Un grito atroz, el de una muerte descomunal. Una deflagración monstruosa que pulveriza el puerto, es decir, el pulmón de la ciudad.
Alrededor del puerto, la mitad de la conurbación ha sido devorada por la catástrofe y se ha convertido en una de esas escenas en las que, en los grandes relatos arcaicos, se desencadenaba el apocalipsis y el caos.
Y, frente a esa confusión y a ese caos primitivo a la inversa, frente a esa descreación de la que fue una de las moradas de los hombres más civilizados del mundo, frente al espectáculo de esas brasas en las que algunos quisieron ver una réplica del incendio de Notre Dame, algunas voces, muy pocas —creo que solo escuché dos— rompieron la avalancha de palabras apenadas pero complacientes que se abatían sobre el Líbano.
Una fue la voz de un escritor y dramaturgo, Wajdi Mouawad, que encontró la manera terrible pero justa de fustigar con sus palabras, en nombre de Sófocles, a los gobernantes que no habían visto venir la tragedia y a quienes les faltarán siempre, decía el escritor, no sólo oídos, sino palabras para oír y escuchar.
La otra fue la de un presidente de la República francesa, Emmanuel Macron, quien, sin americana, con la camisa arremangada, se adentró en los escombros y fue a conversar con el desastre; respondió a los supervivientes llenos de cólera y de pena; asistió, aunque sin ser del todo parte de él, a ese momento, de los pocos que se han visto en la Historia, en los que una masa (es decir, un cuerpo social que se disloca) cede espacio a un pueblo (es decir, un cuerpo que se improvisa, se inventa y cobra forma); así, un joven presidente francés, que volvió a ponerse la americana para reprender a los dirigentes del país, se sentó, como lleno de pena, al lado de aquellos a los que el pueblo, hacía un momento, quería arrojar por las Gemonías, dinamitando todos los protocolos, desafiando toda cautela diplomática. Así anunció al presidente, a los ministros y a los diputados libaneses, todos atónitos, la imperiosa necesidad de renovar el contrato social.
Sé que se ha encontrado con voces contrarias (pero ¿de verdad eran voces? ¿Acaso no eran rugidos y eructos pavlovianos?) por andarse con remilgos.
He oído, como todo el mundo, a las gentes de la Agrupación Nacional y de la Francia Insumisa aullar (¿y acaso no lo hacían, una vez más, como un solo hombre?) por el neocolonialismo y la injerencia.
Ahí está el vínculo privilegiado entre Francia y el Líbano. Es esa, la Francia libre, lo que compartimos, más que la violencia colonial o descolonial, con el pueblo libanés
Cabe informar a estas mentes tan pacatas que el deber de injerencia, también llamado “responsabilidad de proteger”, lleva 15 años presente en la ley internacional; zafarse de ese cometido es un delito.
Cabe hacerles la observación de que la injerencia es una palabra hermosa que nos habla de la fraternidad humana y se opone a que un tirano tenga patente de corso o, en el caso del Líbano, a que una panda cínica y corrupta deje morir a todo un pueblo.
Y como se les llena la boca con la soberanía libanesa, que dicen que está en peligro ante el gesto supuestamente “imperialista” del presidente francés, no me privaré del gusto de recordarles que la Francia moderna ya ha tenido, al menos en dos ocasiones, una cita con esta historia.
El 1 de septiembre de 1920, casi un siglo antes de la fecha anunciada del segundo viaje a Beirut de un presidente francés: los vencedores de la Primera Guerra Mundial acuden a la ciudad a firmar los tratados de San Remo y de Sèvres; tenemos a un general francés, Henri Gouraud, que, por otro fascinante capricho del azar, le da su nombre a la calle donde vimos a Macron, recordarle al pueblo libanés que es un tesoro para la humanidad que tiene que crear un Gran Líbano que se libere de las ruinas del Imperio otomano y que está llamado, unos años más tarde, a convertirse en una República.
20 años más tarde, el 8 de junio de 1941, en las horas más oscuras de la Segunda Guerra Mundial, cuando las potencias del Eje marcaban sus posiciones y las fuerzas aliadas temían que fuese un acto político precipitado desviar el esfuerzo bélico y la victoria en la región; allí volvemos a ver a otro general francés, Georges Catroux, que dejó caer sobre Beirut, desde el avión, octavillas firmadas por el general De Gaulle anunciando a los beirutíes: “Abolo el Mandato francés y os proclamo libres e independientes”. Después, al año siguiente, ya convertido en alto comisario del Levante, sin más, deroga definitivamente el Mandato francés.
Ahí está el vínculo privilegiado entre Francia y el Líbano. Es esa, la Francia libre, lo que compartimos, más que la violencia colonial o descolonial, con el pueblo libanés.
Esta fraternidad de las almas que ahora copan los titulares desde hace más de 10 días y que, por esa misma razón, es más rica en gloria que en infamia; la historia que cuenta es esa, no la de una subyugación, sino la de una emancipación.
El verdadero peligro para un país mártir no es la injerencia, sino la indiferencia
En el gesto del presidente Macron vemos la continuación lógica de esa historia.
En la manera en la que prestó oídos a la enorme cólera del pueblo y, a través de esa cólera, a la callada voluntad de hacer que ni la muerte ni el estupor tengan la última palabra, tenemos derecho a reconocer una tercera etapa en este difícil nacimiento del Líbano.
¿Un nuevo mandato? ¿Un oscuro complot que aspira a reavivar los rescoldos de la influencia francesa en el país que inspiró a Lamartine o a Chateaubriand algunas de sus páginas más hermosas y a Ernest Renan la idea para su Vida de Jesús?
¿Suspensión de la soberanía? No. Bien al contrario, su restauración. Su refundación. Y, en virtud de un gesto gaulliano que intenta pulverizar, hasta en sus versiones otomana y persa, la ley de partidos y de facciones, un último bautismo de fuego de la dolorosa soberanía libanesa.
El verdadero peligro para un país mártir no es la injerencia, sino la indiferencia. El peligro es el retorno a la normalidad con las ruinas y el silencio de telón de fondo. Que viva el Líbano. Gracias a Francia.