El problema no es Libération, que publica titulares sobre la franja de la izquierda que proclama "una vez ya hicimos un cordón sanitario, pero una y no más"; al fin y al cabo, el periódico está haciendo su trabajo.
El problema es el paso a la acción de políticos y votantes que, por decirlo a las claras, se niegan de antemano a elegir entre Emmanuel Macron y Marine Le Pen, y, por tanto, se preparan, con toda la calma del mundo, para ver a Le Pen entrar en el Elíseo.
Hay personas que están ciegas. Hay personas tontas. Y luego están los defensores de la política de la catástrofe, que, según ellos, una vez pasado el desastre, luego nos permite volver a levantarnos con más fuerza.
Hay quienes, a fuerza de repetir una y otra vez que vivimos en una dictadura, han terminado por creérselo y ya no son capaces de distinguir entre un liberal y una fascista.
Hay fatiga democrática. Hay quienes se alegran de encontrar un fuego del que décadas de crisis de representación política parecían haberles privado.
Están los listos de la cocina política que se alegran de haberse puesto, en el momento oportuno, la toga de la insubordinación o la capa de camuflaje del partido verde y que, "bajo este respetado hábito", se dan "permiso", como los hipócritas del Don Juan de Molière, para hacerse amigos de "los hombres más pérfidos del mundo".
Y ya se puede decir que, entre estos chapuzas de la miseria social y política, la palma se la lleva el señor Julien Bayou; es pasmosa su autosatisfación, la cantidad de desdén y cinismo que desprende cuando, en las columnas de Le Point, con un lenguaje que huele más a su McKinsey que a su Henry David Thoreau o a René Dumont, se explaya sobre el virtuoso "contragolpe" del que se beneficiarían las ideas de los ecologistas.
Para Le Pen, el pasado, hincha pecho este zorro taimado (aunque Le Pen podría llegar al poder); para Macron, el presente; y para él, Bayou, el futuro (y qué más da si Francia, en su inmensa mayoría, demuestra su desconfianza hacia su persona e incluso hacia su partido, que al contrario que los demás partidos ecologistas de Europa, sufre para que lo tomen en serio).
Es plausible que la señora Le Pen salga elegida por sufragio universal, pero ahora, en nombre de una estrategia de billar a tres bandas, no solo es concebible, sino deseable. Y esta partida, desde hace unos días, se ha convertido en una pesadilla en este mentidero lleno de rumores, escándalos y diversiones.
Algunos están indignados, por supuesto. Pero otros lo están disfrutando. Otros, que nunca habían sentido la menor curiosidad por la experiencia americana, ahora descubren sus bondades: "Estados Unidos tuvo a Trump y se deshizo de él, ¿por qué no íbamos a tener a Le Pen para conjurarla para siempre?".
Otros parecen haberse abandonado al redil de la interminable secuencia sanitaria y haber caído en la misma práctica terapéutica masoquista y estadística, la misma locura experimental dirigida por la misma clase de aprendices de brujo; tocaba meter algo de coronavirus en las presidenciales: "Un poquito de Le Pen, al fin y al cabo, ¿acaso sería mucho peor que el confinamiento gordo, el de 2020, el de cuando aplaudíamos en los balcones y estábamos todos la mar de contentos de estar en la cárcel?".
Y en todas partes triunfa ese afán contable del periodismo político, formado y aprobado por consultoras de sondeos que se creen el oráculo de Delfos cuando no son más que el viejo Café du Commerce o, peor aún, el grito de Zola en El vientre de París: "¡Tenemos en la subasta a la izquierda republicana! ¡Tenemos de saldo a los socialdemócratas! Diga, si Macron pierde a los centristas, ¿cuánto más le costará a la verdulera?”.
No dejéis que flote en el ambiente la frase de que "el fascismo no pasará" porque no es más que una frase, e incluso una frase tan vieja como esa dejará de ser sagrada
Así que el problema, repito, no es el termómetro que mide la fiebre. El problema candente, crucial, y de grandes dimensiones es que ya no somos tantos los que estamos ojo avizor para cazar esas débiles señales, para oír las alarmas de incendio y para escandalizarnos por la inexorable pérdida de sentido de las palabras de la política.
Por piedad, amigos de Libération, no dejéis que flote en el ambiente la frase de que "el fascismo no pasará" porque no es más que una frase, e incluso una frase tan vieja como esa dejará de ser sagrada: bien sabéis que hay situaciones en las que, no contenta con hacer algún tipo de política, sería la única posible.
Por piedad, gentes de izquierdas, trabajad, reflexionad y construid un proyecto, batallad paso a paso por la victoria, pero no caigáis en la tentación, en una de las más aciagas de vuestra historia, de decir: si perdemos, nos abstendremos de elegir entre un mal y un mal menor, entre lo malo y lo menos malo; el día de las elecciones nos iremos a pasear al campo.
Por piedad, gente cabal, pensemos que tendremos que vivir, sin duda; que llega el momento en que podremos volver a amar, a pasearnos, a perdernos por las ciudades resucitadas y libres, a confraternizar, a charlar, a hacer todas esas cosas que todavía no son apropiadas según la lideresa de la Agrupación Nacional (el nuevo nombre del Frente Nacional), hija de su padre, bailarina de valses vieneses compartidos con los fachas locales, grosera, odiosa; pensemos que, sí, que nada sería más lamentable que escoger justo este momento para servir, en bandeja de plata, la Francia de Molière y de Léon Blum a un fascismo blanqueado y desdemonizado, burguesito y majete, a gente que, si llega al poder, sería bien capaz de entregarnos un arma con visos hípster y una xenofobia cool a más no poder.
Se ha cernido sobre el mundo una enorme pulsión de muerte. Y ya basta.
Todas esas bromitas de los graciosetes de turno, de los prestidigitadores de la aritmética electoral son, en este ambiente que se respira, no solo obscenas, sino suicidas.
Ojo con jugar con la muerte, no bailemos con la señora Le Pen.