El pasado jueves 11 de noviembre, Polonia celebraba sus ciento tres años de independencia en medio de un furor nacionalista que llenó las calles de Varsovia de banderas rojas y blancas. La situación del país es más compleja que nunca en su historia reciente. El auge de los grupos de extrema derecha en los últimos años ha provocado un intenso antieuropeísmo y un enfrentamiento de facto con la cúpula de la Unión Europea, amenazando en repetidas ocasiones, unos y otros, tanto con la expulsión como con la marcha voluntaria.
Sin embargo, el jueves, muy pocos veían a la Unión Europea como un problema y muchos empezaban a darse cuenta de que quizás era más solución que otra cosa. Polonia es, junto con los países bálticos, la frontera noreste de la Unión. Eso la hace, como siempre, un lugar particularmente interesante en términos geopolíticos, especialmente, cómo no, para Rusia. En el pasado, esos intereses se concretaban en escaramuzas, batallas, ataques armados o incluso invasiones. Actualmente, no hace falta tanto. Se puede desestabilizar a un país, incluso a un organismo internacional, sin moverse siquiera de casa. Es lo que, según Polonia y la propia Unión Europea, están haciendo Vladimir Putin y Alexander Lukashenko.
Tanto la administración polaca, presidida por Andrzej Duda desde 2015, como la europea, en palabras de Ursula von der Leyen y el Alto Representante para Asuntos Exteriores y Política de Seguridad, Josep Borrell, han utilizado repetidamente el término “guerra híbrida” para referirse a esta situación. ¿En qué consiste una “guerra híbrida”? En intentar cambiar las políticas de un país extranjero mediante técnicas de desestabilización que no impliquen necesariamente la violencia convencional. Por ejemplo, pongamos que Bielorrusia quiere que la Unión Europea le levante las sanciones comerciales actualmente impuestas. ¿Va a poner en alerta a su ejército e invadir países que le superan ampliamente en población y armamento? ¿Va a hacerlo Rusia, su gran aliado? No, van a presionar de otra manera.
Lo que estamos viendo estos días en la frontera entre Polonia y Bielorrusia no es en absoluto un problema local ni un problema migratorio como tal. Es la utilización de las necesidades de los migrantes para intimidar a un tercer país -Polonia- o a entidades supraestatales -la Unión Europea y, no lo olvidemos, la OTAN-. Si Bielorrusia lleva meses ofreciendo viaje, alojamiento y comida a ciudadanos desesperados de Irak, Siria o Afganistán, no es para presionar a Polonia en sí, sino para presionar a Europa en la última frontera que parecía tranquila. Tan tranquila que los vigilantes, ya quedó dicho, estaban pensando en marcharse.
El "corredor Suwalki"
Bielorrusia es un país de unos diez millones de habitantes en un territorio que viene a ser menos de la mitad del que ocupa España. Sin embargo, su importancia geográfica es enorme. Funcionando en la práctica como una extensión política de Rusia, el país gobernado por Lukashenko hace frontera con Ucrania, Polonia, Lituania y Letonia, estos tres últimos estados, parte de la Unión Europea. En concreto, Polonia y Bielorrusia comparten 398,6 kilómetros de frontera, aunque todos los migrantes parecen haber decidido reunirse en la entrada a Kuznica, lo cual, obviamente, hace pensar que no se trata de una casualidad: esos migrantes (dos mil según algunas asociaciones, quince mil según el gobierno polaco) han sido enviados a ese punto concreto por algún interés estratégico.
Como apuntaba esta semana el politólogo Daniel Gil en Twitter, el mensaje que mandan Lukashenko y Putin cerrando en la práctica el paso de Kuznica es revelador: el punto elegido queda a escasos kilómetros del llamado “corredor Suwalki” que une Bielorrusia con la región rusa de Kaliningrado (la antigua Königsberg, famosa por el filósofo Immanuel Kant). La importancia de ese corredor es suprema: de colapsar el paso, tanto la Unión Europea como la OTAN quedarían divididas en dos: de un lado, el grueso de Europa Central y Occidental… del otro, las tres repúblicas bálticas -Letonia, Lituania y Estonia- abandonadas de nuevo a su suerte.
El problema aquí es cómo defenderse de la amenaza. Las autoridades polacas no parecen estar andándose con medias tintas: todo el que consigue pasar es devuelto inmediatamente a Bielorrusia, sin trámites jurídicos. Ahora bien, sin la colaboración de las autoridades bielorrusas, esos miles de migrantes que vinieron con la promesa de un acceso fácil a la Unión Europea y un futuro digno acabarán convirtiéndose en una bomba de relojería, víctimas y armas a la vez de un conflicto que les es ajeno. La situación, después de más de una semana, ya es insostenible. El ejército polaco, desplegado en la zona, no puede hacer nada sin cruzar la frontera. Cruzar la frontera supondría, como mínimo, un grave problema diplomático. Si se utiliza, además, la violencia para despejar el campamento, Bielorrusia tendría la excusa perfecta para considerar la acción como una agresión territorial con todas las letras.
Por eso, lo que se está jugando ahora mismo en Kuznica es una macabra partida de ajedrez que nos afecta a todos. Como decía Josep Borrell en una entrevista al diario El País: "Europa está en peligro y los europeos no siempre son conscientes de ello". Quien dice Europa, dice, hay que insistir en ello, la OTAN, pues Polonia también forma parte de la Alianza. Eso le da un toque aún más complejo al conflicto, involucrando directamente a unos Estados Unidos que no acaban de reaccionar con la contundencia esperada, una constante en lo que llevamos de administración Biden. No es un problema cultural, ni una amenaza de invasión. Es un chantaje. Un chantaje en la única frontera de la Unión que, hasta ahora, se había librado, más o menos, de la extorsión.
La peor amenaza, el peor momento
Una de las cosas que repite regularmente el ex ministro Borrell es la necesidad de crear un ejército europeo para defender las fronteras. Es un proyecto casi imposible de poner en práctica: de entrada, porque, conceptualmente, la Unión Europea es un constructo sustitutivo de los enfrentamientos bélicos del siglo pasado. Aparte, ¿cómo crear un ejército que represente a todos los países europeos cuando ni ellos mismos son capaces de coincidir en las políticas a aplicar y el antieuropeísmo lleva en alza al menos dos décadas?
Tal vez, eso sea lo que más preocupa de esta vuelta de tuerca: cómo sorprende a la Unión en uno de sus momentos más bajos. Polonia y Hungría, al menos hasta esta crisis, parecen ir por su cuenta; el lepenismo gana elecciones europeas en Francia, el nacionalismo sigue ganando posiciones a pasos agigantados en Italia y España… y Reino Unido, directamente, ya se ha marchado. El tradicional apoyo exterior de Estados Unidos no se puede dar más por hecho, pues ni Trump en su momento ni Biden en la actualidad han mostrado un especial interés por las cuestiones ajenas, más allá de llamar gordo al presidente de Corea del Norte por Twitter.
Se podría decir que Europa está ahora mismo rodeada y muchos lo verían como una exageración, pero -volvemos a Borrell- puede que no lo sea. Todos los países fronterizos se están encontrando con problemas de control de acceso similares a los de Polonia: países y mafias que se valen de la inmigración para ajustar más o menos las tuercas y conseguir algo a cambio, sea en destino o en origen. La situación es demasiado compleja como para pensar que cada país puede defenderse a sí mismo sin apoyo de los demás o para considerar cada uno de estos episodios como algo aislado, competencia del país en turno.
Siguiendo el sentido contrario de las agujas del reloj y empezando por la frontera de Polonia y Bielorrusia, nos encontramos con el único espacio mínimamente tranquilo: la unión de Ucrania con Eslovaquia, Hungría y Rumanía. Único país de la zona capaz de enfrentarse -normalmente sin demasiado éxito- con Vladimir Putin, Ucrania ahora mismo es lo más parecido a un aliado para la Unión Europea en su frontera este. Si la política del país cambiara y las autoridades hicieran algo parecido a lo que ha hecho Lukashenko, la presión sería literalmente insoportable.
De Lesbos a Boko Haram
El resto es una sucesión de enfrentamientos y tensiones. Empecemos por Turquía y Grecia, cuya relación ha traspasado las barreras del odio en numerosas ocasiones. Turquía es un país complejo: miembro de la OTAN, llamó a las puertas de la Unión Europea en numerosas ocasiones, pero siempre se la encontró cerrada. Fue entonces cuando Recep Tayyip Erdogan cambió por completo de estrategia: como tantos han hecho antes, a partir de un supuesto golpe de estado en su contra, afirmó su poder hasta convertir a Turquía en un estado autoritario y personalista completamente virado hacia posiciones islamistas. El sueño de Ataturk hecho trizas.
Hay en Turquía mucho resquemor hacia la Unión Europea y muchas ganas de hacérselo pasar mal. De ahí, por ejemplo, tragedias como la de la isla de Lesbos, justo entre Grecia y el país de Erdogan. En 2015, hasta trescientos setenta y nueve mil migrantes llegaron desde Turquía a la isla de Safo, cifras que prácticamente se repitieron en 2016 hasta que la Unión llegó a un acuerdo económico con Turquía. Las autoridades griegas, en medio de una tremenda crisis dentro de su propio país, se vieron desbordadas. Los que llegaban, obviamente, no eran turcos, sino que los enviaban los turcos para meter presión. Ellos soñaban con una nueva vida en mejores condiciones, la mayoría llegados del horror del Estado Islámico en Siria, y se encontraron hacinados en campos de refugiados, esperando a la repatriación mientras malvivían en condiciones vergonzosas.
En la actualidad, aún quedan más de diez mil refugiados en tierra de nadie. Tras el incendio del campamento de Moria en septiembre de 2020, se les ha ido repartiendo como se ha podido a lo largo de improvisados alojamientos a lo largo y ancho de la lista. Los residentes tienen miedo de que Lesbos se acabe convirtiendo en una cárcel al aire libre. Probablemente, ya lo sea. Turquía ha reducido el flujo, pero lo puede ampliar en cualquier momento: basta con un nuevo “efecto llamada” y que Turkish Airlines vuelva a ofrecer vuelos baratos desde Oriente Medio a Estambul para luego llevar a todas esas familias a un horror no idéntico al que dejan atrás -eso es imposible- pero sí parecido.
Esta situación se repite a lo largo del Mediterráneo. Chipre es otro objeto de deseo de la presión turca y de las mafias que negocian con la droga y, de paso, con seres humanos. Un poco más al oeste, nos encontramos situaciones similares en Sicilia o Malta. Aquí, los países del otro lado del mar (Argelia, Túnez, Libia…) no son culpables tanto por acción sino por omisión. Simplemente, dejan hacer. Son el puerto de salida ideal para todos los subsaharianos que siguen el terrible camino desde Nigeria de la mano de Boko Haram y los terroristas de Al Qaeda y el estado islámico en El Sahel.
Aquarius, Open Arms y Ceuta
En este negocio, todos salen ganando excepto, como siempre, los migrantes. La droga llega desde Sudamérica a Nigeria y ahí se forman distintas rutas para llegar a los puertos del Magreb. Una vez llegados en miles cada semana, las mafias deciden quién sube al cayuco y quién no. El resto espera. Cuando toca, salen los barcos de la droga y los “barcos” de la trata. Los segundos suelen quedar abandonados a su suerte en el Mediterráneo mientras las policías de Italia, Grecia o Malta no saben bien a quién interceptar. Lo bueno de incautar la droga es que la operación se cierra ahí. El problema de rescatar a los migrantes es que luego hay que hacer algo con ellos. ¿Exactamente el qué?
Aquí entran en juego aún más intereses. Por ejemplo, las ONGs encargadas de hacer esa función de rescate. Seguro que habrán oído hablar del Aquarius o del Open Arms, barcos cuyo objetivo es ir vigilando la zona y llevando a puerto seguro (europeo) a todos los que sobreviven al tremendo viaje. Para algunos, son un símbolo de concordia y heroísmo. Para otros, son un ejemplo de connivencia con las mafias al completar, voluntaria o involuntariamente, su labor. Esta última fue la posición de Matteo Salvini en 2018 y 2019, cuando cerró el acceso a este tipo de embarcaciones a cualquiera de los puertos italianos. Al Aquarius lo salvaron Sánchez y Borrell. El Open Arms no tuvo la misma suerte: hasta veinte días pasó el buque de origen español fondeado junto a las costas de Lampedusa sin que ni España ni Italia se decidieran a su rescate. Al final, tuvo que ser la magistratura de Sicilia la que diera la orden de salvar a esa gente y luego ya veríamos. Nunca se vio tan clara la falta de coordinación migratoria entre países casi vecinos.
Si Grecia, Chipre, Malta e Italia tienen lo suyo, es normal que también lo tenga España. Por partida doble. En rigor, España da un doble acceso a la Unión Europea: terrestre, por la frontera de Ceuta y Melilla, y marítimo, tanto por el estrecho de Gibraltar como por las Islas Canarias. La inmigración en Canarias tiene mucho en común con la de Sicilia. Básicamente, está en manos de paramilitares y mafias asociadas a menudo con el terrorismo y que actúan con cierta impunidad en Mauritania y el Sahara Occidental. De pronto, llegan en avalancha. De pronto, dejan de llegar. Oferta y demanda.
Lo de la frontera con Ceuta y Melilla y el acceso por el estrecho es otra cuestión. Por supuesto, las mafias están involucradas también en el transporte de subsaharianos desesperados… todo para dejarlos luego a su suerte. Ahora bien, aquí el gobierno de Mohamed VI tiene mucho que decir. Como explicábamos recientemente con motivo del aniversario de la Marcha Verde, nadie sabe mejor cómo utilizar esta “guerra híbrida” que Marruecos. Su control de la inmigración depende directamente de las ayudas que reciba por parte de la Unión Europea o de lo ofendidos que se puedan sentir por determinadas cuestiones. Por ejemplo, Brahim Ghali, el líder del Frente Polisario fue atendido en un hospital español del 18 de abril al 2 de junio.
Cuando Marruecos se enteró, no movilizó tropas, no paseó misiles y no amenazó con invasiones: simplemente, envió a miles de personas a saltar la verja de la frontera con Ceuta, la gran mayoría niños, en distintas oleadas que duraron hasta el mes de agosto, cuando Mohamed VI se dio cuenta de que igual le convenía tener aliados en su conflicto con Argelia y no seguir acumulando enemigos.
Un futuro sin Merkel más incierto
Polonia, Lesbos, Chipre, Malta, Sicilia, Melilla, Ceuta, Andalucía, Canarias… allí donde hay una frontera de la Unión Europea, hay un conflicto por resolver y con demasiados intereses de por medio. Los inmigrantes son usados como peones en esta terrible partida y nadie sabe muy bien qué hacer con ellos. Para quien los manda, su vida no tiene valor alguno. Son un número para hacer presión, punto. Entre quien los recibe, hay dudas: los valores de la Unión Europea son de acogida, pero no todos los países quieren asumir esa acogida sin ayudas de sus socios y es lógico que así sea.
La marcha de Angela Merkel de la cancillería alemana no va a ayudar tampoco en esta situación. Merkel no solo ha sido durante más de quince años una figura de autoridad, sino que era de las pocas que entendía la necesidad de combinar el aspecto humano con el estratégico. Sin ella, la esperanza de una posición común, que se defienda de los ataques, pero a la vez muestre el mínimo de humanidad exigible, queda un poco más lejos. Se avecinan tiempos muy duros y no hay nada peor ante una amenaza que ignorarla. Borrell y Von der Leyen lo saben. ¿Lo sabemos los demás?
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