El comandante Masud era todo un francófilo (y francófono).
Aún oigo su voz, en primavera de 1998, en su casa, en el Panshir, donde preparo su perfil para Le Monde, mientras me dice que la Francia del general De Gaulle y de la Resistencia contra el nazismo, la Francia cuya historia le enseñaron en el Liceo Istiqlal de Kabul ha sido siempre, a sus ojos, la patria mundial de la libertad.
Lo vuelvo a ver tres años más tarde en París, durante una velada crepuscular que improvisamos con Jean d'Ormesson, Jean-François Deniau, Pascal Bruckner, André Glucksmann y Gilles Hertzog, entre otros: por primera y única vez en su breve vida, salió, si no de su país, al menos de la región. Aquello tuvo lugar unas semanas antes del 11 de septiembre y de su propio asesinato, el día 9, por la cámara-bomba de dos terroristas suicidas de Al Qaeda disfrazados de periodistas.
Había viajado hasta Francia para alertar al Parlamento Europeo de Estrasburgo de la inminencia de una amenaza para las democracias. Pero ¿alguien le prestó atención? ¿Lo recibieron como es debido? ¿Por qué ninguna cadena de televisión, aparte de Canal Plus y Le Vrai Journal, de Karl Zero, se dignó a darle la palabra aquel día? ¿Y cómo se explica que, cuando el grueso de nuestra entrevista se publicó en Le Monde, nadie pareció tener en cuenta la considerable cantidad de información que me había confiado (y que yo había reproducido) dando la ubicación casi exacta del mulá Omar y Bin Laden en Kandahar?
Estos son los pensamientos que se me cruzan por la cabeza cuando, el 3 de febrero, Arnaud Ngatcha, edil de Anne Hidalgo, encargado de las relaciones internacionales y la francofonía, me llama para informarme de que el Ayuntamiento de París ha decidido, por unanimidad, que una calle cercana a los Campos Elíseos lleve su nombre.
Me rondan todos esos recuerdos, esas citas a las que se ha faltado tantas veces, esos malentendidos tan extraños, junto con la misteriosa historia de la amistad entre Francia y Afganistán que se escribió a lo largo del siglo pasado de la mano de cientos de médicos, personal humanitario, escritores, aventureros de gran corazón que se unieron a los muyahidines en los maquis de la resistencia antisoviética; cientos de mochileros sin rumbo, de arqueólogos que seguían las huellas de Alejandro en busca de las ciudades fantasma de Bactria y Begrâm…
Sí, todo ese amasijo de pensamientos me da vueltas en la cabeza cuando me doy cuenta de que seremos la primera ciudad del mundo en rendirle semejante homenaje a la vida, la obra y el espíritu del legendario comandante.
París, desde Jefferson hasta Walter Benjamin, desde Bolívar hasta Garibaldi, ha sido una ciudad que ha cobijado a los perseguidos y a los libertadores
Para quienes -en todos los rincones del mundo- vieron y ven en Masud al hombre que derrotó al Ejército Rojo y que, de haber sido escuchado, podría haber enlentecido y quizás frenado el ascenso del islam político, este gesto es una reparación histórica.
Para su hijo, Ahmed, que le ha tomado el relevo y del que me despedí hace unas semanas en la misma casa de Jengalak, en la misma hondonada de montañas rodeada, de nuevo, por los talibanes, que han aprovechado la salida en desbandada de la comunidad internacional para volver con fuerza al terreno, es un homenaje de la Ciudad de la Luz al islam de la Ilustración que, como su padre, opone al de los fundamentalistas.
Y con la cantidad de llamadas que recibo desde Kabul; con los conmovedores mensajes de los últimos camaradas de Masud padre, que, como Abdullah Abdullah, llevaban veinte años esperando este gesto; con el entusiasmo, en las redes sociales, de los jóvenes compañeros del muchacho que han dicho adiós a Londres, Nueva York o París para retomar a su lado la lucha contra el oscurantismo asesino, veo que esta iniciativa de la ciudad de París se acoge como un acto de solidaridad hacia una nación que, con el paso de los años, había invitado a sus mujeres a quitarse el velo; a honrar a sus poetas, artistas y místicos, a animar a sus periodistas a hacer bien su trabajo... pero que volverá a caer bajo las garras de esos verdugos llamados talibanes si la administración de Joe Biden confirma la retirada de las fuerzas especiales estadounidenses que anunció Donald Trump hace unos meses.
Pero, hablando de París, ¡qué bonito gesto!
El París donde nada es tan puro, como decía Louis Aragon en un poema de 1944, como su "frente de insurgente".
El París que sabe sacar fuerzas de flaqueza y de la tormenta, resplandor...
El París que es más fuerte que el fuego y el rayo, cuando le planta cara al peligro y le tiende la mano a "la gente de todas partes"…
El París que, desde Jefferson hasta Walter Benjamin, desde Bolívar hasta Garibaldi y tantos otros, ha sido una ciudad que ha cobijado a los perseguidos y a los libertadores.
El París que es una ciudad refugio.
El París que nunca es tan libre como cuando honra a las mujeres y hombres libres del mundo.
¿Una tumba para Masud en París?
Sí, y es maravilloso.
Pero también -y quizás aún mejor- una cuna para ese islam democrático y moderado que con tanta elegancia encarnó Masud; un islam cuya victoria, en esta región y en el resto del mundo, cada vez parece más incierta.
El sábado pasado, en Karachi, se puso en libertad al asesino de Daniel Pearl...
Los "locos de Dios" que, en un número creciente de mezquitas de Asia y África, piden a gritos la muerte de judíos, cristianos, musulmanes moderados, ateos...
El separatismo que, a pesar de la adecuada legsilación que prevé el presidente Macron, sigue creciendo tanto en la República Francesa como el desierto...
Y el gran reclutador Erdogan, trabajando a destajo más que nunca en los territorios remotos de Armenia, Siria, Libia y, si no le ponemos freno, pronto también en Europa...
¿Acaso hay algún tema más candente hoy en día que este?
¿Y qué mejor manera de ponerlo sobre la mesa que con un homenaje a Ahmad Shah Masud en París?