No hay 'y si' ni 'peros'. Los minutos del vídeo en el que vemos a unos policías dándole una paliza al productor musical Michel Zecler, a quien también vejan con insultos racistas, son algo indigno de la República. De paso, ponen fin al terrible debate sobre esos jornaleros del periodismo, esos videastas salvajes o mercenarios a quienes un proyecto de ley sobre "la seguridad global" (de la que todavía no sabemos si su polémico artículo 24 ha desaparecido o no) pretende prohibir que suban sus imágenes a internet.
Entre estos corredores de manifas, sin acreditación de prensa ni oficio declarado, encontramos lo peor de lo peor: extrema derecha, extrema izquierda, débil retórica antipolicial, escenas fuera de contexto y, por desgracia, el punto culminante de esta indiscreción generalizada, el tono de nuestra época. Pero también encontramos, como esta vez, algo positivo: la fuente sin la que no hubiésemos sabido nada de lo acontecido, ni de la presencia, en el seno de la policía republicana —la de verdad, la que nos protege y vela por nuestros derechos democráticos— de elementos infames que amenazan el orden público tanto como los integrantes más furibundos de los black blocks.
Se dice que el Estado tiene el monopolio de la violencia legítima. Incluso cabe decir que es uno de sus principios. Sea pues. Pero ¡atención! Del cliché weberiano se pueden hacer dos interpretaciones. Ese monopolio se funda sobre la sacralidad de las instituciones (Kantorowicz y los "dos cuerpos del rey") o sobre su posible ejemplaridad (el hobbesianismo razonado de Aron y la tradición liberal). Si el primer paradigma le gana la batalla al segundo y aceptamos, por ende, que los guardianes de la paz le hagan la guerra a un ciudadano, entonces lo que ya no es legítimo es la legitimidad; todo lo que permite que las sociedades sean lugares respirables se ve impregnado de ilegitimidad. Así, el hombre se vuelve, una vez más, un lobo para el hombre.
¿Qué hacía de Diego Maradona el argentino más adorado del mundo? ¿Cómo es posible que superase en el podio de la feria de las vanidades contemporánea a Borges, a Evita Perón, al Che Guevara, a Julio Cortázar o al Papa Francisco? Una mano. Después un pie. Y, entre los dos, en el estadio Azteca de México, los cuatro minutos de una carrera, un regateo, un pase que se han quedado grabados a fuego en la memoria. Andy Warhol, en los años sesenta, predijo una posmodernidad donde uno sería famoso durante un cuarto de hora.
Esperemos que el arte de la novela intente desentrañar, tras su muerte, este misterio profano, ese hombre superado por su propia figura
Él, Maradona, el chavalín de oro convertido en el Dios del estadio; el niño de las barriadas con aspecto de bajorrelieve precolombino que parecía, como Aquiles, guiado por un dedo alado; el hombrecillo menudo como cuerpo de silene, fornido, transfigurado en una especie de arcángel, empujado por el céfiro y volando hacia el paraíso de los campeones y los héroes, ha conseguido una fama apuntalada sobre un espacio corto de tiempo, además de una vida de excesos de toda clase. De degradación, compromisos con Chávez, Castro, la camorra, canalladas, bajezas. Nada empañó su brillo.
Una parte de mí, esa que detesta los estadios, aún más a sus dioses, se siente triste, con dificultades para entender esta aura sin medida. Otra parte de mí recuerda aquella novela de Milan Kundera, La inmortalidad, en la que sus personajes —y, por extensión, los ¿humanos?— no nacen del cuerpo de una mujer o de la costilla de un hombre, ni de una espuma semidivina, sino de un gesto perfecto que era como la matriz de un destino singular. Ahí está. Dos gestos, en este caso, serían suficientes. Dos gestos que no le pertenecen y que, sin embargo lo han encumbrado. Leo que una "iglesia maradoniana" celebraba, cuando estaba todavía vivo, a este ser dionisíaco convertido, contra toda lógica, en un héroe apolíneo. Esperemos que el arte de la novela intente desentrañar, tras su muerte, este misterio profano, ese hombre superado por su propia figura.
En medio del debate que se está gestando alrededor de las vacunas —que solo cabe esperar que se intensifique—, se enfrentarán dos ideologías o quizá sería mejor llamarlas dos filosofías. El conspiracionismo movilizará a sus batallones de falsos sabios, de espíritus confusos, de maníacos de la duda que se han vuelto locos; en definitiva, a todas esas tarántulas que amusgan los ojos frenéticamente para encontrar y denunciar las huellas del complot que tienen que frustrar: la extrema derecha darwiniana agitará el espectro de la vacunación obligatoria que impide el buen funcionamiento de las comunidades e inmunidades naturales. La extrema izquierda, en cada vacuna, verá la posibilidad de que haya un chip con el que se quiera inspeccionar el último reducto de la humanidad.
El conspiracionismo y la profilaxis son dos caras de la misma moneda
Ambas posturas coincidirán a la hora de reconocer, tras esta operación, la mano invisible de los grandes laboratorios farmacéuticos, de preferencia estadounidenses, que multiplicarán sus pingües beneficios. Enfrente, el higienismo difundirá la palabra de todo lo que disponen en el repertorio de los siglos XIX y XX sobre fanáticos de lo hipersanitario, los apóstoles del adiestramiento y los profilarcas más o menos simpáticos: la derecha recordará que las "clases peligrosas" también son los "hogares" bacterianos o virales; hoy hablarían de "foco de infecciones", algo que conviene remediar en las ciudades. La izquierda retomarán esa especie de sansimonismo que inventó, allá por los años treinta —y no sin encontrarse por el camino con las ideas eugenésicas de Alexis Carrer—, un "socialismo municipal", capaz, a golpe de espacios verdes, ciudades jardín como Le Corbusier, viviendas aireadas y el equipamiento deportivo adecuado, de regenerar el París de los Miserables.
Así, entre unos y otros, llevarán a término el temor de una biopolítica que Michel Foucault vio asomarse y que predijo que estaría en la base de los gobiernos contemporáneos. Sin embargo, todo vuelve al mismo punto. El conspiracionismo y la profilaxis son dos caras de la misma moneda. Serán las dos caras de la misma locura para la que no habrá, por desgracia, ni vacuna ni antídoto. ¿Otro virus?