Algunas de mis películas han sido seleccionadas en Cannes (¡Bosna!, Peshmerga y El juramento de Tobruk); también en la Berlinale (El día y la noche).
Y el 7 de septiembre, en Venecia, se proyectará una película que no es mía, pero que la siento como tal: Princesa Europa, de Camille Lotteau.
Todo empezó en enero de 2019, en medio del tumulto de las elecciones europeas que amenazaban, si hacemos memoria, con acercar al poder a la peor cara de los partidos populistas. Recuperando la tradición del teatro sobre las tablas, escribí un monólogo, Looking for Europe, que hablaba de la grandeza de la idea europea y fui a representarlo de ciudad en ciudad por las diferentes capitales del continente.
Convencí a un productor, François Margolin, lo suficientemente sabio para unirse a esta locura; lo suficientemente amable para considerar que sería triste dejar que esta experiencia no quedase registrada en la memoria, y lo bastante creativo para atisbar en ella el hilo rojo de una aventura cinematográfica.
Así, elegí de director a un joven cineasta, Camille Lotteau, al que conocí en otros lares, en la Revolución Libia, en la guerra de los peshmergas contra el Dáesh y en la batalla de Mosul, donde, junto con Olivier Jacquin y Ala Tayyeb, fue uno de mis cámaras; hasta el momento, Lotteau solo había firmado cortometrajes y mediometrajes más o menos experimentales.
El resultado es una película que, lo repito, es mía sin ser mía.
Es una película donde me veo, pero no siempre me reconozco.
Es, por hablar como el desconocidísimo Louis Marin, una tumba del sujeto en imágenes, un heterorretrato con ruinas.
Es, como toda buena película, una amalgama de diferentes deseos: el del autor, el del actor y el de la masa de seres vivos con los que, a lo largo de nuestro camino, nos cruzamos y a quienes captamos (muy astuto quien diga que son ellos quienes tienen más que ceder en cuanto a su propio deseo).
es una de esas obras que rara vez nos encontramos en estos tiempos que corren; una obra que nos permite ver a Europa tal y como es: caótica y sublime; brutal y melancólica.
Es una película que, dicho sea ya de paso, como en Stan Brakhage, Jonas Mekas o Robert Frank, los maestros del género, nunca está del todo claro quién dice "yo" en ese cuerpo que está ahí, visible, bajo los focos, y quién lo pone en escena o, a veces, en la picota.
Sin embargo, esta película, antes que nada, es una de esas obras que rara vez nos encontramos en estos tiempos que corren; una obra que nos permite ver a Europa tal y como es: caótica y sublime; brutal y melancólica. Llena de ella misma y también de sus lagunas; rechazada por quienes se lo deben todo y deseada por quienes, a sus puertas, esperan que los arranque de la miseria y de la tiranía; sólidamente anclada en lo real, pero, al fin al cabo, conservando lo mejor de su ser en su incesante reinvención, a lo largo de los años y las décadas, de la mano de artistas, filósofos y, más aún, gracias a los escritores.
Justamente, la fuerza de esta película es que rebosa literatura; no ha podido filmar Utrecht sin evocar a Erasmo; a Milán sin salir en busca de Heráclito en el lienzo preparatorio para La escuela de Atenas, de Rafael; a Praga sin convocar a Kafka; a Gdansk sin Los cuentos de Galitzia, de Andrzej Stasiuk; o a Sarajevo sin que se lea, en voz bien alta, una página de El mundo de ayer, de Stefan Zweig.
Pensamos en la nouvelle vague y en su famoso estilo de cámara; Godard afirma que era una trampa que Sartre le tendió a Astruc.
Pensamos en Derrida; en nuestras anteriores películas, cuando el camino era largo, se nos ocurrió, con Camille, evocar su teoría según la cual hay una escritura secreta, una archiescritura en el corazón de todo objeto fílmico.
Puede que este joven director simplemente se haya limitado a permanecer fiel a los ilustres pioneros del género que fueron antaño Resnais y Rossellini al filmar Noche y niebla y Europa ’51, con una modernidad cuyo principio era asociar todos los recursos de ambos lenguajes para mirar al Mal a la cara.
El hecho es que, sea como sea, ahí está.
En Princesa Europa no paramos de leer.
No dejamos de oír la voz de Joyce, del ucraniano Iván Frankó o de una balada de la Pomerania.
Y en latín y griego antiguo se dice, ya desde el principio, lo indigna que es la suerte que Europa les reserva a los migrantes de Lampedusa.
El cine no es la imagen, decía Abel Gance, es el alma de la imagen.
Y cuánta razón.
Que todavía queden lugares en este mundo para dar cobijo a un proyecto de este tipo es una noticia feliz y la prueba de que la vida sigue
Eso es justamente lo que consigue, y sin prescindir del humor, esta película compleja, erudita y hermosa.
Que todavía queden lugares en este mundo para dar cobijo a un proyecto de este tipo es una noticia feliz y la prueba de que la vida sigue; la vida verdadera, que no está en otra parte sino aquí, en la vasta memoria de Europa; una que tampoco se reduce únicamente a la salvación de los cuerpos atormentados por el coronavirus.
En estos tiempos, Cannes ha recibido un duro golpe, en el peor momento, pero tampoco ha depuesto las armas: ¡Sálvese quien pueda! El mayor festival del mundo, el de todas las glorias y todas las vanidades, donde cada año se expone el estado del alma del mundo, entra en fase de resistencia y se convierte, por una temporada, en el más impactante de los festivales underground.
Y ahora, Venecia, salvada de las aguas del COVID-19, y también, según parece, de la marea negra del higienismo, verá a una princesita humillada, desfigurada, casi muerta, desafiar a sus enemigos al mismo tiempo que se emancipa de sus malas compañías: "¡Qué viva!". Murmurará la princesa, en la noche de la oscura sala de la Scuola Grande della Misericordia, en el desfiladero de palabras e imágenes, justo antes de lanzar, cuando llegue el momento, un sonoro "¡Viva la vida!".
Ha vuelto a aparecer. ¿El qué? La actualidad de Europa.