El 11 de marzo de 1990, el Soviet Supremo de Lituania declaraba la independencia de la república respecto al resto de la URSS. Apenas diecinueve días después, era Estonia la que denunciaba la ocupación rusa de su territorio y anunciaba el inicio de un proceso inmediato de desconexión. En mayo del mismo año, Letonia se unía a sus dos vecinos y anunciaba también su independencia. De esta manera, las tres repúblicas bálticas se adelantaban un año y medio al colapso absoluto del imperio presidido por Mijaíl Gorbachov e iniciaban un proceso de occidentalización que apenas fue protestado desde Moscú.
Aunque en las tres repúblicas hubo incidentes con el ejército soviético -entre el 11 y el 13 de enero de 1991, por ejemplo, catorce civiles perdieron la vida protegiendo la sede de la televisión lituana-, lo cierto es que el proceso de independencia fue sorprendentemente pacífico, un indicador de cara al extranjero de que la URSS ya no era la sombra de lo que había sido en 1956, cuando sus tanques entraron en Budapest, ni en 1968, cuando lo hicieron en Praga por motivos políticos mucho menos graves que este. Hablamos de la pérdida de unos territorios importantísimos desde el punto de vista económico… aunque culturalmente ajenos a la cultura eslava más tradicional.
De hecho, desde su independencia, reconocida oficialmente por la Unión Europea el 27 de agosto de 1991, después del golpe de estado fallido de la vieja guardia comunista contra Mijaíl Gorbachov, Rusia ha preferido mantenerse al margen de sus decisiones políticas, como si la cosa no fuera con ellos. Aparte de los motivos culturales e históricos -Lituania, Letonia y Estonia son tan parte del viejo imperio ruso como lo son del sueco-, su anticipación en las decisiones clave dificultaba cualquier reacción: al poner en marcha sus propias instituciones antes que las demás repúblicas, estos tres países partían con ventaja diplomática y burocrática.
Para cuando Vladimir Putin, el sucesor de Boris Yeltsin, quiso empezar a recomponer el puzle roto en el otoño de 1991, las tres repúblicas bálticas ya formaban parte de la Unión Europea y de la OTAN (su incorporación se produjo entre marzo y mayo de 2004, apenas trece años después de su reconocimiento oficial como países independientes). Ahora bien, si el gran problema de Putin con Ucrania es que “no quiere a la OTAN llamando a las puertas de Rusia”, ¿qué pasa entonces con Estonia, Letonia y Lituania, que comparten cientos de kilómetros de frontera con Rusia?
Paraguas contra el imperialismo
En pleno ataque imperialista ruso, es normal que los presidentes de las tres repúblicas, así como sus ciudadanos, tengan miedo. Al haberse adelantado, ellos tienen el paraguas de la Alianza Atlántica. En principio, cualquier escaramuza militar de Putin en su territorio, obligaría a sus aliados a defender el territorio. La situación sería, por tanto, diferente a la de 1940, cuando en connivencia con la Alemania nazi, Stalin se anexionó los tres territorios, independientes desde el final de la I Guerra Mundial, en 1918.
Ese paraguas debería bastar, pero para estar tranquilos del todo, los estonios, letonios y lituanos necesitan ver que tanto la OTAN como la Unión Europea se toman en serio la defensa de Ucrania, por mucho que no sea país miembro de ninguna de las dos organizaciones. Eso es lo que transmitieron este jueves en Berlín sus líderes al canciller Scholz en una reunión de urgencia para tratar la crisis entre Moscú y Kiev. En un comunicado conjunto, tanto el presidente de Lituania, Gitanas Nauseda, como los primeros ministros de Letonia y Estonia, Krisjanis Karins y Kaja Kallas, quisieron dejar claro que la OTAN tenía que tomarse en serio la defensa de su frontera este o podría tener que lamentar después las consecuencias.
Si Putin consigue entrar en Ucrania sin demasiada resistencia y establecerse al menos en las zonas prorrusas del país, ¿quién puede asegurar que no querrá aventurarse a la recomposición de las fronteras de 1991? Al fin y al cabo, la única conexión de estas repúblicas con el resto de la Unión Europea son un puñado de kilómetros de frontera con Polonia. Por lo demás, están completamente rodeadas de territorio ruso y bielorruso -que para el caso es lo mismo- arrinconadas por el otro lado contra el Mar Báltico. A Rusia le bastaría cortar el llamado “corredor Suwalki”, en territorio polaco, para aislarlas por completo. La única ayuda que podrían recibir sería aérea… o naval, desde Polonia, Dinamarca, Alemania, Suecia o Finlandia.
Suecia y Finlandia
Aquí nos encontramos con otra cuestión importante: si bien Polonia, Alemania y Dinamarca son miembros de la OTAN -incluso lo es Noruega- tanto Suecia como Finlandia siguen prefiriendo mantenerse al margen de ninguna organización militar. Los enfrentamientos entre Suecia y Rusia quedan bastante atrás (su último gran conflicto como tal, la Gran Guerra del Norte, data de 1790), pero la situación de Finlandia es radicalmente distinta. Finlandia fue parte del Reino de Suecia hasta 1809, cuando, dentro de las guerras napoleónicas, el país del mariscal francés Jean-Baptiste Bernadotte (que reinaría bajo el nombre de Carlos Juan XIV hasta 1844) cedió el llamado Ducado de Finlandia al control de los zares rusos.
Su vínculo con Rusia, en forma de protectorado, se mantuvo hasta el 6 de diciembre de 1917, poco después de que triunfara la revolución soviética. Al igual que sucediera con las otras tres repúblicas bálticas, los bolcheviques no prestaron atención a su proceso de independencia, preocupados como estaban por consolidar su dominio interno en una cruenta guerra civil que duraría al menos hasta 1923. Cuando Stalin consideró oportuno invadir Estonia, Letonia y Lituania para asegurarse un mayor espacio de defensa frente a un posible ataque alemán si la tortilla daba la vuelta, la URSS llevaba ya meses luchando por anexionarse de nuevo Finlandia, en la llamada Guerra de Invierno (1939-40), pero encontró una enorme resistencia.
Esa resistencia vino más por parte alemana que propiamente finlandesa. De hecho, si Finlandia nunca fue parte de la URSS fue por su calculada ambigüedad durante la II Guerra Mundial. Aceptó la ayuda militar de Alemania durante dicha Guerra de Invierno… pero luego fue aliada de la URSS durante la Operación Barbarroja iniciada por Hitler en 1941. Esa fidelidad fue luego premiada por Stalin, respetando su condición de país independiente y no alineado. Sería extraño que ochenta años después, Putin decidiera revertir esta decisión.
El miedo a Rusia
Tanto en Suecia como en Finlandia, el sentir popular sigue siendo ambiguo respecto a entrar en la OTAN. Les ha ido bien hasta ahora y su propia geografía les hace sentirse protegidos, sobre todo en el caso sueco. Ambos países han sabido occidentalizarse sin renunciar a la relación política y económica con la URSS en su momento y con Rusia ahora. En una reciente encuesta, el 35% de los suecos afirmaba que su país debería entrar en la Alianza Atlántica por un 33% que prefería quedarse como estaba. En medio, quedaba un gigantesco 32% incapaz de pronunciarse en un sentido o en otro.
Más curioso resulta que, en dicha encuesta, el 59% decía tener miedo de que Rusia se convirtiera de nuevo en una superpotencia frente al escaso 29% que decía temerle a Estados Unidos. El antiamericanismo parece más un lujo occidental que otra cosa. Como le explicaban los estudiantes a Herbert Marcuse durante sus famosas charlas en la universidad de Berlín Occidental, recogidas en el libro “El final de la Utopía” (1967), es muy fácil despotricar del imperialismo estadounidense cuando no se está rodeado de tropas soviéticas por los cuatro costados.
Algo parecido está pasando ahora mismo en el este del continente. Como vemos, no es solo Ucrania la que se siente amenazada. El periodista letón Kristaps Andrejsons reflejaba recientemente en un artículo para el portal Foreignpolicy.com el convencimiento de los ciudadanos bálticos de que Rusia, tarde o temprano, entraría en guerra con ellos. Su pertenencia a la OTAN no sería suficiente disuasión, aunque, por lo menos, “podremos defendernos, no como en 1940”.
Aun así, no deja de ser un riesgo muy grande para Rusia dentro de un orden mundial en el que no parece irle tan mal como para ponerlo todo patas arriba. Recuperar partes de Ucrania que los rusos consideran propias, sí. Ocupar todo el país, peligroso. Lanzarse a reconstruir la Unión Soviética, muy improbable. Entre otras cosas, porque a la tercera superpotencia, China, eso tampoco le haría ninguna gracia… y Putin no va a hacer ahora mismo nada que desagrade a Xi Jinping, su gran socio contra Occidente.
La tensión bélica en el Báltico siempre estará presente, por supuesto, pero no parece un escenario a contemplar a corto plazo. En cualquier caso, todo puede cambiar según se comporte Occidente en Ucrania y la sensación de poder que perciba Putin, tanto militar como diplomático. En ese sentido, y solo en ese sentido, no estaría mal retroceder a 1938 y la invasión de los Sudetes ante la pasividad absoluta de las potencias occidentales. Defender Ucrania o impedir de entrada el conflicto es un paso necesario no solo para la integridad de un estado concreto sino para asegurar la estabilidad en una zona de millones de kilómetros y decenas de millones de habitantes.