Hace justo veinte años, el comandante Masud, baluarte contra el islamismo radical y la viva imagen del islam de la Ilustración, salió por primera vez de Afganistán y aterrizó en Francia: quería poner sobre aviso al entonces presidente Chirac de los oscuros planes de Al Qaeda y de la oleada de terrorismo que, algo después —el 11 de septiembre—, azotaría a Estados Unidos y al mundo entero. Dos días antes de aquel 11 de septiembre, como un primer tañido de campanas, campanas de muerte, lo asesinaron.
Hace justo seis meses, volví a Afganistán y vi a su hijo, Ahmed Masud, a quien mejor no podría sentarle el nombre heredado: me he despedido de él en varias ocasiones; primero, de niño; luego, ya de universitario, cuando estudiaba en el King’s College de Londres, donde estudiaba Astrofísica. Pero, al volver a su país, me lo encontré convertido en un líder político y militar, de vuelta al combate y defendiendo, como hizo su padre, las crestas y los valles del Panshir, una línea sagrada de defensa. Y, al verlo en un estado de soledad bastante semejante al que vivió su padre veinte años atrás, desde su pueblo, llamé a la alcaldesa de París para transmitirle que creía que, para nuestra ciudad, sería un gran honor rendirle homenaje al León del Panshir poniéndole su nombre a una calle.
Pues bien, gracias a ella, gracias a sus consejeros diplomáticos y gracias al Consejo de París, que debatió el asunto con una celeridad sin precedentes y recordó, sin que hubiera voces discordantes, que París nunca brilla tanto como cuando se erige como la patria de los grandes luchadores por la libertad del mundo, este homenaje ya se ha hecho realidad: Ahmed Shah Masud tiene, desde este sábado 27 de marzo, a los pies de los Campos Elíseos, una callecita con su nombre y un lugar entre nosotros.
¡Y qué lugar!
A unos metros de la avenida más hermosa del mundo porque es, para Francia, la avenida de la victoria y de la libertad reconquistada.
Y, sobre todo, porque estará a la sombra de tres figuras tutelares que, me consta, el propio comandante Masud admiraba mucho y junto a las que, por decirlo de algún modo, descansará su memoria.
Allí, a pocos metros de la placa que ahora lleva su nombre, se encuentra la estatua del general De Gaulle, cuyas Memorias de guerra y Memorias de esperanza estaba leyendo Masud la primera vez que lo vi.
También está Winston Churchill, otro león, que lo único que podía prometerle a su pueblo eran sangre y lágrimas, pero también la liberación.
Y, por último, Georges Clemenceau, a quien en Francia no llamamos león, sino tigre, y que el Día de la Victoria, en 1918, murmuró: “Ahora ya me puedo morir tranquilo”. Clemenceau también tiene su busto no muy lejos del lugar en el que, con la alcaldesa Anne Hidalgo; el ministro de Asuntos Europeos, Clément Beaune; el embajador David Martinon; los presidentes afganos Abdullah Abdullah y Hamid Karzai, que vinieron expresamente para la ocasión, y, por supuesto, Ahmed, su hijo, descubrimos la placa en honor a Masud.
Los familiares y defensores del comandante Masud no podrían haber soñado jamás con una compañía más noble para este héroe.
Y Ahmed Shah Masud, que, igual que su hijo, cuando estaba en su valle, adoraba escrutar el cielo estrellado, no podría haber imaginado una alineación más adecuada.
Lo único es que, ese día, en París, las estrellas no estaban en el cielo sino en la tierra.
*
Permítanme unas últimas palabras.
El comandante Masud, un gran amante de la historia, que, como Walter Benjamin, como nuestro mariscal de Sajonia, cargaba con su biblioteca a todas partes y, en particular, su biblioteca de libros franceses y de historia de Francia, habría reparado en otra coincidencia: celebramos su nombre en el corazón de una ciudad que, desde Botzaris a Bolívar y desde Garibaldi a Komitas o Adam Zagajewski —ese gran europeo de origen polaco que falleció el pasado 21 de marzo—, casi nunca ha dejado de ser el refugio de los oprimidos y los marginados, pero —y esto es quizá más importante—, le rendimos homenaje al mismo tiempo que conmemoramos la Comuna de París, cuyo espíritu sé que siempre le infundió el mayor de los respetos.
Ahmed Shah Masud, que también hizo la guerra sin amarla y amó la paz más que la guerra —y eso suele olvidarse—, prefería cultivar su jardín de Jangalak más que recorrer los campos de batalla y el barro de las trincheras. Por eso, sé que habría apreciado —estoy convencido de ello—, que se le dedicara este callejón en particular: ¿no está, al mismo tiempo, cerca y extrañamente lejos del hermoso bullicio de la urbe? ¿Acaso no es este caminito de tierra un lugar idóneo para un paseo entre amigos, flanqueado por árboles centenarios y con un césped casi natural? ¿Acaso no es esta la imagen misma de lo que conmovía el alma de este caballero kesseliano, según los que lo conocieron y que han venido, en gran número, para celebrar este momento de recogimiento y homenaje?
Además, su viaje a Francia, hace exactamente veinte años, fue un gran momento (gracias a la señora Nicole Fontaine pudo dirigirse al Parlamento Europeo), pero también una cita que nunca tuvo lugar (a pesar de los esfuerzos de sus amigos y un embrollo del que nunca supe toda la verdad, no consiguió ver, por desgracia, a Jacques Chirac). Por eso sé que se habría sentido orgulloso de la acogida que se le ha dado a su hijo, al que tanto quería.
Una generosa bienvenida por parte de la alcaldesa, lo vuelvo a decir.
Una calurosa acogida por parte del pueblo de París, que, a pesar de la crisis sanitaria, no dudó en ir a escuchar y a saludar al joven León del Panshir.
Y, unas horas más tarde, lo recibió el presidente de la República, Emmanuel Macron, a quien le pareció reconocer en él a un muchacho lleno de valentía.
El tiempo no recobrado, sino reparado.
La gran historia de París, a veces, hace bien las cosas.