¿Se puede considerar guerra civil a un conflicto en el que una de las partes quiere acabar con el país que comparte con la otra? Ese es el caso en Afganistán y la razón por la que en las últimas semanas el mensaje occidental respecto a los talibanes se ha mostrado cada vez más tibio.
El atentado contra el aeropuerto de Kabul del pasado 26 de agosto en el que murieron 170 civiles y 13 soldados estadounidenses ha iniciado una nueva dinámica diplomática: ahora, los talibanes, los amigos del mulá Omar, las decapitaciones públicas, la cancelación de los derechos humanos y la opresión violenta contra la mujer ya no son tan malos. ¿Por qué? Porque resulta que los hay peores.
En 2015, un grupo de entre mil y dos mil talibanes fanatizados por la lucha diaria contra el enemigo estadounidense y atraídos por el momento de gloria del ISIS -ese mismo año, el Califato Islámico de Abu Bakr Al-Baghdadi controlaba buena parte de Siria e Irak, alcanzando un tamaño similar al del Reino Unido- decidieron desertar de la lucha por la liberación afgana y abrazar el yihadismo internacionalista. Mientras el resto de milicianos seguían luchando con lo poco que les conseguía Al Qaeda o las armas que aún les quedaban arrebatadas a los rusos en los años ochenta, el llamado ISIS-K optó por otra estrategia: el terror indiscriminado.
Para estos pocos talibanes, el ejemplo a seguir era el de los atentados que veían casi cada mes en Europa o Estados Unidos: había que ir contra la población. Había que reconducir al prójimo a través del miedo absoluto hasta conseguir su rendición. El ISIS-K (Estado Islámico de la Provincia de Khorasan, también conocido como ISIS-KP en algunos ámbitos) no lucha contra tal o cual régimen, sino que lucha contra la misma constitución de un estado independiente en Afganistán.
No solo es que los talibanes les parezcan suaves -sus vínculos con Catar, sus negociaciones, sus discursos occidentalizados por los años- es que les parecen un peligro para la expansión del islam. Sin tropas estadounidenses a las que atacar -hasta 250 atentados en Pakistán y Afganistán en estos seis años-, su enemigo ha pasado a ser el nuevo gobierno y quienes lo sostienen.
A la fe a través del imperio
Se calcula que, actualmente, el ISIS-K tiene unos tres mil miembros armados. Son pocos en comparación con las decenas de miles de talibanes. Sus armas, además, son de peor calidad. Comoquiera que el arsenal armamentístico de Estados Unidos va a quedar prácticamente en su totalidad en manos del enemigo, su situación de partida es de una clara debilidad. Ahora bien, lo que pierden en número y en precisión, aspiran a recuperarlo en brutalidad. Esa ha sido siempre la consigna del ISIS y lo es aún más desde su descabezamiento con el asesinato de Al-Baghdadi en octubre de 2019 a manos estadounidenses.
Como ya sucedía a principios de siglo con Al Qaeda, cuando Bin Laden tuvo que estar más pendiente de esconderse que de coordinar, el ISIS no ejerce un control exhaustivo sobre la mayoría de las organizaciones asociadas. Lo que tienen que hacer es jurar lealtad al Califato y automáticamente quedan integradas en un conglomerado que incluye milicias en Asia o África y lobos solitarios en Europa y Estados Unidos. La lealtad de estos extremistas no es, por tanto, con Afganistán ni con la ley islámica sino con la idea política del Califato, de un Estado Islámico imperialista que sobrepase fronteras y elimine poderes intermedios.
Su lucha contra los talibanes no tiene como objetivo colocar un gobierno distinto al frente del país sino eliminar el país y convertirlo en una provincia de algo más grande. Es este imperialismo, este afán de conquista, lo que los hace aún si cabe más peligrosos a ojos de Occidente. En un cálculo algo malvado y moralmente abyecto, uno puede pensar que, si apoya a los talibanes, deja a decenas de millones de afganos en la estacada… pero, si deja que los talibanes caigan a manos de los seguidores del Estado Islámico, la amenaza se expande por todo el planeta… y a nadie le gusta sentirse amenazado.
ISIS en el tablero geopolítico
Es cierto, en cualquier caso, que el ISIS no es lo que era. Su situación de poder, amplísima y peligrosísima a mediados de la década pasada, está ahora mucho más limitada, erosionada por los continuos ataques estratégicos de Estados Unidos y la necesidad de cubrir demasiado territorio y, en consecuencia, atender a demasiadas disputas locales. Aparte, y a diferencia de lo que ocurre con los talibanes, el impulso imperialista del ISIS no les hace ninguna gracia a Rusia ni a China. No tiene aliados más allá de determinados jeques que siguen alimentando el sueño con dólares.
Todo esto, en principio, hace que el ISIS-K tenga que optar por una táctica desesperada y esa es una noticia pésima. Una “táctica desesperada” es plantarse en las cercanías del aeropuerto de Kabul y matar a todo el que se ponga por delante con un atentado suicida. Cuantos más, mejor. Cuanto más horror, más publicidad. Cuanta más publicidad, más sensación de éxito, y más capacidad de captación. Desde hace tiempo, los servicios de inteligencia estadounidenses vienen alertando de la infiltración de estos individuos en las milicias talibanas. Insistimos en que pensar en el gobierno talibán como algo mínimamente estructurado es un error… y en esa falta de estructuración está su principal debilidad ahora mismo.
La incapacidad de los talibanes de centralizar nada puede ser aprovechada por determinadas facciones del ISIS-K para establecer alianzas con los “señores de la guerra” que aún dominan de facto amplias zonas del país, planteando una especie de poder paralelo. Esa alianza solo puede partir, por supuesto, de la amenaza, de un “¿cuánto valoras tu vida y tu tranquilidad?” ante la aparición de alguien que no tiene ningún problema en sacrificar su existencia para acabar con la tuya. Ya hablamos en su momento de la dialéctica del amo y el esclavo para explicar por qué los talibanes habían conseguido imponerse al ejército oficial afgano sin demasiados apuros, y lo mismo puede repetirse ahora entre partidarios del califato y talibanes… pero al revés.
Blanqueamiento innecesario y peligroso
Otra consecuencia pérfida de este enfrentamiento abierto que, en principio, debería ir a más conforme avancen los meses, es el hecho mencionado de que Occidente pueda plantearse ver a los talibanes como aliados. O, más bien, como el mal menor. La doctrina del “mal menor” está muy extendida en política y más aún en las relaciones diplomáticas, pero es tremendamente peligrosa. Los “muyahidines” eran el mal menor ante el comunismo soviético como las milicias islámicas lo eran frente a la megalomanía de Sadam Hussein en Irak. Talibanes y Califato Islámico tienen su origen en esos apoyos estratégicos.
Constatar que el ISIS es el infierno en la tierra y combatirlos por tierra, mar y aire no debería llevar a Occidente a la indulgencia con los talibanes. Las diferencias son mínimas y en el terreno geopolítico se miden por su capacidad de amenaza: sabemos que los seguidores del Califato son una amenaza en Kabul, en Orlando, en Barcelona o en París, mientras que confiamos en que los talibanes no lo sean. Ahora bien, “confiar” cuando hablamos de terroristas no parece suficiente. La idea de un gobierno talibán que se comprometa a mínimos es absurda. Uno no se hace talibán para acabar negociando con “infieles”.
Los talibanes seguirán haciendo lo que siempre han hecho: el mal, sin matices. Otra cosa es que hayan aprendido a vendernos que lo suyo no es para tanto. Parece que están en ello y con cierto éxito. Conforme vayan expulsando a todos los periodistas que aún resisten y el país vuelva a la oscuridad de los años noventa, iremos viendo la verdadera cara de esta banda de asesinos.
A veces, hay guerras en las que es mejor que no gane nadie. Oportunidades, supongo, para las terceras opciones. El problema es todo el camino y el reguero de sangre que acaba cubriendo cada centímetro. Vienen tiempos muy complicados para los afganos. Abandonarles a su suerte no es una cuestión moral sino estratégica. Afganistán descontrolada es una caldera a punto de explotar. Y nadie quiere más edificios en ruinas.