Sé que la lucha contra el virus nos reclama. Sé que casi parece incívico, casi por no decir que es una "impiedad covidiana", intentar, en estos tiempos que corren, mirar más allá de nuestras narices y de la mascarilla.
Pero hay un acontecimiento terrible en el horizonte, a las puertas de Europa, ante nuestros ojos. El acontecimiento que tanto cuesta que entre en nuestro campo de visión, aunque lleve semanas en marcha, es la nueva guerra entre Azerbaiyán y Armenia. Recapitulo.
El escenario donde se libra esta guerra es una franja de tierra en el corazón del Cáucaso llamada el Alto Karabaj, habitada por 150.000 montañeses, de los cuáles un 90% son armenios; un territorio en disputa con el país vecino, Azerbaiyán.
Hace 25 años, cuando este minúsculo territorio tuvo la osadía de autoproclamarse independiente y expresar el deseo de unirse a su otro país vecino, Armenia, se inició una guerra de baja intensidad que ya ha dejado 30.000 muertos.
Como siempre que mengua la alta política, nos encontramos con la baja política, es decir, el triunfo de la pura voluntad de poder que crece, prospera y hace que esta guerra latente se convierta en un enfrentamiento de grandes dimensiones y, ya de paso, desigual, donde se ven lluvias de drones abatirse sobre las trincheras, pero también sobre las escuelas, hospitales e iglesias del Alto Karabaj, a veces incluso en la propia Armenia.
Entra en escena Recep Tayyip Erdogan, quien, para reafirmar su pose de supermacho que sobreactúa con sus baladronadas, sus insultos a Macron y su nuevo papel de califa y protector de los musulmanes ofendidos, ve en la nación azerí a una "nación hermana" llamada a desempeñar un papel decisivo en la reconstrucción de su Imperio, ya que allí se habla una lengua emparentada con el turco.
Por el contrario, la pequeña nación Armenia es una tierra cuya vecindad, alteridad y antigua memoria cristiana son una ofensa para su espacio vital, su Lebensraum neo otomano.
Así, los armenios, mal equipados, casi solos, aliados con una Rusia que sigue entregando armas a sus adversarios, viendo aparecer perros de guerra reunidos por Ankara en los frentes sirios y libios, recuerdan que inauguraron el atroz siglo XX siendo las víctimas del primer genocidio de la historia moderna.
A la vez, recuerdan que los turcos, autores de ese genocidio, tuvieron la brillante y monstruosa idea de negar sus actos, algo que fue como volver a cometer el crimen, algo que dura hasta nuestros días.
En el frente de Agdam, igual que en el de Ereván, las vísceras de la fortuna donde cientos de jóvenes patriotas y voluntarios internacionales acabaron sepultados bajo tormentas de acero, como en las grandes metrópolis donde antaño encontraron asilo sus antepasados, viven con la amenaza de volver a encontrarse con el martirio.
Siempre habrá perversos espíritus que intenten aplicar el raciocinio.
Oímos a personajes eternos como el proustiano marqués de Norpois diciendo que el Alto Karabaj, después de que un tal Stalin, entonces comisario para las nacionalidades, lo anexionara a Bakú en 1921, pertenece, según el derecho internacional, a Azerbaiyán.
La verdad es que estamos petrificados ante la perspectiva del eterno retorno de la tragedia. No podemos ser europeos, verdaderamente europeos, es decir, habitados por una idea de una Europa fundada sobre el "nunca más" de la guerra y la exterminación sin tomar partido por Armenia.
Podemos decirlo a la manera de Villon y de sus "hermanos humanos" que casi no sobrevivieron.
Con Víctor Hugo, cuya razón lírica sentenció que el cuidado de uno mismo no vale si no está acompañado por el "lamento", el "sacrificio", la "tumba" de los más desdichados.
Pensamos, en particular cuando uno es judío, en la "solidaridad de los estremecidos" sobre la que teorizó Jan Patocka, con la que se encomendaba a los supervivientes de todas las grandes masacres el recuerdo oscuro y tenebroso de la fraternidad que los une.
Armenia no es sólo Armenia. Después de la Shoá, quienes forjaron la noción de crimen contra la humanidad también tenían el nombre de Armenia en mente. Armenia es uno de los lugares no sólo del mundo, sino del espíritu, que han servido de crisol para lo que se ha convenido en llamar la conciencia universal.
El pueblo que allí habita es uno de los pocos del mundo que, como allí se ha decidido, en su historia, una parte del destino humano, es un pueblo que rebosa grandeza (por pequeño que sea). Por todas esas razones, mi doctrina está clara.
Y, de nuevo, salvo eliminar los antiguos parapetos de pensamiento que forman y fortifican el alma de Europa, no tenemos otra opción más que decir: el Estado-refugio de quienes escaparon al primer genocidio, ese pequeño país del dolor mucho más viejo que lo que dice su partida de nacimiento, ahora que está al borde del abismo, por principios, sí, por principios, tiene derecho a todo nuestro apoyo.
Añado que, las declaraciones de principios, en estos asuntos, no bastan. La desproporción de fuerzas es tal que también es necesario ayudar a los descendientes de las víctimas a enfrentarse, esta vez sí, a sus verdugos.
El mundo hizo oídos sordos, en 1936, cuando los republicanos reclamaron un apoyo claro para España. Acabó por escuchar, pero demasiado tarde, a los que querían, en 1992, que se salvaran los musulmanes de un Sarajevo bombardeado.
Ojalá recuerde la lección que aprendió y no permita, una vez más, que impere la ley del más fuerte: esta eterna tragedia no es más que una excusa para cínicos y estultos. Ante la Historia, colocarse al lado de Armenia es un imperativo metafísico, moral y político.