Todo comenzó, en China, con un rumor un poco en sordina, un zumbido como en Cosmópolis, de Cronenberg. Luego llegó la escasez de mascarillas, el gel hidroalcóholico desaparecido, la glorificación de su majestad el jabón que había ascendido al trono de remedio milagroso gracias a un Dr. Knock convertido en ministro.
Llegó una palabra nueva que impactó a los asombrados supervivientes de la moribunda lengua francesa: confinamiento. Otra que se convirtió en nuestro viático y en la que todo locutor no desmemoriado oía el nombre mismo del desprecio, la desigualdad entre los hombres y el ostracismo: distancia social. Y otra más, que hablaba del egoísmo, del encerrarse en uno mismo e incluso del odio: medidas de prevención o gestos barrera.
Bajo el listado de estas palabras que padres Ubú con rostro de tecnócratas blanden ante los demás, el enclaustramiento se convirtió en la norma y nuestras ciudades se transformaron en jaulas de personas donde solamente podían pasear libremente los zorros y las alondras.
Los tiranos del mundo han aprovechado la situación para desplazar sus divisiones. «El rey se está muriendo», celebraban Erdogan, Putin y Xi Jinping ante el espectáculo de un Occidente en estado de síncope autoinfligido.
Los condenados de la tierra, los de Lesbos, Bangladés, los sintecho de la plaza de la República desaparecieron de nuestra conciencia y de los medios de comunicación, devorados en crudo por la negra luz del coronavirus.
Y mientras en los balcones y en las radios crepitaba la cancioncilla de la intimidad reencontrada, de la poesía de lo cotidiano y de las recetas de tarta de manzanas, los filósofos de feria, sin puesto en la feria, opinaban: “Lo esencial es la salud”. Ese ha sido nuestro año —tanto en Francia como en el resto de Europa y del mundo—, el año que está a punto de acabarse.
Este es, en el momento de franquear el umbral y de reflexionar, el balance del orden sanitario que se impuso con sonido de trompetas que no eran ni las de César, ni las de Jericó, ni las del Apocalipsis, sino las de un futuro zombi generalizado.
Casi 60.000 muertos, eso es innegable. Demasiados muertos cuyo duelo será largo, muy largo.
Pero también el de valores, de maneras de ser en el mundo; en el fondo, de libertades, que son lo mejor de nuestras sociedades, atacadas por el virus y por el virus del virus, restos que podrían quedarse ahí, como medusas muertas porque, como nosotros, están hechas casi completamente de agua; las ideas también mueren.
Con todo esto, en el umbral de este nuevo año que se presenta ante nosotros, aparentemente acompañado por la misma triste fanfarria, ¿qué propósitos hacerse? Se atisban en el horizonte nuevos confinamientos, un virus que ha mutado, la tercera, la cuarta o la quinta ola, ya ni se sabe, la crítica a la “relajación”, la del padre Paneloux que abronca a los supervivientes de la peste camusiana por su criminal insensatez.
En verdad solo tengo un propósito de Año Nuevo.
Ver a nuestros políticos seguir librando la “guerra contra el virus” —así se expresan ellos—, pero no hablando como Paneloux, sino como Churchill, que, cuando prometía sangre y lágrimas, también infundía valor, razones para tener esperanza y una vacuna contra el derrotismo.
Ver al personal sanitario de nuevo en el hermoso oficio de curar y solo curar, ver que rechazan el papel que les ofrece la comedia social, que no deja de ser el de la Pitia triste, el del ujier de la muerte y el de supervisor general del estado de alarma y su maquinaria codificada por algoritmos.
Y nosotros, hermanos humanos que, después de nuestros muertos, viviremos, superemos esta cobardía, esta tristeza, esta desconfianza universal, este miedo a todo y, especialmente, a las vacunas, ese lloriqueo opinador que, no en Villon sino en Baudelaire, es la música misma de la muerte. Rencontremos el camino de los sueños, el disfrute de las ciudades y los rostros, la preocupación por los más desgraciados; todas esas cosas sin las que la vida no es más que vida y sin las que, por tanto, ya no es vida.
En francés decimos “au gui l’an neuf” para desearnos feliz año. La expresión, literalmente, en época de los druidas, significaba “que el trigo germine”. Era lo que se decía cuando el solsticio de invierno consentía a darle al día, cada día, un poco de su luz.
Hoy también podemos decir, “feliz año nuevo”, dadnos las fuentes de la alegría y la dicha, que se secan cuando el contacto entre las personas se apaga durante demasiado tiempo.
También podemos decir, “año nuevo, vida nueva”. Pasemos a otra cosa, abandonemos la orilla de los lloros y los miedos, los confinamientos y los encierros. Cruzando el Rubicón de nuestros errores más íntimos, acerquémonos rápido a la otra orilla, aquella donde se abre el camino de los posibles, de las aventuras de la vida, de las fraternidades reencontradas.
Incluso: “¡Por un 2021 a lo grande!”. Porque Francia solamente es Francia cuando es un poco grande; porque la política no es política salvo si se encomienda a llevar a cabo tareas elevadas; porque la patria de las luces y de los hermanos Lumière, de la épica y de algunos de los poemas más hermosos del mundo, la tierra que ha conseguido superar tantos trances y malas épocas, no podrá vivir un año más amonestando a los paseantes, vigilando las cenas familiares castigando la cultura y a sus amantes.
No habrá cosecha humana, salvo la de la muerte y su descuento ya cotidiano, si seguimos anclados en esta ecolalia de la nada. No habrá futuro si no nos apresuramos, cueste lo que cueste, a ponerle un capirote de asno al miedo y a la tontería, los verdaderos aliados del rey Corona. Con el temor y el temblor, pero también con esperanza y fe, ese es mi propósito para 2021.