La explosión fue hace unas horas. Un coche bomba. Aparcado en doble fila en la calle comercial del barrio Taimani, en la parte norte de Kabul. Cuando pasa el convoy de Amrullah Saleh, el vicepresidente del país, conocido por su radical postura antitalibán, el kamikaze choca contra el blindado y todo salta por los aires. ¿El resultado? Diez muertos. Quince heridos. El vicepresidente, milagrosamente, sale con vida; solo tiene algunas quemaduras en las manos y en el rostro.
En un radio de cien metros, un caos de planchas retorcidas; postes eléctricos derribados; bombonas de gas destrozadas, y un amasijo de pobres gentes gritando, tosiendo y huyendo de las astas de humo negro que hacen que teman una segunda explosión, y que provocan que la gente abandone su coche en bloque, también por el embotellamiento gigante que se acaba de formar. Gracias a los talibanes.
Buenos días al compromiso para las negociaciones de paz, que han empezado esta semana en Doha, de que cesara lo que se atreven a llamar “los combates”. La cólera de Ahmad Muslem Hayat, quien antaño fue el jefe de seguridad del legendario comandante Masud, y quien ha volado desde Londres para protegernos en este último reportaje: observa a los policías desbordados; anima a los operarios de la grúa que sacan de la zona los vehículos abandonados; les presta sus fuertes brazos a una brigada de auxilio que intenta sacar a un niño de rostro pálido de los escombros; aún respira, pero su aliento parece más un estertor.
“Siempre la misma historia”, rezonga este hombre que ha vivido cuarenta años de guerras y matanzas afganas, “son demasiado cobardes para reivindicar el atentado, le cargarán el muerto a Al Qaeda o a los Lashkar-e-Taiba pakistaníes, o a la red Haqqani, pero, todo eso, ¡escríbalo!, son los trampantojos de los talibanes”.
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¿Quién es talibán? ¿Quién no? ¿Cuáles son, en este Kabul que se desmorona bajo el peso de los refugiados y donde, desde el anuncio de Trump de la vuelta a casa de los militares estadounidenses, uno ya no se cruza con un solo extranjero; en este Kabul donde por la linde de la zona gris un hombre bomba pasa desapercibido y se mueve como pez bajo el agua? Nadie sabe nada. Eso nos dijo ayer por la noche Saad Mohseni, fundador de Tolonews, la cadena de televisión que es el orgullo de la información libre en Afganistán y cuyos estudios de tecnología punta son uno de los principales objetivos de los talibanes: en cualquier momento, en cualquier parte pueden suceder matanzas como esta o como la que, el 12 de mayo, en el barrio de Dasht-e-Barchi, se vivió en una ala de maternidad de Médicos sin Fronteras y donde, con el ataque terrorista, hubo 24 muertos, entre ellos, tres bebés.
A través del vidrio de mi vehículo, reparo en un hombre de mirada febril que, al vernos, hace el gesto de rebanarse el gaznate. Un vendedor ambulante todo andrajoso, sentado en la calzada, ante un puestecito de móviles, candados y relojes viejos, hace como si apuntara un arma contra nuestro convoy. Otro, casi un niño, al ver que le hacemos una fotografía, escupe en nuestra dirección. El comandante Hayat, durante todo el trayecto en coche, no suelta ni un momento el kaláshnikov que lleva entre él y el conductor.
Más adelante, al ver que el tráfico se ha parado y que ya no avanzamos, propone acabar la ruta a pie. Estamos a 9 de septiembre. El día del asesinato, hace nueve años, de Masud, el célebre comandante muyahidín. He venido a este barrio del centro para intentar encontrar la casa donde, en 1992, cuando Masud era ministro de Defensa y su viejo enemigo, el islamista Gulbudin Hekmatiar, bombardeaba desde las colinas, lo acompañé en una visita a uno de sus muyahidines heridos.
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Voy de casa en casa, guiado por un vago recuerdo, como en un sueño, enseñando en mi teléfono una foto antigua con el “héroe nacional”. Los hombres de este barrio pastún, a medida que nos alejamos de la arteria principal y nos adentramos en el dédalo de callejuelas polvorientas e inestables, de patios interiores que desaparecen bajo la mala hierba y, donde, de repente, aparecen calles sin salida asfaltadas donde se erigen edificios modernos, parecen menos hostiles y, curiosamente, más bien contentos por este Día de Masud en el que se honra a un tayiko.
“La casa que busca la encontrará aquí, justo al pasar el bazar”, nos indica un anciano que se acuerda de un vecino llamado Mola Shams y de que el ministro Masud, “con un gran abrigo blanco”, en efecto, se acercó, en pleno invierno, escoltado por unos pocos guardias, a darle ánimos a aquel vecino. “No, es por allí”, le corrige el jefe del barrio, el kalantar, a quien hemos despertado, desde el fondo de su tiendecita de lapislázuli, encaramado en lo alto de una escalera de hierro forjado.
Al final es un vendedor de trastos antiguos, un kohnajrv, el que nos lleva, a través de un laberinto de camisas, chaquetones y pantalones militares de todo pelaje y condición colgados sobre cuerdas de tender, hasta la que un día fue la casa de Mola Shams, y que ahora es un centro comercial. No me da tiempo de hacer más averiguaciones sobre el destino que corrió aquel muyahidín herido, ya que la atmósfera del barrio se ha vuelto imperceptiblemente más inquietante.
Al pasar junto a un pozo ciego, nos encontramos la cabeza de un gato decapitado que parece desafiarnos. Nos cruzamos con adolescentes con la mirada hundida. Mujeres enjauladas en su burka. Un informante le acaba de decir al comandante Hayat que la gente empieza a extrañarse por ese extranjero que hace preguntas fuera de lugar…
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Los primeros meses de 2002 viví en la embajada francesa de Afganistán; Jacques Chirac me había encargado la misión de que Francia contribuyera a la reconstrucción del Afganistán mártir y, por hablar claro, a la erradicación de los talibanes. Casi veinte años después, ¿en qué situación nos encontramos? La buena nueva es que tenemos un embajador, David Martinon, que no escatima esfuerzos para convencer a los afganos que sería suicida, en la víspera de los diálogos de Doha, ceder ante el chantaje islamista.
La mala nueva es que su determinación no pudo evitar, ayer por la noche, la liberación de tapadillo de dos sicarios que, en 2003, en Gazni, en un atasco parecido al de Kabul, yendo en moto, asesinaron disparando a quemarropa a la joven trabajadora humanitaria francesa Bettina Goislard. La otra mala noticia es que, después de sufrir un atentado con un camión bomba, hace ya tres años, en plena zona verde, que dejó 200 muertos, el hermoso edificio blanco donde antes entrábamos como si nada, se ha convertido en una fortaleza blindada y protegida por un dispositivo de muros, puertas correderas metálicas, bloques de hormigón, portones, puestos de tiro, donde el embajador-coraje y los 24 hombres del RAID que lo protegen, viven en estado de guerra.
Después, ¿cómo no recordar la atmósfera jubilosa, casi entusiasta de aquellos almuerzos en los que nos juntábamos con Gilles Hertzog en el mismo alegre césped, con los mismos jóvenes gobernadores y líderes militares que Martinon invita este 11 de septiembre? Karim Jalili, por ejemplo, sigue siendo el amo de Bamiyán. Apenas han pasado los años por él y ha conservado ese mismo rostro redondo cuya barba blanca y finamente afeitada intenta endurecer.
Sigue creyendo en la existencia, al pie de los precipicios del cañón de su ciudad donde moraban los budas destruidos, en un tercer buda, enterrado, que una expedición de la Dirección Arqueológica Francesa en Afganistán (DAFA) algún día exhumará. Sin embargo, la diferencia es que entonces estaba convencido de que los talibanes habían perdido. Pero hoy…
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Abdulá Abdulá es el otro presidente de Afganistán. No el vicepresidente. Sino el otro. El rival. El que pone en duda que en las elecciones de 2019 saliese vencedor Ashraf Gani y que, desde hace tiempo, lo acribilla con comunicados vengativos. Gani, para librarse de él, lo puso al frente de la delegación encargada de tratar con los talibanes.
Pero, esta noche, en la casa familiar de Karta Parwan, donde nos recibe para cenar, no está metido en el papel de diplomático vestido con traje occidental que sale mañana para Doha, sino en el de miembro de la resistencia de hace treinta años, con su tradicional salwar kameez, del valle del Panshir, donde fue uno de los lugartenientes más valerosos del comandante Masud.
David Martinon no escatima esfuerzos para convencer a los afganos que sería suicida, en la víspera de los diálogos de Doha, ceder ante el chantaje islamista
Ocupa el final de la velada enseñándonos interminables salones cuyo principal interés es que están cubiertos de fotos de él con su comandante, los dos jóvenes, en combate contra los soviéticos. Se pierde en sus pensamientos. No dice nada. Se limita a corregirme cuando, por culpa de la penumbra o la mala calidad de la imagen, o tal vez por su innegable parecido, confundo ambos rostros.
En cierto momento, rompo el silencio. “Querido Abdulá, ¿qué les va a decir a los talibanes? ¿Cuáles serán sus primeras palabras para ellos? ¿Cuáles son sus líneas rojas? ¿Se puede negociar con quienes, hace veinte años, enviaron a dos falsos periodistas, armados con una cámara bomba, a asesinar a Masud?”. Abdulá sigue con sus evasivas. Farfulla que el país no puede más, que los cuarenta años de guerra lo han dejado seco y que hay que darle una oportunidad a la paz.
Al poco, se recupera y, como si lo volviera invadir una rabia antigua, dice: “¿Sabía que esos perros estuvieron esperando un mes? ¿Qué toda la operación estaba pensada para que se llevase a cabo mucho antes del 11 de septiembre? ¿Y que fue el jefe quien, el último día, cuando ya ni ellos mismos creían en que fuera a suceder, se acordó de que estaban allí y decidió concederles aquella funesta entrevista?”. La otra cara de Abdulá. La que comprendo que, una vez ponga el pie en Qatar, no cederá.
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Y aquí estamos, en el Panshir. Las agencias de seguridad afganas están infestadas de agentes dobles; la noticia de nuestro viaje ha corrido como la pólvora. En las redes sociales protalibanes ha habido zafarrancho de combate. En los cien kilómetros de carretera que atraviesa la llanura de Chamali, que al Ejército afgano le cuesta horrores controlar, los puntos de control salvajes son una posibilidad tangible. Hemos llamado al empresario Saad Mohseni, que la víspera nos presentó, en su casa, al ministro de Defensa; nos consigue, de improviso, un helicóptero.
¿Será el mismo MI-17 que, en su día, nos transportó con Masud de Dusambé, capital de Tayikistán, a Jangalak, a orillas del río Panshir, donde se encontraban sus puestos de avanzadilla? ¿Será la misma carlinga rígida que, cuando había turbulencias, temblaba de extremo a extremo? También podrían ser los mismos hombres que aquel día probaron un par de veces las turbinas antes de despegar y luego se colocaron en sus puestos, ya en el aire, tras las ametralladoras apuntadas a montones de tierra que, en medio de la bruma, podían ser posiciones enemigas.
Puede que sea la misma cabina de vuelo con la misma bodega de madera en la que en su día nos montamos en el último momento y en la que Masud se sentó y, al sobrevolar la cordillera del Hindú Kush, se puso a rezar. Lo que no ha cambiado es, al aterrizar, ese paisaje de casas cúbicas; los hornos de ladrillos; los vergeles abigarrados y rodeados de muritos; la ribera del Panshir, con sus destellos en los últimos vapores de la mañana; en definitiva, la ciudad de Jangalak a la que hace años llegué con Ahmad Masud y donde hoy me espera… Ahmad Masud.
¡Sí! Ahmad. Su hijo. O mejor dicho, su sosias: son idénticos. Ese niño de nueve años, que aún recuerdo apoderándose de las Memorias de guerra de De Gaulle que le había llevado a su padre para colocarlas en la biblioteca familiar, y que, 22 años más tarde, con su pakul, su barba cuidada, los ojos almendrados y de expresión grave, parecía su reencarnación…
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Le hago hablar de ese padre legendario y mártir al que se parece de manera casi perturbadora. ¡Cómo soñaba con ser, cuando fuera mayor, el más valiente entre sus valientes! Cómo se contentaba, mientras tanto —¡y con cuánto amor!— con servirle el té y, por la noche, cuando volvía de una operación, ayudarlo a desatarse los zapatos…
Este hogar que construyó el propio Masud, pero donde solo tuvo ocasión de pasar sus últimas dos semanas de breve vida… El jardín que concibió y plantó con un arte digno de los jardines mogoles de Babur… La fobia que le tenía a los insectos y aquella absurda mañana en la que, al final, cuando se desbordó el río, nos lo encontramos recogiendo escarabajos que estaban a punto de ahogarse y dejándolos sobre los guijarros… La última cena… El último racimo de uvas que quiso degustar con su hijo el día antes de irse por última vez…
¿De verdad que es la última, papá? ¿De verdad me dices que es la última temporada? Sí, le respondió el padre para tranquilizarlo, pero su alma de niño comprendió perfectamente que le quería decir otra cosa… Así lo sintió, con tanta claridad, en el momento en que se despidieron por última vez; esa manera de volver sobre sus pasos, de volver a irse, de regresar… Y luego, el instante de la muerte del que no he conseguido leer un relato verdaderamente fiable.
Me lo cuenta su hijo mientras atravesamos el puente por donde tenían costumbre de salir a pasear: su hermoso rostro acribillado por las esquirlas de la bomba; el pecho destrozado; un ojo reducido a nada; una pierna seccionada; contrariamente a lo que se ha dicho, entonces, parece que cayó fulminado casi en el momento, salvo por el hecho de que aún, con una fuerza sobrehumana, tuvo tiempo de avisar en el último momento a los dos guardias que se habían librado de la explosión y ordenarles que lo levantaran de las axilas y así, de pie, por última vez, llegó a recitar la sura de los moribundos.
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Pero Masud el Joven, a pesar de su conmovedora devoción filial, no me ha invitado para ponerse sentimental con las historias del pasado. Partimos en dirección a Abshar, a setenta kilómetros más hacia el este, donde la semana pasada los talibanes lanzaron un ataque sorpresa, sin precedentes, en la zona del Panshir. Lo veo en medio de sus comandantes, en estado de alerta; algunos tienen edad de haber servido a su padre. Observo que inspecciona sus posiciones y los exhorta a la resistencia; qué autoridad se desprende de su rostro todavía juvenil.
Les oigo decir que el muchacho no ha querido ni entrar en el gobierno ni participar en esas extrañas negociaciones de paz, ya que su lugar está entre ellos, a las puertas de lo que fue y debe seguir siendo absolutamente inviolable: el santuario del Afganistán libre. Desde el fondo de un vertiginoso desfiladero a lo lejos, se oyen los cascabeles de un rebaño; llega el momento del concurso de tiro con fusil de asalto, una actividad que acostumbraba a practicar su padre cuando tenía invitados.
Hay que rendirse a la evidencia: la diana es una piedrecita blanca colocada sobre una cresta de piedra ocre, a setenta metros de distancia, en la zona umbría que deja el pliegue de la montaña; y, si bien mi puntería no ha mejorado en veinte años, él, las tres veces que apunta, las tres veces que acierta y le da a la piedrecita blanca entre los vítores de su escolta.
Ahmad Masud es un tirador de élite. Tal vez tiene el arte y la sangre fría de los guerreros de épocas inmemoriales de las montañas afganas; por no hablar del hecho de que este joven tan culto a quien se repatrió tras la muerte de su padre a Irán y luego, rápidamente, a Londres, fue uno de los brillantes cadetes de la Real Academia Militar de Sandhurst, que forma, desde hace dos siglos, a la élite del Ejército británico…
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Luego vamos al mausoleo de mármol donde reposan los restos de su padre y donde ya nos esperan otros comandantes, pero, sobre todo, en este primer viernes después del Día de Masud, delegaciones venidas de Kandajar y Jalalabad para honrar la memoria del León del Panshir. Y allí, ante cientos de campesinos soldados cuyas túnicas relucen bajo una luz cegadora, y luego en medio de los restos de los tanques que recuerdan uno de los golpes militares más audaces de la guerra de los muyahidines contra los soviéticos, reparo en otra de las caras de este muchacho tan prodigioso. Elocuente. Un orador inspirado y lírico.
Masud inspecciona sus posiciones y los exhorta a la resistencia; qué autoridad se desprende de su rostro todavía juvenil
No solo habla en nombre de sus hermanos del Panshir, sino en el de toda la nación afgana. Recuerda a Francia, que, en las horas más oscuras, nunca abandonó a este pueblo de alfareros, ganaderos, caravaneros y poetas. “Han pasado 20 años”, digo, cuando me cede la palabra. “Vuelvo, con el corazón en un puño, a estas montañas que siempre viven en duelo por un comandante cuyo cobarde asesinato, no muy lejos de aquí, inició el nuevo siglo con un prólogo de lo más fúnebre”.
“Sin embargo, descubro que los rescoldos de la libertad siguen vivos en este valle. Comprendo que, gracias a sus compañeros de ayer, a sus hijos de hoy y a este hijo, por la sangre y el espíritu que me honra cogiéndome aquí, a su lado, el recuerdo del comandante sigue morando en estas montañas. Gracias a Ahmad Masud, quien no podría llevar mejor nombre, por cumplir las promesas de su padre. Gracias por ser ese mismo centinela que vela en el corazón de esta tierra cuyo nombre se inscribirá en el libro de la valentía y la grandeza de los hombres”.
“Mañana, sea cual sea el resultado del cara a cara con los talibanes; sean cuales sean los amargos frutos del compromiso con los locos de Dios y por desesperante que os parezca el tratado de vuestros aliados que han elegido perder esta guerra y sacrificaros, daré testimonio de que aquí, a los pies de estas montañas, ha vuelto a empezar el combate por la libertad, porque, en realidad, nunca había dejado de librarse. Ha nacido un nuevo León del Panshir. Y es una gran noticia, en estos tiempos tan oscuros, para los hombres de buena voluntad”.
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Luego volvemos a su casa de la infancia, donde nos tomamos un último té sentados en los largos sofás granate, frente al riachuelo donde meditaba su padre. Me dice: “Solo hay tres cosas que realmente amo en este mundo: los libros, los jardines y la astronomía, que, antes de entrar en Sandhurst, aprendí en el King’s College de Londres, y que me ha regalado el placer, cada noche, de mirar el cielo y sus constelaciones. Eso significa, contrariamente a lo que acaba de decir usted en el mausoleo, que no estoy hecho para la acción política, pero también es cierto que alguien debía tomar el relevo. No puede apagarse la esperanza que encarna la gloria del nombre de mi padre. Entonces, sí, por esa razón, y solo por esa, estoy dispuesto a continuar su obra”.
Antes de marchar, le hago tres preguntas. Si está dispuesto a inscribir en la carta fundacional del movimiento que ha creado que ser hijo de su padre no es suficiente; que su corona no es simplemente suya, sino del pueblo de los muyahidines. Si está dispuesto a anunciar su petición de que se celebren comicios en la nación afgana con el único fin de poner en marcha las reformas que los grandes señores feudales del país, por el momento, rechazan, y que cuando acabe, volverá a su tarea de escrutar el mapa celeste. Y si hay ciertos principios —para empezar, los derechos de la mujeres— ante los que ningún pacificador, estando él vivo, podrá negarse.
Me responde afirmativamente. A las tres preguntas. Con la misma voz clara y argentada que tenía su padre hace 22 años cuando, a pesar de los combates que se cernían, aceptó mi invitación de venir a París. ¿Volvemos a estar en la misma situación? ¿Masud el Joven será el nuevo caballero decidido a poner en jaque a los señores de la guerra que, ante el peligro talibán, no son más que los espantajos de sí mismos? ¿Podría decirse que, en este último enfrentamiento en el que se decide nuestro destino, hay un protagonista, al menos uno, que será capaz de decir no al oscurantismo, a la ley de las masacres y al espíritu de renuncia? Eso espero.