Igual que Lawrence Olivier explicaba con naturalidad a Tony Curtis en Espartaco que lo mismo a uno le podía dar por las ostras que por los caracoles, Jorge Perugorría intentaba hacerle entender a Vladimir Cruz que tanto te podía gustar el helado de fresa como el de chocolate… solo que Cruz, entregado defensor del régimen castrista, no conseguía entenderlo. Que le gustara el helado de fresa le hacía a Perugorría sospechoso, por definición. Diferente. Todo lo diferente suele ser mal tolerado por una dictadura y más por una dictadura basada en una doctrina que predica la igualdad como concepto previo a la existencia humana.
Como fresa para chocolate no era una película sobre la homosexualidad sino sobre la represión. En rigor, el protagonista podría haber sido homosexual como podría haber sido zurdo, pero a los zurdos no los perseguía nadie. A los homosexuales, sí. ¿Por una cuestión moral? Solo en parte. Algo nocivo tenía que haber en lo que muchos consideraban -y no solo en La Habana- “un vicio burgués”. El problema era básicamente político: si uno elegía su sexualidad a contracorriente, si se atrevía a ir en contra de las convenciones sociales y los siglos de tradición, ¿acaso no era candidato a convertirse en un subversivo peligroso?
Aquello era una película, pero Reinaldo Arenas era real. Si a Arenas se le perseguía por su homosexualidad o por sus críticas a Fidel Castro es complicado de saber. El caso es que acabó, como muchos otros homosexuales, en las llamadas UMAP (Unidades Militares de Ayuda a la Producción) acusado de “elemento antisocial”. Estas UMAP, que en el fondo eran campos de concentración o de “reeducación”, como decía el régimen, podían ser realmente brutales y exigían la redención tanto moral como, insisto, política. Arenas se fugó a Estados Unidos, tantos otros se quedaron.
Aunque ya Fidel Castro en sus últimos años de vida tildó de “injusticia” lo que se había hecho durante mucho tiempo con los homosexuales -hablamos de hombres, porque la homosexualidad femenina directamente ni se concebía- y nominalmente se ha intentado colar en la redacción de la nueva constitución la posibilidad de que, algún día, se pueda legalizar el matrimonio entre personas del mismo sexo, muchas asociaciones LGTBI de Cuba critican aún que el trato vejatorio continúa, que las redadas son cosa de hoy y que la vigilancia en pisos, a lo “Fresa y Chocolate” sigue tan activa como entonces.
Che Guevara y Evo Morales
A Nicolás Maduro le gustaba insinuar que a Henrique Capriles le gustaban los hombres mientras utilizaba el clásico “mariconsón” para referirse a otros rivales políticos. El chavismo no fue especialmente cruel con los homosexuales, aunque el discurso de Maduro ralle en la homofobia numerosas veces. Digamos que, en Venezuela, el “vicio burgués” se tolera. No se fomenta, no se legisla, no se admite el matrimonio ni la unión de hecho, pero se tolera. Peor era con diferencia la situación en la isla de Granada, bastión caribeño del comunismo durante los años setenta y parte de los ochenta donde la homosexualidad estaba -y lo sigue estando- prohibida, es decir, constituye un delito.
Hay una línea clara en el comunismo latinoamericano que no empieza en Marx sino en el “Che” Guevara y su concepción del homosexual como “decadente”. El hombre, en su máxima expresión, es decir, el guerrillero, el obrero, el sujeto revolucionario, ha de ser viril. Esa confusión machista de la virilidad y la sexualidad se ha extendido y es habitual en sectores no precisamente izquierdistas. Mientras en buena parte de la propia América Latina -Argentina sería un ejemplo en ese sentido, donde el matrimonio gay está reconocido desde 2010- la homosexualidad no solo se considera algo natural sino que sus derechos se defienden desde concepciones progresistas, hay reductos tradicionalistas donde aún cuesta llegar al siglo XXI.
Evo Morales, por ejemplo, consideraba que en Europa había tantos homosexuales por “comer pollo”. Tuvo que marcharse del gobierno y del país para que el año pasado el matrimonio gay fuera reconocido en Bolivia. Morales no se consideraba a sí mismo homófobo y al menos no persiguió a nadie por su sexualidad. En palabras de 2016, afirmaba: “Yo no entiendo las relaciones entre hombres o entre mujeres, pero son seres humanos y hay que reconocerlos”. Son seres humanos, algo es algo. Rafael Correa, en Ecuador, tuvo sus más y sus menos con las asociaciones LGTBI, pero en eso tenía mucho que ver que al menos existían las asociaciones LGTBI y sus insultos pocas veces pasaron del fanfarroneo del machito, algo muy extendido en la cultura hispana a uno y otro lado del océano.
Paso atrás de Castillo y Cerrón
En general, con el tiempo, esta idea de que “la revolución es de machos” ha ido decayendo en favor no ya de la aceptación sino de la igualdad en derechos de sujetos con distinta sexualidad y concepción de género. Quizá por eso llama tanto la atención que Pedro Castillo y su partido “Perú libre”, que se declara abiertamente marxista-leninista, haya vuelto a colocar a la izquierda latinoamericana en planteamientos propios de hace medio siglo. Castillo, apodado el “Evo Morales peruano” por su origen rural y humilde y sus rasgos vagamente indígenas, se reconoce un ultraconservador en materias morales.
En entrevista con RPP Televisión, Castillo se mostró contrario a la legalización del aborto, la eutanasia, el matrimonio gay y la marihuana. Todo en un mismo pack. Castillo presume de haber sido educado en valores propios de “gente de bien”, que se hubiera dicho en España hace quince años y no duda en afirmar que “lo primero es la familia, y junto a la familia, la escuela”. Pedro Castillo es un maestro que entiende que es parte de la función del sistema educativo educar en valores morales y queda claro cuáles son estos para él.
Más claro lo tiene aún Vladimir Cerrón, fundador del partido que ha llevado a Castillo a la victoria electoral. Cerrón niega la perspectiva de género y apela a los “valores familiares” para evitar que posiciones feministas entren en el currículum educativo peruano, algo que en España se asociaría inmediatamente con la extrema derecha. En todos estos casos, las apelaciones conservadoras dentro de la coalición de izquierdas tienen que ver con la defensa de los valores tradicionales vinculados a los de la iglesia católica… aunque en su propio programa de gobierno cuestionen el concordato de Perú con el Vaticano, hecho muy criticado por las autoridades eclesiásticas.
¿Qué es lo que hace que un candidato abiertamente homófobo gane unas elecciones por un puñado de votos frente a otra candidata -Keiko Fujimori- que también rechaza el matrimonio gay? El odio social al diferente. Aquí, la homosexualidad ya no juega un papel de riesgo político sino que simplemente es un estigma que nadie quiere llevar y que nadie, o muy pocos, están dispuestos a defender. El propio Salvador Allende, otro de los grandes iconos de la izquierda latinoamericana, tachaba a los homosexuales de “degenerados” hace más de medio siglo. La revolución como defensa del statu quo moral.
Mientras buena parte del continente americano va dejando atrás los numerosos prejuicios machistas, la aparición de un Castillo o un Cerrón nos recuerda que bajo un discurso políticamente correcto de “aceptación” sigue rugiendo una homofobia rampante. Contrasta esta visión conservadora de la vida social con el hecho de que hasta ocho países (Bolivia, Chile, Argentina, Brasil, Colombia, Ecuador, Costa Rica y algunos estados de México) reconozcan las uniones civiles entre homosexuales. En ocasiones, la libertad da vértigo. Sobre todo, la libertad ajena. Pretender que la sociedad sea, sin más, el espejo de una masa parece mucho más fácil y seguro. Si alguien duda entre ostras o caracoles, si duda entre fresa y chocolate, sabe, una vez más, que se ha metido en un problema. Y que la revolución consiste, insospechadamente, en señalarle.