no digo grandeza, sino altura, ya no puede anunciarse sin levantar la ira o el sarcasmo de las Erinias del pensamiento confinado; del mismo modo que sucedió con ese otro tema, no pienso claudicar.
De modo que nada de todo lo sucedido en este episodio me disuadirá para que no continúe haciendo lo que siempre he hecho, aunque sea uno de los últimos que se mantiene firme: creer en la fraternidad de los seres humanos; tener fe en su libertad como algo siempre posible, estemos donde estemos; evitarle, cuando puedo, tanto al que me queda más lejos como el que está a mi lado, la maldición de la masa ciega y la letanía de su violencia.
Esa es mi noble razón; que los resentidos la llamen locura si les place.
Esa es mi convicción, forjada hace 50 años, en la espesura de Bangladés: la vida de un hombre puede ser la vida de un sujeto libre, indiferente a las razas, edades, sexos y condiciones, pero vivir apasionada por todas las singularidades que se cruzan en su camino; y si esta idea perturba a los estrechos de miras, peor para ellos.
Porque, precisamente, como sus razones no son las mías, como sus deseos no son los míos, ni su moral la mía, pueden ladrar en la prensa turca que soy un jewish dog, un perro judío; en mi país, pueden henchirse de autocomplacencia burguesa poniendo en la picota a un escritor que tiene una idea de Francia diferente a la suya; en Libia, pueden limpiarse con mi cara; pero me da tres cuartos de lo mismo; casi ni me afecta; hace tiempo que decidí en qué lado iba estar ante las pulsiones de muerte que asfixian casi por igual a todos los seres humanos. No me harán perder el aliento.
Cuando la intención es clara y recta, no es difícil llegar hasta el final de una aventura.
Cuando se quiere documentar una fosa común; cuando, de acuerdo con libios y libias de todos los confines del país, sin rango ni importancia conjunta, se acaba de lanzar un llamamiento por la paz y la unidad, uno no se queda fuera del alcance de los ataques.
Cuando se quiere dar testimonio de que no solo está permitido, sino que es menester, que una vida humana, da igual de quién, si es francés, árabe o de donde sea, sea una aventura singular, a veces basta con cruzar la calle, aun si la han cortado hombres armados con kaláshnikovs, es decir, bárbaros movidos únicamente por el odio y la voluntad de tender una emboscada.
Pero, aunque sea una calle donde se haya abierto fuego, se cruza igualmente, ya lo veis.