Parece que hay que repetirlo todo.
Sí, claro que esta epidemia es una tragedia. Claro que el personal sanitario está compuesto de héroes que arriesgan su vida para salvar la nuestra. Y, sí, hay que hacer todo lo posible para proteger a nuestros mayores, aliviar la presión en los hospitales y frenar el avance del virus.
Pero, una vez dicho esto…
1. ¿Estamos obligados a hacer enloquecer a la población, a sembrar el pánico y a hacer desfilar por la pantalla de la televisión y de nuestro móvil la cifra de muertos, recuperados y asintomáticos de la jornada, que genera una ansiedad inútil? Los fundamentos de la ética médica, sea cual sea la enfermedad que se trate, y, por ejemplo, como se ve en los cánceres más graves es, y lo sabemos sobradamente, hacer justamente lo contrario.
Ante esos casos se subraya la importancia decisiva del entorno psicológico que acompaña el tratamiento. Además, se hace hincapié en que la única actitud viable para superar semejante ordalía es que el paciente conserve el buen ánimo y que el médico le dé esperanzas. Con la Covid-19 nos hemos olvidado de esta regla elemental.
Si es cierto que, ante una nueva enfermedad y la aparición de aquello que Jacques Lacan llamaba un "punto de real", uno de verdad, uno que genera un agujero en el saber y del que no tenemos ni imágenes ni saberes científicos, la humanidad puede elegir entre la negación y el delirio, la neurosis y la psicosis, ahí tenemos los hechos: por nuestra parte tenemos, del lado de los neuróticos, a Trump y a quienes se le parecen; pero, con el recuento cotidiano de asintomáticos, con la idea que se está gestando de imponer un mundo poblado de enfermos sin saber que, al contrario de lo que sucedía con el enfermo imaginario de Molière, se verán tan profundamente afectados que habrá que desplegar, para ellos, todo un arsenal de detección, profilaxis y, algún día, cuando las aplicaciones móviles de rastreo se vuelvan obligatorias, señalamientos y prohibición.
Estamos en vías de convertirnos en una nueva versión del doctor Knock que actualiza aquella fórmula inmortal según la cual "toda persona sana es una enferma que no sabe que lo está". Y, así, casi nos volvemos unos psicóticos.
2. ¿Estábamos obligados a convertir la palabra de los médicos en palabra de Dios? Todos los lectores de Canguilhem o de Foucault saben que, ante un nuevo virus, la medicina no tiene muchas más armas que el común de los mortales; que el Dios de la ciencia, como decía Heisenberg, "juega a los dados" y tiene por principio "la incertidumbre"; tengo claro que la comunidad de sabios con la que tanto nos deleitamos no es más comunitaria que otras, que es un campo de batalla donde reinan los dardos voladores; un campo de batalla donde hay refriegas tan confusas, como apuntaba Kant, como las que encontramos dentro de la Metafísica.
Tengo claro que las diferentes escuelas, hipótesis y opiniones tienen por costumbre contradecirse; nunca aspiran a algo que no sea ganar el tiempo que te regala una breve tregua, en la que los adversarios agitan la bandera blanca con una mano mientras que, con la otra, recargan su metralleta experimental.
Dicho de manera muy simple: sé que hay escuchar a los médicos, claro. Pero también a los psicólogos. A los sociólogos de familia. A los profesores. A los padres de los estudiantes. A los dueños de los restaurantes, a los que les dicen que el virus se despierta a partir de las diez de la noche. A los sindicatos, que saben que las ayudas al empleo no pueden durar eternamente. A los economistas capaces de rebelarse cuando se dice que la elección es entre "salvar vidas" y "salvar la economía", y cuando se vehicula de esa manera la idea, monstruosamente idiota, según la cual la economía estaría en el bando de la muerte.
En resumen, hay que escuchar a todos los expertos, absolutamente a todos, de este fenómeno social que constituye una epidemia.
Entonces entraremos en un mundo en el que el hombre será un veneno para el hombre. Donde las relaciones de cercanía serían relaciones mortíferas
3. Y luego, en última instancia, vemos que el clima del higienismo está triunfando… Es estupendo cuidar de la higiene, pero cualquier persona que tenga un mínimo de sentido histórico sabe que también existe la doctrina higienista; que entramos en esa doctrina cuando la salud se convierte en una obsesión, cuando todos los problemas sociales se reducen a infecciones que hay que tratar; cuando la voluntad de curar se convierte en el paradigma de la acción política, y la historia de los últimos siglos nos enseña que esta visión reduccionista también puede ser mortal.
Gracias a Dios, todavía no estamos en esa situación, pero imaginémonos que todas las medidas de prevención se instalan en nuestra sociedad de manera permanente. Supongamos que la distancia social —¡qué expresión más atroz!— se convierte en el estándar de las relaciones humanas.
Imaginémonos una Francia donde las mascarillas se conviertan en norma, una segunda piel, una prenda que se da por supuesta, que nos ponemos sin pensar y que seguiremos llevando cuando vuelva la gripe estacional, y luego la siguiente, y finalmente, la llevaremos para toda la eternidad.
Entonces entraremos en un mundo en el que el hombre será un veneno para el hombre. Donde las relaciones de cercanía serían relaciones mortíferas, asediadas por el riesgo de infección.
Un mundo aseptizado donde viviríamos una vida desnuda, casi exangüe, aterrorizada de sí misma y encerrada en su madriguera kafkiana transformada en colonia penitenciaria. Un mundo donde, en ciudades que se han librado del gentío como un quirófano elimina las infecciones nosocomiales, reinan los técnicos de ventilación, los inspectores generales del estado de alarma, los delegados de la agonía.
Un lugar en el que, en lugar de un mundo que dolía, ahora tenemos geles hidroalcohólicos, perros a los que paseamos dos veces al día con su salvoconducto StopCovid. Un mundo de adiestradores de perros, es decir, de adiestradores que son perros y que amaestran como a perros a una humanidad que solamente tiene derecho a ladrar cuando se le recuerda que está compuesta de seres humanos, a gimotear contrae una enfermedad y a gruñir cuando Don Corona, nuestro rey, le da una lección —tanto en forma de premio como de castigo—. Ese era el panorama que no me dejaba dormir al escribir Este virus que nos vuelve locos. ¿Vamos hacia ese mundo?